Hoy fui al Campo, a jugar un partido que sabíamos que iba a ser una goleada segura, la incógnita era cuántos goles nos clavaban. Fueron 5, fueron un montón pero no fueron tantos.
Antes de entrar en la cancha de cemento corrí un rato por la cancha grande, donde dábamos el test de los 12 minutos y teníamos que gritar un número para que nos fueran contando las vueltas. Mientras corría respiré bien hondo: además de la niebla me entró en los pulmones el olor a pasto, el mismo de mis dieciseis años cuando perdía los zapatos en los lockers del vestuario y Coni me retaba pero me ayudaba a buscarlos.
Después vinieron los goles y el cemento me quemó la rodilla. Este fue mi primer jardín, o el último.
El miércoles terminamos con Patricia de dar el seminario de novela corta. En realidad la que terminó de darlo fue ella, no solo porque me fui antes porque si no llegaba tarde a mi fulbito de los miércoles sino también porque la mayor parte de las clases Patricia hablaba y yo escuchaba y aprendía, además de reforzar lo que sospeché desde siempre: que no me gusta nada explicar narrativa.
Creo igual que me salieron bastante bien esas lecturas alrededor de relatos disparatados, truculentos, moralizantes, graciosos, rodeados todos ellos por marcos que armaban otras historias en las que las personas se juntaban a divertirse, a contarse cuentos.
Gran cantidad de estos encuentros se llevaban a cabo en espacios al aire libre, en los jardines se narraban las historias, los jardines cobraban sentido en sí mismos.
Y algunas colecciones llevan la palabra jardines o algo similar en el título.
El jueves al mediodía preparamos polenta con Consu para todos los que se tenían que ir a la escuela. Ni yo ni Pili que estaba en casa porque tenía que estudiar, teníamos ganas de comerla, entonces la invité a almorzar afuera; Valen volvía de trabajar a las 2 y media, la invité también.
Fuimos a una hamburguesería cerca de casa que a las dos les gusta mucho y a la que yo había ido una sola vez: el día que le pregunté a Fabiana sobre las posibilidades de la morfina para mamá.
Y el jueves, mientras esperaba el pedido sentada en el mismo banco que aquella vez, mientras Valen y Pili ocupaban una mesa en la vereda soleada, me imaginé que el lugar tenía un jardín. Imaginé también que en esa conversación acerca del fin de las vidas de las personas que queremos tanto, nos habíamos refugiado con Fabi entre plantas de hojas verdes a las que el otoño recién empezado aun no había logrado conmover en absoluto.
En ese mismo jardín imaginado comí el jueves con mis dos hijas mayores, ahora con el sol iluminando una versión de Valen similar a las de hace ocho o nueve años atrás. Ahí nos informó como si fuera lo más normal del mundo, que en menos de un mes se va de paseo a Sudáfrica.
Y yo después de un primer enojo solo quedé con la certeza, una vez más, de que son mujeres grandes, dueñas de sus vidas y de sus decisiones.
Por suerte.
El sábado pasado al mediodía me senté con los tres varones al borde de la pileta. El día anterior había venido el jardinero a cortar el pasto y a podar un árbol que ya estaba demasiado alto, tanto que llenaba el jardín de sombra en cualquier momento del día.
Ese mediodía de sábado, no sé si sería por el sol que pegaba en el agua ya verde, o porque se habían aburrido de que les leyera un libro de una bruja, me empezaron a preguntar cosas de Felipe: cuántos años tendría, si había ido a la escuela de ellos, si le gustaba dibujar.
Les conté todo de vuelta: que le encantaba 100% lucha, que una vez habíamos ido al canal a ver cuando grababan el programa, que jugaba con unos bloques que no eran legos, que no le gustaba dibujar tanto como a ellos, que había estado una semana internado, que Sonsi era bebita, que yo estaba embarazada de Consu.
Les dije también que cada uno de ellos tenía algo de él, que era cariñoso como Toto, inteligente como Estani y medio gruñón pero muy bueno como Octi.
Después, nos distrajimos mirando un pájaro que buscaba las ramas del árbol que le habían cortado y las hermanas los llamaron a los tres a poner la mesa.
Una más, pero del jardín de Loli y Toto. Una tarde que jugaba Argentina las maestras pidieron que fuéramos puntuales a buscar a los nenes y no cuando se acabara el partido, que era media hora después del horario de salida.
Ahí nos acordamos del Mundial de 2006, cuando Felipe vio el partido que Argentina perdió contra Alemania en una tele que había en la sala de música del jardín. Cuando salió le preguntamos si había estado divertido ver el partido en el jardín con sus amigos y sus maestras y nos contestó que sí, pero que los jugadores se veían dobles.
Siempre que hay mundial nos acordamos de las mismas historias de 2006: ese partido contra Alemania, los jugadores que venían con las tapitas de Coca que Luis buscaba en los chinos de Coghlan y de algunas cosas más. No muchas.
El Mundial me trasladó también hasta los jardines de San Petersburgo o Leningrado. Los del Palacio de Verano, los del Campo de Marte. Y con esos jardines a tantas historias que podría contar: una, por ejemplo, protagonizada por un mamut.
Pero me acuerdo de que contarlas no sirve casi para nada; ni siquiera para que me hagan menos goles y entonces me las olvido.
La canción porque me lastimé la rodilla, porque me animé a abrir el garage de Plaza y porque Uruguay sigue adelante.