El otro día una conocida que
tiene seis hijos me contaba que cada vez que habla de nosotros lo primero que
dice es “y no son del opus”. Unas tienen que explicar que no se embarazan para
cobrar la AUH; otras que tenemos muchos hijos porque así se dieron las cosas y
no por cuestiones religiosas. Lucha de clases.
De todas formas a veces me olvido
de a dónde el sentido común lleva a la gente y me parece que contestar “diez”
cuando te preguntan “¿cuántos hijos tenés?” no necesita ningún tipo de
explicación lógica como “no somos del
opus”, “no somos judíos ortodoxos”, “no
cobramos subsidios” o “nos olvidamos de cuidarnos”. Otras veces pasa al revés
contesto “diez” e inmediatamente yo misma lo acompaño por un “no somos del
opus”, “no somos muy religiosos”, “no cobramos subsidios” lo que inmediatamente
trae la respuesta de “no, no te lo iba a preguntar” del interlocutor de turno.
Entre estas delicias de tener
diez hijos se incluye que cuando uno de ellos se enferma comienza una larga
temporada de virus, termómetros rotos o extraviados, bacterias y antibióticos
varios que hacen que como mínimo una vez por semana durante un mes o un mes y
medio tengamos que turnarnos con Luis para llevar a todos y todas a lo de Fabiana,
incluidas Valen y Pili.
Esta vez empezó Estani, siguieron
Consu, Valen, Pili, volvió Estani, Octi, Tótal y Ruli. Faltan Loli, Maite y Sonsi.
Así invertimos horas en la sala de espera de sus pediatras, que en estos días
está llena de criaturas en estado similar al de las nuestras.
La otra tarde llegó justo atrás
nuestro un matrimonio joven con unos mellizos de un mes: una nena y un varón,
muy chiquitos. Era la primera vez que iban y el primer control de los chicos
fuera del sanatorio. Obviamente para amenizar la espera entablé una
conversación primero con el padre y después con la madre con toda la autoridad
que me otorgan mis dos pares de mellizos. Hasta que llegó la pregunta de “¿cómo
hacés con cuatro?” y la respuesta de “en realidad tengo 10”. Siempre al llegar
a esa instancia yo sé que paso a oscilar de parecer un fenómeno circense hasta
merecer los comentarios tan pero tan errados de “Ah, una supermamá”. El resto
de las personas que estaban ahí esperando levantaron la vista de sus aparatos y
me miraron. Por suerte nos llegó el turno.
Cuando salimos la sala de espera
estaba mucho más llena. Les tocaba entrar a los mellizos, los padres se estaban
acomodando para pasar, ordenando bolsos, abrigos, huevitos y pañales. Mientras
tanto en un rincón una mamá le leía a su niño un folleto bastante colorido. De
repente se hizo un silencio y se escuchó bien claro a la mujer en voz alta
diciendo: “Dios es nuestro padre, él hizo el mundo y todo lo que nos rodea”.
El padre de los mellizos titubeó,
me miró a mí, miró a la mujer y le cambió la cara. En una ráfaga que me pasó
por el cerebro me lo imaginé pensando: “en una misma sala de espera, de cuatro
personas me encuentro una que tiene diez hijos, otra que le lee al hijo unas
enseñanzas bíblicas para entretenerlo, claramente caímos en un consultorio del opus”.
Los saludé, les deseé suerte y me
fui riendo sola por el pasillo.
Pero esos mellizos también me
recordaron la vez que volví rapidísimo de La Plata para contarle a Fabiana que
estaba embarazada de gemelos y que tenía miedo. O la vez que después de
acompañar a Pili a comprarse ropa la dejé con la mentira de “tengo una reunión”
para volver a tener la misma conversación
pero dos años después y con bastante más miedo.
Y me recordaron también que las
dos veces salí tranquila, confiada de que podía manejar todas las opciones y de
que todo iba a salir lo mejor posible, como de hecho salió.
Ni opus, ni dios padre, ni nada parecido sino las personas indicadas en los momentos indicados. A veces eso es providencial.
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