La última semana de las vacaciones de invierno
nos fuimos los doce a Montevideo. Desde el verano de 2015 que no nos íbamos
todos juntos a algún lado. Las más grandes acomodaron sus compromisos sociales
para poder viajar, y para los cuatro más chicos era la primera salida a un
lugar que no fuera Bahía de los Vientos. Para todos, una aventura.
La noche anterior al viaje Luis imprimió todos
los pasajes, apiló todos los documentos y preparó las reservas del hotel:
veinticuatro pasajes entre ida y vuelta, doce documentos, libreta de
casamiento, bodega del auto y comprobantes de cuatro habitaciones reservadas.
En el puerto, en cada ventanilla que pasábamos para hacer trámites los
empleados, todos varones, repitieron el
mismo diálogo ultra sexista con Luis: “¿Son todos tuyos?” “Sí”, “Te
felicito”.
La primera vez que fui sola a Montevideo tenía veinte años, en una gira de hockey. Dos días en los que diluvió sin parar un minuto. Jugamos los partidos en una cancha de básquet hundida entre las tribunas que estaba en algún lugar que nunca más pude volver a ubicar, en la costanera entre el centro y Carrasco. Nos la pasamos en La Pasiva todo el tiempo. En uno de los equipos contra los que nos deberíamos haber enfrentado si no hubiera llovido jugaba una madre con una de sus hijas. Me pareció una estupidez: madre joven, hija adolescente. A la noche la mayoría de las jugadoras fueron a bailar. Yo me quedé en el hotel con una chica que acababa de ponerse de novia con un chico que tenía ocho hermanos. “Creo que es del Opus” me dijo.
Algunos meses después fui por segunda vez, ya con Luis, en una expedición bizarra cuyo relato entero sería una nouvelle. Nos alojamos en el hotel de Carrasco que estaba casi abandonado, ventanas rotas, persianas que no cerraban. Hacía mucho calor: los días transcurrieron entre la habitación del hotel y la orilla del río, tirados en la arena mojada por el agua dulce. Ahí me terminó de fascinar Montevideo.
Las dos veces siguientes ya fuimos con los chicos. Una con Valen, Pili y Felipe de la que no me acuerdo casi nada, solo que habíamos llevado la Scenic y que Luis se torció un tobillo. La otra con Valen, Pili, Maite, Sonsi y Consu. Esa vez también hizo calor y la playa se llenó de unos peces con espinas que si uno se distraía se le clavaban en las plantas de los pies.
El año pasado mi mamá nos regaló para nuestros cumpleaños un viaje. Elegimos Montevideo. Después de casi veinticinco años volvimos solos. Caminamos por toda la ciudad, encontramos un restaurant lindísimo para festejar el cumple de Luis. Esa fue la cuarta visita.
La quinta fue esta. El tiempo estuvo increíble, paseamos por la Ciudad Vieja, recorrimos el Centenario, hicimos un picnic al borde del río, en el Cerro visitamos el Museo de la Memoria, en Carrasco jugamos a la pelota en la playa. En el hotel se la pasaban subiendo y bajando por el ascensor, hablando por teléfono y tocando los timbres.
Valen dormía con Octi y Estani; cuando les dijo que tenían que bajar a desayunar los dos le dijeron que ya estaban listos: pijama y pantuflas, pensaron que podían ir así.
Con Pili recorrimos infructuosamente bastantes negocios buscando la yerba con cannabis, hasta que en el negocio de la Plaza Zabala dos chicos con unos porros gruesos como tubos de ensayo nos dijeron que la habían sacado de la venta porque no estaba autorizada. En revancha nos trajimos entre Zyllerthal y Patricia como cinco botellas.
Una
noche los diez se organizaron, se pidieron comida y rancharon en una de las
cuatro habitaciones que habíamos ocupado. Mientras, con Luis volvíamos al
restaurant del año pasado.
En el barco de vuelta todo el tiempo se me cruzaban imágenes de las veces anteriores: la que jugaba al hockey con la hija, la del novio con ocho hermanos, el calor de Carrasco, las espinas de los peces. Se me cruzó también la idea de que un buen modo de conocer a la gente es preguntarles si les gusta o no Montevideo.
El
primer día, en una sala del museo del Cabildo mientras cuidábamos que los más
chiquitos se portaran lo mejor posible, Luis se me acercó y me preguntó “¿Viste cuál es el verdadero nombre de la
ciudad?”.
Antes de que me contara cuál era leí en su cara que venía algo grosso, “San Felipe de Montevideo” me dijo y me señaló con la mano un mapa viejo donde podía comprobarlo.
Antes de que me contara cuál era leí en su cara que venía algo grosso, “San Felipe de Montevideo” me dijo y me señaló con la mano un mapa viejo donde podía comprobarlo.
Ahí
entendí todo.