miércoles, 30 de noviembre de 2016

Canteros



Tenía  para contar que Maite tuvo que ponerse anteojos, que en la sala de espera del oculista había un nene chiquito jugando con una pistola de juguete; que descubrí Untappd: una aplicación buenísima para el celu sobre cervezas; que los más chiquitos le construyeron una casa a Hugo que parece un refugio para la Pachamama; que compré unas IPAS negras artesanales y el chico que me las vendió me explicó que las hacía una pareja que además era especialista en plantas carnívoras. Ahora pasó mucho tiempo y la mitad de las cosas me las olvidé y ya no podría escribir ni dos renglones sobre ellas.

Hay una mujer que desde hace unos meses pasea por las veredas con unas regaderas y unos bidones de agua. Al mismo tiempo muchos de los canteros de la cuadra que rodean los árboles aparecieron arreglados con unos hilos sostenidos por unos pedazos de cañas. Nuestro cantero era un desastre, sobresalían las raíces, las cacas de los perros tapaban todo y estaba lleno de pedazos de piedras de la vereda rota. Hace más o menos un mes, ví a la mujer  regando el árbol de unos vecinos y le pregunté si nos podía arreglar el cantero. “Ahora no puedo” me contestó “pero en unos días puedo empezar; tengo que conseguir unas cañas” “Te doy unas que tengo yo” le dije. Me agradeció. Desapareció por un tiempo; pensé que habría usado las cañas para otra cosa.
Pero un día tocó el timbre; nos quería pedir permiso para levantar unas baldosas que estaban cerca del árbol. Se lo dimos. Levantó las baldosas y se puso a trabajar en el cantero. Removió la tierra con una pala, trajo compost y plantas de su terraza y armó el borde con el hilo y los pedazos de cañas. Me avisó que lo hacía por el barrio, que no cobraba nada pero que después cobraba el mantenimiento.
Cada vez que los más chiquitos la veían en el árbol salían al balcón y conversaban a los gritos con ella. “Hay que tenerles paciencia a las plantas” me decía mientras me mostraba unas hojitas que eran calabazas y unas papas chiquitas que habían crecido en unas salvias. “A mí lo que me importa es que no vengan los perros” repetía yo. La última vez que le dije eso añadió “Los perros…, tenés suerte si crees que lo que vienen acá son perros, hay gente marginal, no tiene dónde ir…”, y enmudeció de golpe de un modo que logró  estremecerme.
Después siguió dándole a la tierra con la pala pero en un momento llegó a una raíz que no la dejó avanzar. “Necesitaría un martillo neumático” reflexionó “o un pico”. Me acordé que en el cuartito mágico del fondo del jardín había un pico. Lo traje pero mi nueva amiga no quería saber nada con los picos. “¿Cómo tenés un pico con los chicos? “me decía “ No, no saben que lo tenemos, además estaba desde la casa vieja, nosotros no lo compramos” “ A mi no me gustan nada, Puede salir volando una parte” aclaró. “Yo me animo” “decime dónde tengo que darle”. Y agarré el pico. Le dí con todas mis fuerzas a la raíz; hacía un rato alguien en la calle me había gritado “mirá los espejos, mami” y no había podido alcanzarlo para contestarle “el mami te lo metés en el orto”. Ahí fue mi fuerza en el pico, la que no pude gritar en el “mami te lo metés en el orto”.
Mientras, mi compañera le pedía perdón al árbol por los golpes pero lo aleccionaba con un “Estás ocupando con tus raíces los lugares de otras plantas”. Dí bastantes golpes pero la raíz no se movió. Cuando estábamos terminando le pregunté si no podía pasar a ver el jardín de casa que necesita urgente todo. “No, no”- me dijo- “yo no soy profesional. Hago esto porque me gusta y me distrae”. “Yo en realidad ilustro libros infantiles, estuve en Inglaterra hasta hace poco y ahora volví acá”.
Se quedó un rato más cortando una enredadera que dejó para que se envolviera en el tronco. Ahí justo llegaron los chicos del jardín y Toto y Loli se quedaron un rato hablando con ella. “Bueno, ahora los dejo porque me tengo que ir a dibujar monstruos” se despidió.

Me imaginé unos monstruos que tomaban cerveza IPA negra y dejaban sus excrementos en canteros de plantas carnívoras mientras que una enredadera con una armadura de espejos retrovisores venía con un pico a poner orden.
La próxima vez que vea a mi amiga jardinera le voy a proponer si quiere que hagamos una historia juntas: yo la escribo y ella dibuja.






