martes, 21 de junio de 2016

El Mural





Una nochebuena  mi abuela me regaló una bici. Todavía yo creía en Papá Noel, Papá Noel me había traído un juego de química. El día de navidad me la pasé andando en bici en la vereda. Tenía miedo de que cuando volviera a casa el juego de química no estuviera más, que Papa Noel se lo hubiera llevado porque yo había preferido la bici que me había regalado mi abuela.
Me parece que fue para la nochebuena del ´77 porque hacía muy poco que nos habíamos mudado a la casa nueva. A la casa nueva le decíamos la obra. Todos los domingos durante cuatro años pasábamos por la obra a ver cuánto había avanzado en la semana. Hasta que un día la casa nueva estuvo terminada y nos mudamos. En la casa nueva se podía jugar en la vereda; en seguida me hice unos amigos y nos pasábamos el día jugando a la pelota: en ese tiempo entendí la diferencia entre ser arquera y jugar de arquera.
Cuando aprendí a andar bien en bici salía a dar vueltas manzanas. En la calle donde vivíamos, que se llama Plaza, hay una barranca buenísima por la que los sábados a la tarde nos tirábamos en bici o corríamos carreras hasta otra calle que se llama Echeverría. Ahí los que vienen con el auto tienen que dar una vuelta porque si no parece que Plaza se acaba. Nosotros doblábamos para el otro lado y nos íbamos a una plaza verdadera que hay cerca.

El sábado volví al lugar ese donde Plaza parece que termina pero en realidad da una vuelta. Volví con Luis, con Toto, con Loli, con Sonsi, con la abuela y con tantos amigos y compañeros. Estuvimos desde el mediodía hasta esa hora de las tardes de otoño casi invierno en las que no se nota si el sol está tapado por los árboles o si se está yendo. Ayudamos a pintar el mural. Nos cansamos, tomamos mate, nos reímos. La calle estaba cortada con unos conos naranjas y una cinta de plástico. Antes había adoquines, no presté atención si ahora había asfalto aunque los chicos corrieron por ahí toda la tarde. Sonsi y Loli se ensuciaron las dos con pintura roja; Toto pintó perfecto y comprobamos definitivamente que es zurdo; Luis se subió a una escalera altísima, y yo me tiré encima un montón de pintura blanca.
Cuando terminamos las paredes envolvían todo y parecían venírsenos encima; las caras de los cinco quedaron fijas iluminando la línea entre la vereda y el muro. Ya se quedan ahí, las podemos ver todos: los que cuando llegan con el auto creen que Plaza se corta, las nenas que pasan en bici que les regalaron sus abuelas, los que tienen los ojos blindados de sangre, los que nunca vieron, los que no quieren ver.
Ahí, para siempre.

En estos días pienso mucho qué hubiera pasado si la obra de mi casa nueva hubiera tardado tres años en lugar de cuatro.
Y me imagino:
Que mi abuela me regala la bici para mi cumple del ´76 porque ya nos mudamos, me evita el conflicto con Papá Noel.
Que todos los sábados de otoño a la tarde me voy a andar en bici, no por la barranca de Plaza sino hasta la parada del 113 de Sucre y Tronador para buscar boletos capicúas que después puedo cambiar en cualquier kiosco por un chicle porque hay como un concurso o una promoción de Bazooka.
Que uno de esos sábados me cruzo con cualquiera de los cinco, que justo le toca un boleto capicúa, me lo regala y se hace mi amigo.
Que en seguida  llega el invierno.
Que cuarenta años después, mirando el mural, les cuento toda esta historia a Loli y a Toto que no entienden por qué no los dejo comer chicles si yo cuando era chica comía.


Que lo único que nos da fuerzas es la imaginación y a veces, muy pocas, la memoria.

martes, 14 de junio de 2016

Burrito



I
Hace más o menos tres meses se pinchó por cuarta vez el termotanque. Durante veinte días estuvo el lavadero inundado pero como seguía habiendo agua caliente no nos preocupamos demasiado. Después se empezaron a descascarar las paredes, no solamente las del lavadero sino las del bajo escalera que es donde se guardan apuntes, carpetas, palos de hockey, bordones de los scouts, practicunas, los carteles que hace Xime y los banderines para los cumples, y tantas otras cosas que no sabemos. Todo eso mojado es un desastre. Una tarde que estaba medio desocupada me fui a Jumbo y compré un calefón. Luis sacó el termotanque y el lavadero dejó de estar inundado. Pero cuando quiso instalar el calefón rompió un caño y después para arreglarlo lo tapó. Así que quedamos con el calefón sin instalar.

