El viernes nos
encontramos con Vero. Era temprano, por eso habíamos decidido cambiar
las cervezas por un té verde en un patio de Palermo lleno de
plantas. Me confundí la dirección y dejé el auto a más de diez
cuadras, crucé caminando la vía por Gorriti. Nunca me dí cuenta de
que a la derecha el puente de Juan B Justo ya casi no existía más.
Con Vero planeamos futuro, proyectos e investigaciones que, pese a la
falta de cerveza, sonaron bastante convincentes. Hablamos también de
Juli y Sonsi que cierran su año de esfuerzo y de exámenes.
El sábado fuimos con
Luis a llevar a Sonsi al curso. Después seguimos viaje. Antes de
cruzar el puente hacia la isla paramos en una panadería por la Boca
y compramos unas medialunas; las calles esperaban la tarde llenas de
banderas que después se volverían inútiles.
No eran todavía las
nueve de la mañana. En el mejor lugar del puente, justo en el medio,
donde tiene un piso que bajo las ruedas del auto suena como de chapas y donde los costados se quedan sin
rejas se podía ver cómo el Riachuelo brillaba demasiado limpio
debajo de un sol tranquilo que no parecía de noviembre.
En el lado opuesto al
río, cerca de la costa llena de galpones, un bote inflable de la
prefectura cortaba el agua con una espuma marrón cruzando por detrás
de unos plásticos verdes.
Mucho Mankell pensé
cuando los ví.
En la isla Maciel tomamos
unos mates, comimos las medialunas y organizamos unas listas. Después
nos subimos a una camioneta y fuimos a recorrer las obras.
Les pedimos a los
albañiles una cinta métrica y anotamos las medidas para las camas y
para los placares. Por el costado pasaba una ruta llena de camiones
que demuestra que la isla no es una isla, porque por esa ruta se
llega directo a Avellaneda, sin agua de por medio.
Me fui contenta; dentro
de muy poco la casa va a estar terminada.
De vuelta en el puente, al atravesar
la parte enrejada, se me ocurrió que la obra había salido menos
dinero que lo que va a costar la fiesta de 15 de Maite.
Y la alegría de la
solidaridad se me fue pasando. Siempre en algún
lado todo sigue siendo injusto.
El domingo
salí caminando del campo después de jugar un partido de mierda,
trabado, perdido 1 a 0. Crucé por Cangallo y traté de imaginar ese
lugar hace casi cuarenta años cualquier tarde de invierno cuando
terminábamos de correr los doce minutos dando vueltas a la cancha
grande.
A lo lejos
se veía el puente de Viamonte, el que teníamos que usar como paso
en segundo año porque el de Cangallo estaba cerrado. Con Coni
hacíamos dedo con unos chicos que terminaban a la misma hora que
nosotras. Una vez sola nos habíamos podido subir a una camioneta; la
mayoría de las veces nadie nos paraba, teníamos que caminar entre
los galpones, los camiones que esperaban para cargar y algunas ratas
que de repente cruzaban corriendo por delante de nuestros pasos.
Me acordé
también de que una vez el puente se había empezado a abrir, habíamos
saltado para subirnos y llegar a tiempo a la clase y estuvimos a
punto de caernos. Ahora dudo si eso habrá sucedido realmente.
El
domingo el sol también iluminaba el agua pero como era casi mediodía
lo hacia de una manera un poco más fuerte que la mañana del sábado.
Por este año se acabaron los partidos en el cemento pensé mientras miraba algunos mensajes en la pantalla del celu; después, entre la gente que paseaba por puerto madero, volví a mi idea de que el tiempo lastima más cuando seguimos dando vueltas alrededor de los mismos lugares.
Por este año se acabaron los partidos en el cemento pensé mientras miraba algunos mensajes en la pantalla del celu; después, entre la gente que paseaba por puerto madero, volví a mi idea de que el tiempo lastima más cuando seguimos dando vueltas alrededor de los mismos lugares.
El lunes volviendo a casa crucé las vías por Córdoba. No me terminé de acostumbrar a que
no hay ya puente, me acordé de mi viejo que cada vez que lo agarraba
esa barrera baja volviendo de su consultorio o del Zamorano protestaba
porque en vez de subir el tren habían subido Juan B. Justo. Pensé que a lo mejor ahora se hubiera puesto contento al ver
que la barrera no lo iba a demorar más. O a lo mejor no.
Cuando
llegué a casa tenía algunos mensajes de Vero. No eran sobre
nuestros proyectos del té verde. Era una historia: Juli le había
contado que se había hecho amiga de una nena. En la conversación se dio cuenta de
que esa nueva amiga de Juli era la hija de Paula, una super amiga nuestra de esos
años en los que había que caminar hasta Viamonte. Esos años que
las tres pasábamos los veranos en IMOS, que invitábamos a los
chicos que nos gustaban a ver videos casi todos los fines de semana,
que íbamos a recitales en el Luna Park, que escuchábamos Abril
en Managua en un cassete azul, años en los que
la verdadera solidaridad no era donar dinero sino la revolución que
ya venía.
Y dio la
casualidad, el tiempo o qué se yo que estas dos nenas se hicieron
amigas, sin saber que sus mamás habían compartido tanta vida
juntas.
Entonces,
los puentes.
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