viernes, 13 de octubre de 2017

Octubre








Ya estamos casi en la mitad de octubre y todavía no comí alcauciles. Cuando tenía siete años algún día después del día de la madre se murió mi abuela. Se fueron todos al cementerio y yo me fui a la casa de mis otros abuelos. Había alcauciles para almorzar. Desde ahí que los alcauciles quedaron directamente ligados con el mes de octubre, con el sol que empieza a pegar más fuerte en el momento más alto de la primavera y con las personas  y el tiempo que se van yendo.

Este octubre lo empecé en el medio de la oscuridad; llegando a Luján después de caminar todo el día. Salimos a la mañana desde Liniers, con Ceci y María que ya una semana antes, después de unos cuantos piscos sours, me había dado el dinero para que la anotara. El camino estuvo increíble: como siempre nos reímos, nos cansamos, nos encontramos con gente, contamos historias. María había llevado  una batería de productos para las ampollas: vendas, siliconas, curitas y también cosas raras para comer como almendras y dátiles. Ya de noche me quedé sola en la peor parte, en la que no hay nada, ni luz. Caminé sola un rato largo hasta que alcancé a otros amigos. Caminé sola pero no tanto: más temprano había seleccionado veinte personas que quiero muchísimo para que me acompañaran x wa. Algunas me mandaron mensajes lindísimos y otras me fueron contando historias conjurando la soledad y el cansancio. Pili me escribió que si afrontaba la peregrinación con la fuerza con la que afrontaba la vida llegaba seguro. Mientras les estaba leyendo ese mensaje a unos amigos me llevé puesto un lomo de burro justo con una uña que se me estaba saliendo, pensé que me caía ahí y quedaba y me dio mucha risa.
En Luján, cuando llegué a la plaza, me acordé de este enero en el que fuimos con mi mamá, mi tía y Maite. Y mamá me dijo “Seguro que este año volvés a venir caminando ¿no?”. En aquel momento le había contestado que sí tan segura que en ningún momento del camino tuve dudas de que no iba a llegar. Y antes de llegar al puesto a comerme una hamburguesa y a reencontrarme en el colectivo con Ceci y con María lloré un poco.

El mes sigue con mucho fútbol. No tengo demasiadas ganas de hacer nada, con excepción de jugar. Amistosos, torneos. Miércoles, viernes, sábados y domingos. La sensación que de haber nacido después hubiera llegado al fútbol mucho antes, hubiera disfrutado mucho más. Como Consu ahora, por  ejemplo. Me compré un par de remeras de arquera y conseguí por Mercado Libre una camiseta homenaje a Lev Yashin, toda negra con las letras CCCP. Pero por ahora no me la puedo estrenar. El domingo pasado entraba una delantera al área, venía sola, sin marca, Traía la pelota bastante adelantada, me tiré al piso para sacársela, la agarré pero la chica siguió de largo y se me cayó encima. El golpe no fue tan fuerte pero sentí como un puntazo en el cerebro que no me dejaba incorporar. Me llevé el guante a la cabeza como para amortiguar el golpe o para calmar el ardor y lo saqué todo rojo de sangre. Desde el suelo miré a la chica y le pregunté si tenía pulseras o anillos, “no, no” me contestó mientras se tapaba con una mano la muñeca de la otra. Mis compañeras de equipo se asustaron, yo intenté tranquilizarlas diciéndoles que la cabeza sangra bastante. Consu llamó a Luis desde un celular prestado y me vinieron a buscar todos en seguida. En la guardia me suturaron y me hicieron un vendaje gigante que se me salió mientras dormía. El lunes me armé yo un parche con cintas pegadas en el pelo. Ahora ya me saqué todo.

Octubre avanza con proyectos. Presentar el libro de Meneca, seguir escribiendo sobre la arquera soviética, cuadricular la ciudad en busca de lugares perdidos y otros disparates más. Menos el primero son todos delirios, por eso si se concretaran sería fantástico.
Por ahora voy a pasar el día de la madre con dos puntos en la cabeza. Mi anhelo era jugar el torneo de los domingos. Pero no va a poder ser; por la cabeza y porque los partidos se pasaron al lunes. Tengo otros anhelos para el domingo, algunos posibles y otros no. El mayor es que el día se pase rápido; ahora la tristeza que no tiene nombre es para abajo pero también para arriba porque me estoy dando cuenta de algo que me decía el otro día Diego: llega una edad en la  que la palabra huérfano ya no sirve.
 Aunque a lo mejor todo se soluciona con el sabor de un par de alcauciles.