miércoles, 2 de noviembre de 2016

Negocios




Ya hace casi un mes. Un sábado. Volvió Pili de Bariloche. “Tuve fiebre gede” fue lo primero que dijo cuando bajó del colectivo. Casi siempre escucho que gede lo usan como sustantivo, pero esta vez Pili claramente estaba adjetivando. Y aunque no sé qué significa la palabra entendí que había tenido mucha fiebre. Durmió todo el día. El domingo siguió tosiendo, el sentido común que martilla mi cabeza cada vez que pienso en estos viajes de egresados a Bariloche resumido en la letanía: “salen en bolas, se cagan de frío, no duermen nada” apuntaba que podía tener neumonía. Cuarenta y ocho horas después de haber bajado de ese colectivo - conducido a la ida por choferes que no pasaron un control antidoping en medio de la ruta -no tenía fiebre gede pero tenía algo más de 37. A la noche se fue a una guardia. Quedó sola luego de averiguar que los mayores de 16 años podían atenderse por su cuenta sin ningún adulto responsable mientras nosotros llevábamos y traíamos criaturas de un lado al otro como cualquier día normal. A la hora me mandó un mensaje que estaba volviendo caminando y que le habían recetado antibióticos. La recogí por el camino para ir directamente a la farmacia a comprar sus medicamentos. En la primer farmacia que paramos el vendedor antes de leer la receta me dijo: “Ese remedio no tenemos”, “¿Ningún antibiótico hay?” le pregunté, “no”, contestó, “se los llevaron todos”. Me imaginé hordas de madres y padres de adolescentes recién vueltos de Bariloche saqueando los estantes de todas las farmacias de la ciudad para las bronquitis de sus hijas e hijos. Volví al auto en el que esperaban Pili y Consu. Fuimos a otra farmacia un poco más alejada. Estaba vacía, detrás del mostrador esperaban seis o siete vendedores, todos con camisas celestes y la mayoría con el pelo blanco aunque no eran ancianos. Le pregunté al que tenía más cerca si atendían DOSUBA, se quedó quieto, se dio vuelta y le preguntó al que estaba al lado “¿Atendemos DOSUBA?”, éste le preguntó a otro y así sucesivamente hasta dar con una vendedora mujer que respondió “Sí, atendemos”. Le dí entonces la receta; el primer vendedor se la quedó leyendo un rato largo, le pasé el carnet y el DNI de Pili; el hombre se lo va pasó al de al lado hasta una vez más llegar a la vendedora que asintió; el vendedor que me había tocado en suerte empezó a tipear los datos y leyó la receta por vigésima vez, y por vigésima vez se la mostró a otro. Con una sonrisa me marcó la receta con su dedo”Falta la fecha”.  “No importa” le contesté, en diez minutos traigo la receta arreglada. “Tiene que ser con la misma tinta” insistió. Pero yo ya había huido despavorida. No iba a volver pero Pili me convenció “perdiste media hora, por lo menos consigamos el antibiótico”. En realidad ella había salido de la guardia enamorada del médico que la había atendido, por eso quería ir a verlo otra vez para que le pusiera la fecha en la receta. Pero la receta se la transcribieron en la recepción y después se la llevaron a otro médico –la guardia había cambiado- para que se la firmara y sellara. Otra vez a la farmacia y, aunque esta vez estaba llena de gente, en cinco minutos ya estaba haciendo la cola en la caja. Pagué, salí a la calle apretando entre los dedos la caja  de Amoxidal clavulánico como si fuera una medalla de oro a la valla menos vencida. Pili lo pudo empezar a tomar esa misma noche para curarse el síndrome Bariloche, el de “salen en bolas, se cagan de frío, no duermen nada” entre otros excesos.

II

La semana pasada. Sonsi y Ruli necesitaban zapatillas, la abuela se las regalaba para sus cumples pero las tenía que llevar yo a que se las compraran. Ya habían pasado dos meses y medio y a las zapatillas que estaba usando Sonsi se le había despegado la suela así que una tarde cuando volvieron del cole nos fuimos las tres en busca de las zapatillas nuevas. Como siempre también vino Consu, y Loli y Toto. Cuando terminamos en el negocio de las zapatillas, en el que estuvimos casi cuarenta minutos, paramos en una librería cerca de casa porque Consu quería regalarle un libro a una amiga. Los dejé a todos en el auto y bajé con Consu. Diluviaba. Yo llevaba puestos unos zapatos cuya suela está peor que la de las zapatillas viejas de Sonsi. Ni bien bajé del auto me patiné. Me levanté rápido y entramos a la librería. Ya la conozco, es una de las dos librerías a las que voy siempre. La atiende el dueño, Consu se fue a mirar los libros infantiles y yo me quedé con el hombre preguntándole por un libro que quiero conseguir hace un tiempo sobre la historia de los clubes de fútbol. Mientras me lo buscaba en la compu entró un chico de no más de veinte años. Me llamó la atención porque venía caminando con ojotas en el medio del diluvio -se podría haber caído como yo hacía un rato, y porque tenía los labios pintados de un color rosa que parecía de los maquillajes de juguete. Recorrió un rato las mesas. Consu no se decidía entre tres libros, se acercó a la caja para ver cuánto salían y decidir a partir del precio. De repente escuché que el chico le preguntaba al hombre “¿Tenés algo de Góngora?” “¿Qué de Góngora?” le respondió, “No sé” lo que tengas siguió el muchacho “Sonetos o cualquier cosa”.  “No me sale nada” siguió el pobre hombre, “algo de Losada pero no veo qué”.  “Es un poco difícil conseguir” me escuché decir a mi misma y los dos se dieron vuelta “Sí, sí” decía el librero “Igual acá veo Soledades pero no hay nada”. “Si te interesa Góngora te puedo prestar algo” seguí diciendo yo. “No, no importa” dijo el chico de los labios rosas “es que me mudé hace poco acá cerca” “Ah” dijimos con el hombre sin entender demasiado la relación entre Góngora y la mudanza. “Si no probá en Puan, ahí tienen fotocopias de todo” le aconsejé cuando ví que ya se iba. Antes de irse nos agradeció y se fue repitiendo “No importa, busco en internet o en mercado libre". Consu eligió el libro más barato, antes de pagar le dije al hombre “Qué suerte porque están tan caros los libros”. “Sí” me contestó “van a lograr que la gente no lea más, que se quede en su casa viendo televisión”. “Y sí” me despedí yo “con excepción de estos chiflados que leen a Góngora”. Cuando salimos los que se habían quedado en el auto estaban a los gritos porque habíamos tardado mucho. Consu explicó “Tardé en elegir un libro y además mami se encontró con un chico que buscaba a Gongóra”. Acentuó así. Seguía diluviando, las ventanillas del auto estaban empañadas. Y se había hecho de noche. Arranqué y nos fuimos rápido a casa.
Negocios raros a menos de diez cuadras.