I
Ya hace casi un mes. Un
sábado. Volvió Pili de Bariloche. “Tuve fiebre gede” fue lo primero que dijo
cuando bajó del colectivo. Casi siempre escucho que gede lo usan como
sustantivo, pero esta vez Pili claramente estaba adjetivando. Y aunque no sé
qué significa la palabra entendí que había tenido mucha fiebre. Durmió todo el
día. El domingo siguió tosiendo, el sentido común que martilla mi cabeza cada
vez que pienso en estos viajes de egresados a Bariloche resumido en la letanía:
“salen en bolas, se cagan de frío, no duermen nada” apuntaba que podía tener
neumonía. Cuarenta y ocho horas después de haber bajado de ese colectivo -
conducido a la ida por choferes que no pasaron un control antidoping en medio
de la ruta -no tenía fiebre gede pero tenía algo más de 37. A la noche se fue a
una guardia. Quedó sola luego de averiguar que los mayores de 16 años podían
atenderse por su cuenta sin ningún adulto responsable mientras nosotros
llevábamos y traíamos criaturas de un lado al otro como cualquier día normal. A
la hora me mandó un mensaje que estaba volviendo caminando y que le habían
recetado antibióticos. La recogí por el camino para ir directamente a la
farmacia a comprar sus medicamentos. En la primer farmacia que paramos el
vendedor antes de leer la receta me dijo: “Ese remedio no tenemos”, “¿Ningún
antibiótico hay?” le pregunté, “no”, contestó, “se los llevaron todos”. Me
imaginé hordas de madres y padres de adolescentes recién vueltos de Bariloche
saqueando los estantes de todas las farmacias de la ciudad para las bronquitis
de sus hijas e hijos. Volví al auto en el que esperaban Pili y Consu. Fuimos a
otra farmacia un poco más alejada. Estaba vacía, detrás del mostrador esperaban
seis o siete vendedores, todos con camisas celestes y la mayoría con el pelo
blanco aunque no eran ancianos. Le pregunté al que tenía más cerca si atendían
DOSUBA, se quedó quieto, se dio vuelta y le preguntó al que estaba al lado
“¿Atendemos DOSUBA?”, éste le preguntó a otro y así sucesivamente hasta dar con
una vendedora mujer que respondió “Sí, atendemos”. Le dí entonces la receta; el
primer vendedor se la quedó leyendo un rato largo, le pasé el carnet y el DNI
de Pili; el hombre se lo va pasó al de al lado hasta una vez más llegar a la
vendedora que asintió; el vendedor que me había tocado en suerte empezó a
tipear los datos y leyó la receta por vigésima vez, y por vigésima vez se la
mostró a otro. Con una sonrisa me marcó la receta con su dedo”Falta la
fecha”. “No importa” le contesté, en
diez minutos traigo la receta arreglada. “Tiene que ser con la misma tinta”
insistió. Pero yo ya había huido despavorida. No iba a volver pero Pili me
convenció “perdiste media hora, por lo menos consigamos el antibiótico”. En
realidad ella había salido de la guardia enamorada del médico que la había atendido,
por eso quería ir a verlo otra vez para que le pusiera la fecha en la receta.
Pero la receta se la transcribieron en la recepción y después se la llevaron a
otro médico –la guardia había cambiado- para que se la firmara y sellara. Otra
vez a la farmacia y, aunque esta vez estaba llena de gente, en cinco minutos ya
estaba haciendo la cola en la caja. Pagué, salí a la calle apretando entre los
dedos la caja de Amoxidal clavulánico
como si fuera una medalla de oro a la valla menos vencida. Pili lo pudo empezar
a tomar esa misma noche para curarse el síndrome Bariloche, el de “salen en bolas,
se cagan de frío, no duermen nada” entre otros excesos.
II
La semana pasada.
Sonsi y Ruli necesitaban zapatillas, la abuela se las regalaba para sus cumples
pero las tenía que llevar yo a que se las compraran. Ya habían pasado dos meses
y medio y a las zapatillas que estaba usando Sonsi se le había despegado la
suela así que una tarde cuando volvieron del cole nos fuimos las tres en busca
de las zapatillas nuevas. Como siempre también vino Consu, y Loli y Toto. Cuando
terminamos en el negocio de las zapatillas, en el que estuvimos casi cuarenta
minutos, paramos en una librería cerca de casa porque Consu quería regalarle un
libro a una amiga. Los dejé a todos en el auto y bajé con Consu. Diluviaba. Yo
llevaba puestos unos zapatos cuya suela está peor que la de las zapatillas
viejas de Sonsi. Ni bien bajé del auto me patiné. Me levanté rápido y entramos
a la librería. Ya la conozco, es una de las dos librerías a las que voy siempre.
La atiende el dueño, Consu se fue a mirar los libros infantiles y yo me quedé
con el hombre preguntándole por un libro que quiero conseguir hace un tiempo
sobre la historia de los clubes de fútbol. Mientras me lo buscaba en la compu
entró un chico de no más de veinte años. Me llamó la atención porque venía
caminando con ojotas en el medio del diluvio -se podría haber caído como yo
hacía un rato, y porque tenía los labios pintados de un color rosa que parecía
de los maquillajes de juguete. Recorrió un rato las mesas. Consu no se decidía
entre tres libros, se acercó a la caja para ver cuánto salían y decidir a
partir del precio. De repente escuché que el chico le preguntaba al hombre “¿Tenés
algo de Góngora?” “¿Qué de Góngora?” le respondió, “No sé” lo que tengas siguió
el muchacho “Sonetos o cualquier cosa”. “No
me sale nada” siguió el pobre hombre, “algo de Losada pero no veo qué”. “Es un poco difícil conseguir” me escuché decir
a mi misma y los dos se dieron vuelta “Sí, sí” decía el librero “Igual acá veo Soledades pero no hay nada”. “Si te
interesa Góngora te puedo prestar algo” seguí diciendo yo. “No, no importa” dijo
el chico de los labios rosas “es que me mudé hace poco acá cerca” “Ah” dijimos
con el hombre sin entender demasiado la relación entre Góngora y la mudanza. “Si
no probá en Puan, ahí tienen fotocopias de todo” le aconsejé cuando ví que ya
se iba. Antes de irse nos agradeció y se fue repitiendo “No importa, busco en internet
o en mercado libre". Consu eligió el libro más barato, antes de pagar le dije
al hombre “Qué suerte porque están tan caros los libros”. “Sí” me contestó “van
a lograr que la gente no lea más, que se quede en su casa viendo televisión”. “Y
sí” me despedí yo “con excepción de estos chiflados que leen a Góngora”. Cuando
salimos los que se habían quedado en el auto estaban a los gritos porque habíamos
tardado mucho. Consu explicó “Tardé en elegir un libro y además mami se
encontró con un chico que buscaba a Gongóra”. Acentuó así. Seguía diluviando,
las ventanillas del auto estaban empañadas. Y se había hecho de noche. Arranqué
y nos fuimos rápido a casa.
Negocios raros a menos de diez cuadras.
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