Samarkanda. En una habitación de un hotel que no tenía cortinas, en una ciudad que amanecía demasiado temprano con el sol reflejado en sus cúpulas. Unos golpes en la puerta a la madrugada y la voz de una mujer gritando algo en ruso o en uzbeko. Estábamos con mi hermano. Un incendio pensé. Pero todo el resto estaba tranquilo.Supusimos entonces que la mujer tenía que despertar a alguien y se había confundido de habitación. Volvió a golpear cada vez más fuerte. No es acá le dijimos pero claro la mujer no entendía y siguió golpeando. De repente no escuchamos más ningún ruido y aliviados nos dispusimos a volver a dormir entre las ventanas que ya dejaban entrar el reflejo de los techos dorados de las mezquitas. Pero no, la persona encargada de interrumpir nuestro descanso solo había ido a buscar algún elemento más contundente que sus manos para seguir golpeando la puerta. Los sonidos se volvieron como de un escobillón. Frente al peligro de que la puerta se viniera abajo me levanté y la abrí. Del otro lado una viejita, con el pañuelo en la cabeza de las campesinas rusas, con un palo en su mano, me dijo algo, dio media vuelta y se fue, satisfecha de haber cumplido su cometido de despertar a alguien a las cinco de la mañana. No sé qué habrá pasado con los pasajeros que realmente necesitaban que alguien, habrán supuesto que sería el timbre de un teléfono y no una anciana aporreando la puerta con un palo, los levantara a esa hora para tal vez no perder un vuelo.
El mismo viaje a través de la URSS. Un avión diminuto, a hélice. Casi un avión militar. Para cubrir un trayecto de 40 minutos entre dos ciudades que no recuerdo. Cuando llegamos a la pista y lo ví me largué a llorar, entre todos me convencieron para que subiera. Hicimos la fila entre turistas y mujeres con canastas llenas de tomates y de pollos. En la parte de adelante del avión, una cortina floreada ocultaba la cabina del piloto. En la parte de atrás se veía una especie de depósito de cajones vacíos de botellas, no sé por qué supuse que estaba lleno de telas de araña. Cuando yo era más chica el Zamorano era un salón y al lado un baldío con una hamaca en la que jugábamos mientras los grandes comían. En ese baldío se podía avanzar hasta un punto porque después la cantidad de basura y de yuyos no te dejaba seguir. También había un cobertizo lleno de cosas viejas, eso parecía la parte de atrás del avión soviético. Y en esa especie de basurero estaba sentada la azafata que nos acompañaría a lo largo del trayecto, alta, altísima, rubia, rubísima. Tan grande era que me volvió el miedo al pensar si no sería demasiado pesada para ese avión que se veía tan frágil; se me ocurrió también que cuando se parara a servir algo iba a tener que agacharse porque su cabeza se chocaría con el techo. El avión despegó, la azafata empezó a servir unas latas de jugo de naranja. Tal como había imaginado, la pobre mujer apenas entraba en los pasillos.Una vez que terminó de repartir las latas tuvo que volver a empezar el recorrido pasando un abrelatas. Sovietización extrema. Ahora que pienso los pasajeros se deben haber compadecido porque en un claro ejemplo de comunismo autogestivo comenzaron a pasarse entre ellos el instrumento para abrir las latas. Creo que estaba oxidado.
La otra tarde. La sala de espera en un sanatorio para hacerme unas ecografías. No me dí cuenta el tiempo que había pasado porque estaba enfrascada leyendo una muy buena novela. Cuando la terminé me dí cuenta de que estaba ahi hacía casi una hora y de que toda la gente que había venido antes que yo ya se había ido. De repente escucho mi nombre por un micrófono, una voz de mujer, con un acento raro, podría ser ruso. Entro al consultorio y me recibe una doctora muy parecida a la azafata del avión a hélices de mi adolescencia. Un consultorio en el que no había lugar para moverse, la pobre mujer parece no entrar alli. Me pasó un camisolín, quedé en bolas en un espacio mínimo con la doctora a la cual le tenía que pedir permiso para moverme. Me acosté en la camilla, posición de parto me dijo sin preocuparse si había parido alguna vez en mi vida. Me embadurnó con gel de arriba para abajo. En dos minutos terminó de hacerme todo. “Ahí se limpia” me despidió señalándome más que un rollo de papel una especie de bobina soviética que era a la cantidad de gel que tenía en el cuerpo como el abrelatas oxidado para el jugo. Me sequé como pude, me despedí y salí a la luz del sol.
Detrás de tantas rusas y de ese viaje fantasmático a la URSS la voz de mi papá que alguna vez me dijo: Nunca está tan oscuro como cuando amanece.
Volvió la bici. Volvió la alegría