II
Cuando Pili estaba en cuarto año había en su claustro un preceptor que le convidaba mate en el recreo, “le pone burrito” me contaba Pili “y queda más rico”. Algunos sábados atrás fuimos a una reunión de scouts bajo la lluvia, muertos de frío. Estaba también Ceci que me convidó un mate riquísimo, muy parecido a los que nos cebaban en Ezeiza los años anteriores. “¿Qué tiene Ceci?” le pregunté  “Burrito” me dijo. Y yo que desde hace dos años vengo probando todas las yerbas de todos los gustos y colores de la góndola del supermercado para sacar el gusto de Ezeiza sin lograrlo  le dije “pero ¿qué es burrito?”. Ceci tampoco sabía pero cuando me mandó la foto de la yerba por wa era una cbs saborizada que yo ya había probado sin resultado. Deduje entonces que el gusto tumbero lo daba el edulcorante. Lidia después completó mi teoría con el mate de siliconas.

III
El lunes de la semana pasada como todos los lunes fuimos a Ezeiza. Lidia y yo. Noelia se había tenido que quedar en Buenos Aires. Tomamos mate y descubrimos entre la espuma blanca de la yerba unas hojitas verdes, raras, como de grama bahiana. “¿qué son?” preguntamos y la respuesta no se hizo esperar “Burrito”. En el recreo Lidia fue a cambiar la yerba y le puso más burrito. Cuando las chicas vieron que era una hierba de nuestro agrado nos avisaron que a la entrada, en algún lado que no pudimos identificar del todo, crecía un arbusto de burrito del cual todas sacaban ramas para dejar secar y poner en el mate. “Ahora cuando salen llévense” nos dijeron. Después de la clase íbamos a visitar a Gloria a Monte Grande por eso terminamos a las cinco en punto. Pero cuando nos teníamos que ir, las celadoras que nos acompañan para atravesar el penal nos pidieron que esperáramos un ratito, que todavía no nos podían sacar, que había un procedimiento. Volvimos al aula. Ahí las chicas nos explicaron que había una requisa y que no era un rato sino una o dos horas. Nos quedamos conversando con ellas, nos contaron bastantes cosas, tal vez demasiadas. Antes que se hiciera de noche vinieron las celadoras “Nos dieron permiso para sacar a las civiles”. “Las civiles te lo agradecen” contestó Lidia. En la puerta de la guardia consideramos que no era el mejor momento para buscar el yuyo y llevárnoslo. Llegamos a lo de Gloria casi a las seis y media, nos esperaba con una merienda riquísima. Estábamos agotadas, se nos había pasado el efecto del burrito.

 IV

No me gusta tomar mate sola. Hace un rato vino un muchacho a instalar el calefón. Como los caños están tapados con demasiada masilla tiene que sacarlos por afuera, después conecta todo y listo. Después de casi dos meses ya no vamos a tener que hervir agua para lavar los platos. Calculo que toda la misión le va a demandar una hora. Lo veo que está por prender un cigarrillo, antes de que lo encienda, en plena instalación del calefón, pienso que es mejor convidarle un mate. Nos tomamos todo el termo entre los dos, ese tiempo es lo que le lleva terminar su trabajo. Cuando termina me agradece el mate, me dice que está muy rico. No se lo digo pero pienso para mí “Y eso que no tiene burrito”.

V
En el párrafo anterior se acababa la historia.
La tenía escrita hace unos días y no encontré el momento para subirla.
Por suerte, porque sigue. Se hizo medio larga pero vale la pena.

Ayer volvimos a Ezeiza. Fuimos las tres. En el viaje le contamos a Noelia las desventuras de la requisa, las historias de las chicas y el exceso de burrito en el mate que nos había permitido atravesar la situación. Mientras caminábamos hasta el segundo puesto jugamos a adivinar cuál era el árbol, alguna señaló un eucaliptus. Como sabíamos que no era la mejor decisión entrar con unas hojas de cualquier hierba al penal decidimos averiguar dónde estaba el arbusto para cortarlas a la salida.  En el recreo las chicas nos indicaron medio de memoria cuál era, nos explicaron también que a lo mejor no lo habíamos visto porque la helada de la mañana lo había quemado; que ahí el invierno es terrible pero que el verano es peor. Cinco y diez terminé la clase. Y otra vez la misma historia: que hay requisa, que no podemos salir, que nos quedamos un rato. Las chicas sabían que habían pedido las paletas para el procedimiento y eso parecía significar que iba a ser largo. Había dado casi cuatro horas de clase, teatro de Lope: Fuenteovejuna. Tenía la cabeza que me estallaba, no sabía cuánto tiempo íbamos a tener que aguantar sin poder salir. “Vengan” les dije a todas, “seguimos”, “vamos a hacer teatro leído”. Volvieron todas al aula, trajeron también a una amiga que estaba por ahí. Y empezamos a leer: Flores, el Comendador, Laurencia, Frondoso, los personajes iban y venían. Nos reímos, nos trabamos. Se hacía de noche. El cielo estaba nublado pero por la ventana se veía un filo del sol que se iba. Leímos casi la mitad de la obra hasta que escuchamos el aviso: se podía sacar a los civiles, que éramos nosotras.
Salimos a lo que ya era un frío helado, el penal parecía tomado por los penitenciarios. En el camino de vuelta al auto, antes de la última reja, donde nos habían indicado las chicas, vislumbramos el arbusto del burrito. De atrás de la puerta nos miraba atento un guardiacárcel, teníamos que meternos adentro de un cantero y cortar el árbol. Lidia nos dijo “No da, nos están mirando”. De repente escuchamos la voz del hombre gritándonos: “¿Quieren burrito? Saquen de ahí” Y ahí fuimos y cortamos tres ramas. Ya era noche cerrada. Nos congelamos pero lo logramos. 
Me fui contenta, les dejamos Fuenteovejuna, nos llevamos el burrito.



