domingo, 11 de marzo de 2018

La isla


Cruzamos la ciudad rapidísimo, jugaba Boca en la Boca pero todavía las calles estaban vacías.
Teníamos que ir a la casa de Paco.
Luis sabía perfecto cómo llegar. Yo le mostré por dónde me había perdido el día que fuimos a pintar el mural, que terminé dando vueltas alrededor de la cancha de San Telmo.
Bajamos las cosas del auto y Paco nos dijo “Vengan conmigo así se las llevan ustedes”. Caminamos rodeando la plaza donde se empezaba a armar un picadito en medio de la tierra.
En alguna vereda atrona un parlante. Me acuerdo de dos cosas: de una vez que mi mamá me llevó a pasear a la isla Maciel y llegamos justo a esa plaza, pero el sol le daba distinto porque era invierno.
Y me acuerdo también de ese día tardísimo con Xime cruzando Santiago del Estero, entrando en cada uno de los pueblos en los que creíamos que ibamos a poder pasar la noche y en los que sonaba la misma música en las calles que ahí, en la isla.

Maximiliano tiene un mes y medio, es diminuto. No lo alzo pero creo que si me lo pongo en el antebrazo no llega a ocupar todo el espacio entre el codo y la muñeca.
Está durmiendo en un huevito que está subido arriba de algo que parece una mesa, custodiado por perros que juegan y levantan polvo.
Ni bien entramos a su casa nos rodean un montón de nenas. Una tiene una gata muy chiquita, nos la ofrece, “tiene pulgas” nos dice y se mata de risa. Otra de las nenas tiene algo blanco en el pelo, pienso que son liendres, como a veces tienen Consu o Lolita, pero no, es algo que se le pegoteó, crema o tal vez plasticola.
Al lado de Maximiliano hay un cochecito de bebé, ahí duerme Milagros, su hermana melliza. Ella pesó dos kilos cuatrocientos me cuenta la mamá; él, uno setecientos. Como Estani pienso.
Yo mientras hablo con Maira, la hermana de Maximiliano y de Milagros, me cuenta que tiene tres hermanos más, le pregunto si son las que están por ahí, me dice que no, que esas son sus vecinas, que sus hermanos se fueron con la abuela.
Ellos tienen diez le dice Paco a la mamá y te trajeron un cochecito para que entren los dos. Le explicamos cómo armarlo. Le pregunto si les pudo dar la teta pero no escucho la respuesta, solo siento que el caucho de la cancha en la que jugué hace un rato me empieza a lastimar adentro del corpiño.
"Nacieron prematuros", me cuenta, y me señala a la beba; “Ella se podía ir antes del hospital pero preferí que se quedaran los dos ahí”, como Estani con Octi vuelvo a pensar.
Saludamos y salimos a la calle, en el camino hacia la puerta entiendo que no es ni como Estani, ni como Octi, ni como Toto ni como Loli ni como ninguno de los seis restantes.
Mis hijos e hijas tienen su casa, tienen sus camas, tienen su leche todos los desayunos y su fruta cuando terminan cada almuerzo o cada cena.
Ni mis hijos ni mis hijas hicieron algún mérito especial para tener esas cosas, solamente tuvieron suerte al nacer. Como yo, o como tantos. Que vamos a la isla Maciel de visita guiada o a llevar lo que nos sobra sin darnos cuenta de que nos sobra casi todo.

Volvemos con Paco a su casa, nos cuenta que a la mañana la policía mató a un pibe con el patrullero, que va a tener que ir a ver a la familia.
Nos quedamos tomando mate los tres un rato largo, después él se va a dar misa y nosotros emprendemos la vuelta.
El sol le da de un modo al Riachuelo que hasta parece limpio. La Boca se va llenando de hinchas con camisetas multicolores.
Y, mientras cruzamos el puente pienso que ojalá que a ese bebito que debe seguir durmiendo tranquilo en un huevito que le queda gigante a su kilo setecientos, no lo mate un tiro por la espalda antes de cumplir los quince.

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