Enero nos pasa por encima
y no llega nunca el momento de despertarse a la madrugada para ir al
mercado.
Antes de ayer compramos
un cajón de duraznos en una verdulería.
Es difícil describir el
color de los duraznos: naranja bastante claro bordeando el amarillo,
amarillo bastante oscuro bordeando el naranja, algo pálido pero
intenso. O directamente poder decir color durazno
No es solo un color,
también es una textura. Pero si supiera encontrar la descripción
justa, tampoco podría escribirla, el teclado de la computadora anda
pésimo y no me escribe la mitad de las letras. Hay oraciones que
parecen escritas en catalán. Por ejemplo: Aha tnemos n a´n llen de
durazns gants.
Significa que ahora
tenemos un cajón lleno de duraznos gigantes.
De todas formas los
duraznos alteran la rutina de un mes que avanza pegajoso.
Y mientras avanza deja
algunas sensaciones: la de doce personas adentro de casa todo el
tiempo, la de una pileta que no termina ni de ponerse verde ni de
limpiarse o la del viento que a la tarde empieza a entrar por las
ventanas de las habitaciones que dan a la calle golpeando las puertas
y trayéndonos el sonido fastidioso de los picaportes que ceden y se
caen al piso.
Antes de ayer a la mañana
compramos los duraznos y a la tardecita se fueron Maite, Sonsi y
Consu de campamento a San Rafael.
Entre Valen y Pili que
van y vienen somos promedio siete u ocho personas para comer: muy
poquitos como dijo Ruli que extraña a sus hermanas.
Loli y Tótal que ya casi
a los tres años, dejaron la teta. Octi y Estani aprendieron a
tirarse a la pile sin salvavidas.
Todos crecen. Y yo que después de
almorzar me siento un rato al sol y los veo.
A mí los duraznos no me
gustan, la piel, el jugo que chorrean, el sabor casi agresivo que
acompaña siempre el calor insoportable de enero.
Cuando era chica me
acuerdo que siempre tenía un carozo de durazno a mano, mi papá me
había convencido de que si lo raspaba contra una pared rugosa se iba
a transformar en un anillo. Si raspaba muy fuerte me lastimaba los
dedos, si raspaba despacio no avanzaba nada.
En el patio de mi casa
habia una pared bastante áspera, por ahí frotaba el carozo un rato
todos los días hasta que me aburría o el carozo se perdía o iba a
la basura.
Nunca logré tener mi
anillo de durazno
Cada vez que le cuento a
Luis esta historia me contesta que eso es imposible, que de un carozo
de durazno no se puede hacer un anillo. Sigue más allá: que
hablando una vez con mi papá, él mismo le había dicho que lo
hacía para tenerme entretenida en el verano pero que sí, que era
imposible.
A veces me imagino este
diálogo secreto y me enojo; otras, me gusta.
El otro día encontré esto en internet que puede servir, también puede arruinar la historia, como el teclado.
Ahora sólo me acuerdo
una vez más de esa pared rugosa de mi infancia mientras veo a Loli comer un durazno.
Cuando lo termina entra a
la pileta a jugar con su papá.
Así pasa enero.