Una nochebuena mi abuela me regaló una bici. Todavía yo creía en Papá Noel, Papá Noel me había traído un juego de química. El día de navidad me la pasé andando en bici en la vereda. Tenía miedo de que cuando volviera a casa el juego de química no estuviera más, que Papa Noel se lo hubiera llevado porque yo había preferido la bici que me había regalado mi abuela.
Me
parece que fue para la nochebuena del ´77 porque hacía muy poco que nos
habíamos mudado a la casa nueva. A la casa nueva le decíamos la obra. Todos los
domingos durante cuatro años pasábamos por la obra a ver cuánto había avanzado
en la semana. Hasta que un día la casa nueva estuvo terminada y nos mudamos. En
la casa nueva se podía jugar en la vereda; en seguida me hice unos amigos y nos
pasábamos el día jugando a la pelota: en ese tiempo entendí la diferencia entre
ser arquera y jugar de arquera.
Cuando
aprendí a andar bien en bici salía a dar vueltas manzanas. En la calle donde
vivíamos, que se llama Plaza, hay una barranca buenísima por la que los sábados
a la tarde nos tirábamos en bici o corríamos carreras hasta otra calle que se
llama Echeverría. Ahí los que vienen con el auto tienen que dar una vuelta
porque si no parece que Plaza se acaba. Nosotros doblábamos para el otro lado y
nos íbamos a una plaza verdadera que hay cerca.
El
sábado volví al lugar ese donde Plaza parece que termina pero en realidad da
una vuelta. Volví con Luis, con Toto, con Loli, con Sonsi, con la abuela y con
tantos amigos y compañeros. Estuvimos desde el mediodía hasta esa hora de las
tardes de otoño casi invierno en las que no se nota si el sol está tapado por
los árboles o si se está yendo. Ayudamos a pintar el mural. Nos cansamos, tomamos
mate, nos reímos. La calle estaba cortada con unos conos naranjas y una cinta
de plástico. Antes había adoquines, no presté atención si ahora había asfalto aunque
los chicos corrieron por ahí toda la tarde. Sonsi y Loli se ensuciaron las dos
con pintura roja; Toto pintó perfecto y comprobamos definitivamente que es
zurdo; Luis se subió a una escalera altísima, y yo me tiré encima un montón de
pintura blanca.
Cuando
terminamos las paredes envolvían todo y parecían venírsenos encima; las caras
de los cinco quedaron fijas iluminando la línea entre la vereda y el muro. Ya se
quedan ahí, las podemos ver todos: los que cuando llegan con el auto creen que
Plaza se corta, las nenas que pasan en bici que les regalaron sus abuelas, los que
tienen los ojos blindados de sangre, los que nunca vieron, los que no quieren
ver.
Ahí,
para siempre.
En
estos días pienso mucho qué hubiera pasado si la obra de mi casa nueva hubiera
tardado tres años en lugar de cuatro.
Y me
imagino:
Que mi
abuela me regala la bici para mi cumple del ´76 porque ya nos mudamos, me evita
el conflicto con Papá Noel.
Que todos
los sábados de otoño a la tarde me voy a andar en bici, no por la barranca de
Plaza sino hasta la parada del 113 de Sucre y Tronador para buscar boletos
capicúas que después puedo cambiar en cualquier kiosco por un chicle porque hay
como un concurso o una promoción de Bazooka.
Que uno
de esos sábados me cruzo con cualquiera de los cinco, que justo le toca un
boleto capicúa, me lo regala y se hace mi amigo.
Que en
seguida llega el invierno.
Que cuarenta
años después, mirando el mural, les cuento toda esta historia a Loli y a Toto
que no entienden por qué no los dejo comer chicles si yo cuando era chica
comía.
Que lo
único que nos da fuerzas es la imaginación y a veces, muy pocas, la memoria.