Es martes.
El cielo es casi un insulto, azul de tan celeste.
Otra vez
caminamos entre los muertos. Otra vez miramos asombrados las cúpulas
de las bóvedas, las esculturas, los ángeles, las cruces, las
estatuas.
Llegamos.
Me siento en
el cordón a esperar.
Los
adoquines parecen pulidos por alguna máquina invisible o lavados,
tal vez, por las espadas del olvido.
La espera me
vuelve atrás en el tiempo.
Las memorias
de otras mañanas de sol en esos pasillos me acribillan.
Enciendo el
Boris, escapo a Salamina y a sus soldados.
El aire está
inmóvil, vuelan los pájaros pero en silencio.
Por eso el
ruido del camión cuando llega se escucha como un trueno, como un
rayo que no cesa, como un heraldo negro.
Bajan los
hombres con sogas que adivino inútiles, no necesitan levantar nada
tan pesado ni tan grande.
En dos
minutos está todo listo.
Me apoyo
contra una pared que no es una pared, es la puerta de otra bóveda. A
lo mejor lloramos, a lo mejor no. Solo siento que me tiembla un poco
la cara.
Empezamos a
caminar para irnos.
El camión
retrocede, frena al lado nuestro. El chofer nos dice algo, pienso que
nos mira con un poco de lástima, pero no lo sé con certeza. A lo
mejor me lo estoy imaginando.
Luis se toma
el subte y se va al centro.
Yo camino
hasta casa. En alguna esquina me cruzo con el jabalí desbocado, con
sus colmillos más ensangrentados que nunca.
A la tarde,
vuelvo de Puan con Diego en el auto y así, de la nada, me cuenta una
historia de Felipe.
Ahora es
miércoles.
El cielo
sigue furioso de azul pero no lo vemos, estamos adentro de una
oficina.
Un olor a
cenizas de todos los muertos del universo invade el aire.
Esperamos
nuestro turno. Otra vez Salamina.
No sé por
qué pienso en manos: las de Estani haciendo acrobacias en las
cuerdas del cello para sacarle alguna nota, las de Loli deformadas de
tanto chupárselas, las de Toto con las uñas largas y mugrientas,
las de Octi dibujando mapas, escudos de fútbol y ciudades tipo
Metrópolis.
Nos llaman
desde un escritorio.
Mis manos
dejan de ser mías.
Mis manos,
las de los pulgares lastimados, las de los dedos golpeados por infinitos pelotazos, se
me escapan como en un reflejo para alzar a alguien en brazos.
Pero es solo
por un segundo, hasta que se dan cuenta de que no hay a quién alzar.
Nos vamos.
Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa. Caussidière por Dantón, Luis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a 1795, el sobrino por el tío. ¡Y a la misma caricatura en las circunstancias que acompañan a la segunda edición del Dieciocho Brumario!
Como farsa:
El olor
insoportable, todas las personas esperando en esa oficina tapándose
la nariz, abanicándose con lo que tenían a mano.
Une empleade
cuyo género no pudimos descifrar pasaba de vez en cuando rociando el
ambiente con un desodorante.
Una mujer
que arengaba a los gritos a todos los que se llevaban las urnas con
un “Ahora a hacerles una misa y en Navidad a festejar el nacimiento
de Cristo y no a Papá Noel que es un invento de los gringos y de
Coca Cola”.
El gobierno
de la ciudad que repartía bolsas con su logo para todos aquellos que
quisieran meter allí las urnas con cenizas.
El hombre
que atendía al público que consideró oportuno explicarnos que los
cuerpos de los chicos tardan más en ser incinerados que los de los
grandes.
Una mujer
que en lugar de una urna había llevado una lata de pan dulce.
Los
empleados que salían de adentro del crematorio que imaginamos en un
momento como zombis a cargo del lugar.
El aparato
del alcohol en gel que nos poníamos a cada rato en las manos para no
sentir el olor que nos quedó impregnado en la nariz durante todo el
día.
Los ataques
de risa que nos agarraban que nos hacía parecer unos irrespetuosos
con todo el dolor de la gente ahí reunida y en realidad eran para
tapar nuestro propio dolor.
De todas
formas, como después le dije a mi hermano por wa, por suerte podemos
seguir sacando de algún lado la capacidad de la risa.
O como le
escribí a Vero, tal vez haya llegado el momento de debutar con el
whisky.
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