Casi siempre hago el
mismo camino para ir a Puan. Y en cada lugar siempre pienso las mismas cosas.
Cuando agarro Jorge Newbery, por ejemplo. Si miro a la izquierda me acuerdo de
las veces que fui a buscar a Valen a algunas fiestas en unas canchas de fútbol
que hay ahí y del cordón de la vereda lleno de chicos sentados viendo vomitar a
otros. Si miro a la derecha veo el paredón del cementerio. Pienso en lo que hay
del otro lado. Sigo viaje, si la barrera está baja pasa un hombre vendiendo
cucuruchos rellenos de dulce de leche. Me acuerdo que la primera vez que ví
vender eso fue en un acto del PC. El resto del viaje lo hago calculando cuánto
tiempo me va a a ocupar la clase, me imagino si va a estar buena o va a ser un
desastre, si voy a conseguir lugar para estacionar rápido o si voy a tener que
dar vueltas.
Hay un nene en sala de
dos, se llama Juan. A la salida va la mamá con un cochecito, lo sube al nene y
se lo lleva. El otro día fue sin el cochecito, entonces se pararon en la
esquina de Monroe a esperar un taxi. Yo estaba en el auto porque las salas de
los más grandes todavía no habían salido. Juan y su mamá quedaron justo enfrente de mí. Tienen los mismos
ojos. No pasó ningún taxi así que se fueron caminando. Antes Juan tenía rulos,
ahora le cortaron el pelo. Myriam me dijo, ni bien empezaron las clases, que
había un nene en sala de dos que le hacía acordar a Felipe. Yo ni bien lo ví a
Juan me dí cuenta de que era el nene del que me había hablado Myriam. Pero no
porque se parezca a Felipe. Es por lo otro, porque tiene los ojos iguales a los
de su mamá.
Hoy voy a hacer de
cuenta que tengo el día libre.
Me gustaría ir a ese
restaurant lindísimo que fuimos con Luis la otra noche. Tiene muy buenos tragos. Me gustaría probarlos todos, algunos más de una vez. Salir un poco
mareada.
Irme al paredón ese,
comprarme un cucurucho de dulce de leche.
Nunca comí ninguno
pero parece ser algo empalagoso. Tal vez vomite después de comerlo.
Sentarme ahí, con el
sobrecito que tengo escondido en la caja verde.
Mirar pasar los trenes
llenos de gente que va y viene. Sentir cómo se me va nublando el cerebro.
Y entender , otra
vez, que hay personas a las que la furia del jabalí no las alcanza nunca.
Que pueden seguir
poniendo el despertador a la misma hora todas las mañanas, preparando a sus
niños para ir a la escuela, saliendo a trabajar, levantando la mano para parar
un colectivo, preocupándose por cómo le salen las clases o yendo al supermercado todos los jueves.
Ahora Dieciséis. Como
los chicos que vomitan a la salida de las fiestas.
¿los hijos varones se
parecen más a las mamás que las hijas mujeres? ¿o es un mito?