lunes, 31 de diciembre de 2018

Hambre






El sol de enero, sola en Montevideo. Mirando los edificios desde el río que nunca se hace profundo. Después la mujer que tomaba agua en la canilla de un parque mientras me contaba que se le había muerto un hijo y que por eso ahora caminaba todos los días hasta el Buceo.

Las cervezas de enero, en Olivos, después de los partidos de los viernes a la noche.

El sol de febrero en Quequén, el fin de semana largo que nos juntamos los 12, que nos sacamos una foto en la playa, que hacía mucho que no coincidíamos.

Las cervezas de marzo, las innumerables botellitas de mi cumple y las botellas de regalo.

El sol de abril, el de la Pascua en la isla Maciel, ese día que almorzamos con Noelia, las nenas y sus mellizos. El día que una de las nenas miró las Adidas de Sonsi y a mí me dio vergüenza. El sol que siguió brillando cada domingo arriba del Riachuelo cuando cruzábamos hasta el sábado pasado en el que terminamos con los ojos llenos de lágrimas. El abrazo fuerte con Luis, la sensación de ver cumplirse su proyecto.

El sol de mayo, en Montevideo, ahora con Luis, viendo a Eté y los Problems, yendo en bici a Carrasco.

Las lluvias de mayo, que hicieron que se suspendieran los partidos que no podía jugar porque una patada me había sacado el dedo de lugar.

El diluvio de julio en Montevideo, los tres días que recorrimos los 11 la ciudad bajo la sudestada y que conocimos lugares que nunca antes habíamos visitado.

Las cervezas de todos colores La Ipa negra que descubrimos con Coni el día que me agarró un ataque de tos. La que nos tomamos con Ceci una semana antes de ir a Luján para planear además de la caminata un futuro posible para todes después de haberme animado a abrir el garage de Plaza en el que encontré mi libro de Pinocho.

Las de los martes en Grun, las latas que nos regalaron cuando ascendimos y nos tomamos en casa cantando Cebollitas subcampeón. 
Las cervezas que siempre recuerdan que se puede cambiar de vida.

La lluvia que caía casi todos los sábados a la mañana, la que mojaba a Sonsi, a Manu y a Solange cuando se bajaban del auto y yo los despedía con un beso y les deseaba suerte.

El sol de la tarde que tirábamos las botellas de vino picado en el container de Plaza con mi hermano. Los primos y las primas que compartieron quince días como si estuvieran juntos todo el tiempo. Los trámites. Las risas.

Las cervezas que tomamos con Patricio antes de ir a dar clase y antes de tomar examen, que me dejaban con la sensación de que podríamos habernos quedado hablando veinte horas más porque seguimos compartiendo tanto.

Las cervezas que no nos tomamos con Xime, el viaje a las Altas Cumbres que nos quedó pendiente o que cambiamos por volver caminando del Instituto hasta nuestras casas algunas noches.

El diluvio que inundó los placares, que arrasó con la ropa de los chicos y con las carpetas del jardín.

Mis botines nuevos, mis guantes nuevos, mis rodilleras y mis coderas. Después, me desgarré. 
Los otros guantes, los de Yashin, que esperan el día que puedan salir a jugar.

El diluvio que empapó a las pibas el día que los senadores decidieron que siguieran muriendo mujeres que no pueden comprar el misoprostol en la farmacia de la esquina.

El sol de agosto, en San Nicolás. Subiendo una escalera caracol, con las botas que me pesaban cinco toneladas cada una, con el músculo que no terminaba de desgarrarse, con el hospital que nunca ví aunque le tuve que haber pasado por al lado. Con el hombre del juzgado al que le conté que justo iba ese día porque Felipe hubiera cumplido 18, porque había sol iluminando el Paraná y porque alguien me estaba cuidando. Y el del otro día cuando se volvió a desbocar el jabalí, con sus colmillos ensangrentados.

El diluvio que cayó la noche que fuimos a comer al Santa Evita con Paco, que mirábamos caer riéndonos los tres y bajo el que después Paco se fue en su moto.

El sol que nos pegó de frente toda la caminata a Luján, el que nos insoló un poco, el que quemaba el asfalto cuando hablaba con Enru de tantas cosas, el que nos encandiló cuando en La Reja nos abrazamos con María que nos estaba esperando espléndida para seguir con nosotras con su carterita de NY colgando del hombro.


Las cervezas que tomamos la otra noche con Patricia y con Meneca, cambiando nuestros almuerzos de los martes por un bar al atardecer.

Sol, lluvia, cervezas, Vero. El día que dejó todo lo que estaba haciendo porque la llamé llorando y una vez más se sentó conmigo a escucharme. Más todo el resto de los días que nos reímos tanto.

El sol que iluminó todo el año a mis hermosos hijas e hijos a pesar de la lluvia del día de la madre. Las banderas, los egresos, los dientes que se cayeron, Pili el día que fuimos a ver Petróleo, Valen cuando una vez más, como siempre, se puso las situaciones al hombro, Maite, su fiesta y su calma, Sonsi y su esfuerzo, Consu y Ruli en el Palmar, Estani el día de su clase abierta de cello, Octi y sus dibujos, Lolita y Toto que cerraron 18 años de jardín y que junto con Sonsi que terminó séptimo nos recordaron que este año nadie termina la secundaria.