viernes, 3 de junio de 2016

La espera






El otro día una conocida que tiene seis hijos me contaba que cada vez que habla de nosotros lo primero que dice es “y no son del opus”. Unas tienen que explicar que no se embarazan para cobrar la AUH; otras que tenemos muchos hijos porque así se dieron las cosas y no por cuestiones religiosas. Lucha de clases.
De todas formas a veces me olvido de a dónde el sentido común lleva a la gente y me parece que contestar “diez” cuando te preguntan “¿cuántos hijos tenés?” no necesita ningún tipo de explicación lógica como  “no somos del opus”,  “no somos judíos ortodoxos”, “no cobramos subsidios” o “nos olvidamos de cuidarnos”. Otras veces pasa al revés contesto “diez” e inmediatamente yo misma lo acompaño por un “no somos del opus”, “no somos muy religiosos”, “no cobramos subsidios” lo que inmediatamente trae la respuesta de “no, no te lo iba a preguntar” del interlocutor de turno.

Entre estas delicias de tener diez hijos se incluye que cuando uno de ellos se enferma comienza una larga temporada de virus, termómetros rotos o extraviados, bacterias y antibióticos varios que hacen que como mínimo una vez por semana durante un mes o un mes y medio tengamos que turnarnos con Luis para llevar a todos y todas a lo de Fabiana, incluidas Valen y Pili.
Esta vez empezó Estani, siguieron Consu, Valen, Pili, volvió Estani, Octi, Tótal y Ruli. Faltan Loli, Maite y Sonsi. Así invertimos horas en la sala de espera de sus pediatras, que en estos días está llena de criaturas en estado similar al de las nuestras.
La otra tarde llegó justo atrás nuestro un matrimonio joven con unos mellizos de un mes: una nena y un varón, muy chiquitos. Era la primera vez que iban y el primer control de los chicos fuera del sanatorio. Obviamente para amenizar la espera entablé una conversación primero con el padre y después con la madre con toda la autoridad que me otorgan mis dos pares de mellizos. Hasta que llegó la pregunta de “¿cómo hacés con cuatro?” y la respuesta de “en realidad tengo 10”. Siempre al llegar a esa instancia yo sé que paso a oscilar de parecer un fenómeno circense hasta merecer los comentarios tan pero tan errados de “Ah, una supermamá”. El resto de las personas que estaban ahí esperando levantaron la vista de sus aparatos y me miraron. Por suerte nos llegó el turno.
Cuando salimos la sala de espera estaba mucho más llena. Les tocaba entrar a los mellizos, los padres se estaban acomodando para pasar, ordenando bolsos, abrigos, huevitos y pañales. Mientras tanto en un rincón una mamá le leía a su niño un folleto bastante colorido. De repente se hizo un silencio y se escuchó bien claro a la mujer en voz alta diciendo: “Dios es nuestro padre, él hizo el mundo y todo lo que nos rodea”.
El padre de los mellizos titubeó, me miró a mí, miró a la mujer y le cambió la cara. En una ráfaga que me pasó por el cerebro me lo imaginé pensando: “en una misma sala de espera, de cuatro personas me encuentro una que tiene diez hijos, otra que le lee al hijo unas enseñanzas bíblicas para entretenerlo, claramente caímos en un consultorio del opus”.
Los saludé, les deseé suerte y me fui riendo sola por el pasillo.

Pero esos mellizos también me recordaron la vez que volví rapidísimo de La Plata para contarle a Fabiana que estaba embarazada de gemelos y que tenía miedo. O la vez que después de acompañar a Pili a comprarse ropa la dejé con la mentira de “tengo una reunión” para volver a tener la misma conversación  pero dos años después y con bastante más miedo.
Y me recordaron también que las dos veces salí tranquila, confiada de que podía manejar todas las opciones y de que todo iba a salir lo mejor posible, como de hecho salió.
Ni opus, ni dios padre, ni nada parecido sino las personas indicadas en los momentos indicados. A veces eso es providencial.

Y algo de bibliografía sobre el tema


Madre heroina