Cada octubre se muere mi abuela,
se muere Corina,
se muere Néstor en la tele.
Cada octubre se cae la última
mandarina del árbol
mientras van saliendo los azahares
para el próximo otoño.
Cada octubre como alcauciles y en algún
lado
siempre se me mezcla su olor con el de la pintura fresca:
la del sanatorio donde se murió mi
abuela,
la de los pintores en casa en 1987,
la del instituto esta semana.
Cada octubre nacen mis gemelos y llueve
afuera
mientras espero
poder levantarme de la cama
para ir a verlos a neo donde están
conectados a
aparatos
pero para vivir,
no como Felipe
que también estaba internado entre
cables cuando
lo íbamos a ver después de lavarnos
las manos
con desinfectante,
igual que antes de alzar a Octi y a
Estani
pero no.
Este octubre como alcauciles,
explico en clase cómo el primer verso
de Filomena
“Dulcísima de amor, ave engañada”
se parece tanto a cualquier verso de
Góngora;
gano un concurso de relatos en twitter
que organizan las Abuelas
y me acuerdo de la primera
vez que gané un concurso de poesía; era en
el Cole,
también en octubre,
y me enteré que había ganado el mismo día que se
moría Corina.
Este octubre no se muere nadie,
solo espero
que se revienten mis ampollas,
que llegue el día de la madre,
que los chicos cumplan nueve años,
que Sonsi y Maitu se hagan aritos en la
nariz,
que cambie el gobierno,
y que se lleven un árbol tirado en la
vereda al que la lluvia desgarró una de estas noches.
Mientras, se acaban los alcauciles y
Filomena,
el cuerpo en soledades consumido,
el cuerpo en soledades consumido,
se transforma en ruiseñor.