Y, como me escribió Luis el otro día un verso de nuestro grupo preferido de 2018, después de haberlo visto ya no en Montevideo sino en Barracas, medio mareados porque nos dieron cerveza caliente: Al final será el hambre que nos ponga de pie.

Hambre de fútbol, de goles, de atajadas, de decisiones, de risas, de cambios de rumbo, de justicia, de amigos y amigas, de cervezas, de libros, de vida.
Que en 2019 el hambre nos ponga de pie
Ese es mi deseo.




jueves, 6 de diciembre de 2018

Dos días






Es martes. El cielo es casi un insulto, azul de tan celeste.
Otra vez caminamos entre los muertos. Otra vez miramos asombrados las cúpulas de las bóvedas, las esculturas, los ángeles, las cruces, las estatuas.
Llegamos.
Me siento en el cordón a esperar.
Los adoquines parecen pulidos por alguna máquina invisible o lavados, tal vez, por las espadas del olvido.
La espera me vuelve atrás en el tiempo.
Las memorias de otras mañanas de sol en esos pasillos me acribillan.
Enciendo el Boris, escapo a Salamina y a sus soldados.
El aire está inmóvil, vuelan los pájaros pero en silencio.
Por eso el ruido del camión cuando llega se escucha como un trueno, como un rayo que no cesa, como un heraldo negro.
Bajan los hombres con sogas que adivino inútiles, no necesitan levantar nada tan pesado ni tan grande.
En dos minutos está todo listo.
Me apoyo contra una pared que no es una pared, es la puerta de otra bóveda. A lo mejor lloramos, a lo mejor no. Solo siento que me tiembla un poco la cara.
Empezamos a caminar para irnos.
El camión retrocede, frena al lado nuestro. El chofer nos dice algo, pienso que nos mira con un poco de lástima, pero no lo sé con certeza. A lo mejor me lo estoy imaginando.
Luis se toma el subte y se va al centro.
Yo camino hasta casa. En alguna esquina me cruzo con el jabalí desbocado, con sus colmillos más ensangrentados que nunca.
A la tarde, vuelvo de Puan con Diego en el auto y así, de la nada, me cuenta una historia de Felipe.

Ahora es miércoles.
El cielo sigue furioso de azul pero no lo vemos, estamos adentro de una oficina.
Un olor a cenizas de todos los muertos del universo invade el aire.
Esperamos nuestro turno. Otra vez Salamina.
No sé por qué pienso en manos: las de Estani haciendo acrobacias en las cuerdas del cello para sacarle alguna nota, las de Loli deformadas de tanto chupárselas, las de Toto con las uñas largas y mugrientas, las de Octi dibujando mapas, escudos de fútbol y ciudades tipo Metrópolis.
Nos llaman desde un escritorio.
Mis manos dejan de ser mías.
Mis manos, las de los pulgares lastimados, las de los dedos golpeados por infinitos pelotazos, se me escapan como en un reflejo para alzar a alguien en brazos.
Pero es solo por un segundo, hasta que se dan cuenta de que no hay a quién alzar.
Nos vamos.






Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa. Caussidière por Dantón, Luis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a 1795, el sobrino por el tío. ¡Y a la misma caricatura en las circunstancias que acompañan a la segunda edición del Dieciocho Brumario!

Como farsa:

El olor insoportable, todas las personas esperando en esa oficina tapándose la nariz, abanicándose con lo que tenían a mano.
Une empleade cuyo género no pudimos descifrar pasaba de vez en cuando rociando el ambiente con un desodorante.
Una mujer que arengaba a los gritos a todos los que se llevaban las urnas con un “Ahora a hacerles una misa y en Navidad a festejar el nacimiento de Cristo y no a Papá Noel que es un invento de los gringos y de Coca Cola”.
El gobierno de la ciudad que repartía bolsas con su logo para todos aquellos que quisieran meter allí las urnas con cenizas.
El hombre que atendía al público que consideró oportuno explicarnos que los cuerpos de los chicos tardan más en ser incinerados que los de los grandes.
Una mujer que en lugar de una urna había llevado una lata de pan dulce.
Los empleados que salían de adentro del crematorio que imaginamos en un momento como zombis a cargo del lugar.
El aparato del alcohol en gel que nos poníamos a cada rato en las manos para no sentir el olor que nos quedó impregnado en la nariz durante todo el día.
Los ataques de risa que nos agarraban que nos hacía parecer unos irrespetuosos con todo el dolor de la gente ahí reunida y en realidad eran para tapar nuestro propio dolor.

De todas formas, como después le dije a mi hermano por wa, por suerte podemos seguir sacando de algún lado la capacidad de la risa.
O como le escribí a Vero, tal vez haya llegado el momento de debutar con el whisky.