Veía estas cúpulas desde un balcón
mientras esperaba que mi mamá se muriera.
Era la tercera vez que esperaba que
alguien se muriera y volvía a pensar lo mismo de siempre: que tal
vez había habido un error, que se habían equivocado, que iba
a suceder un milagro.
Y después me acordaba de que era la
tercera vez que me pasaba, que los milagros no existían.
Pero esa vez era distinto, estaban
estas cúpulas y podía pasarme la mayor parte del tiempo adivinando
a qué edificios pertenecían, era una forma de entretenerme.
Cuando venían las visitas los llevaba
de paseo al balcón y les mostraba la parte de arriba de todos esos
edificios, de todas esas terrazas. Después les contaba que mamá
estaba muy mal, que se moría.
Iban muchas visitas.
Los últimos días ya no
entraba a la habitación, me la pasaba sentada afuera, mirando las
cúpulas.
A Valen, a Pili y a Maite
no les gustaba tanto quedarse en el balcón, ellas se quedaban
adentro del cuarto, llevaban apuntes de la facultad y leían ahí o
se la pasaban mirando los celulares.
Se quedaron todo el
tiempo al lado de su abuela.
Solo salían cuando
entraban las enfermeras.
Ahora pasó un año.
Sumo un día más a los
aniversarios de mierda que cruzan mi vida.
365 días en los que no
sucedieron tantas cosas.
Pili se cambió de
carrera y en unos días se va a Cuba con Valen que se hizo un tatuaje
en el brazo.
Octi y Estani aprendieron
a escribir en cursiva, ahora están bien distintos, sobre todo por el
pelo; a Estani se lo sigue cortando Luis y a Octi lo llevé a Prana.
Octi va a empezar fútbol y Estani está aprendiendo a tocar el
cello.
Toto sigue haciéndose el
bobo, Loli está preciosa.
Sonsi está haciendo el
curso de ingreso y va sola en colectivo.
Consu está igual que
siempre, hace las compras, cocina, juega al fútbol, le van a dar un
solo en la orquesta.
Ruli nos enloquece a
todos, no quiere ir más a piano, tiene una amiga nueva.
Maite dejó el violín
pero sigue super responsable.
La casa, igual de
desordenada: los manteles sin planchar, los depósitos de los baños
sin andar y las esterillas de las sillas todas rotas porque los
chicos se arrodillan y ya nadie los reta para que no lo hagan.
Y aunque seguimos todos y
todas bien juntos tengo la percepción de que en algún
lugar me quedé sola.
No sé en dónde, pienso
posibilidades ¿en las fotos de cuando era chica? ¿en los consejos
que no puedo pedir?, ¿en lo que nadie me dice que no puedo hacer?
¿en las discusiones madre-hija que tengo con Pili a cada rato?
El viernes, volviendo del
Zamorano en vez de hacer el camino normal pasé por el Once, fue sin
darme cuenta. De repente, me crucé con todas estas cúpulas pero las
ví de abajo.
Unas estaban rodeadas por
andamios, no parecían de arreglos sino de prevención por si se caía
el revoque para abajo.
Pensé que por lo menos
hace un año las torres se veían lindas, cuidadas, pensé que los
andamios hubieran sumado tristeza a la tristeza, pena a la pena.
Ayer, sábado, me desperté temprano, llevé a Sonsi, a Viole, a Solange y a Manu al CNBA; volví a casa y me dormí de vuelta dos o tres horas más.
Me pelée con Pili, me metí en la pileta con el agua helada, empecé a leer el libro de Bulgákov, fuimos con Luis al barrio chino a comprar atún rojo, me tomé dos cervezas de las que me regalaron para mi cumple.
En el medio jugué un
partido, contra las que iban primeras, que tenían a la goleadora,
que venían de ganar 10 a 0, que estaban invictas.
Para mí era obvio que
íbamos a ganarles y que le iba a dedicar el triunfo a mi mamá.
Me clavaron tres goles,
perdimos. Creo que ninguno fue
culpa mía.
La culpa fue que no me acordara de que los milagros no
existen.
Y se acabó el día.