lunes, 22 de agosto de 2016

Dieciseis



Casi siempre hago el mismo camino para ir a Puan. Y en cada lugar siempre pienso las mismas cosas. Cuando agarro Jorge Newbery, por ejemplo. Si miro a la izquierda me acuerdo de las veces que fui a buscar a Valen a algunas fiestas en unas canchas de fútbol que hay ahí y del cordón de la vereda lleno de chicos sentados viendo vomitar a otros. Si miro a la derecha veo el paredón del cementerio. Pienso en lo que hay del otro lado. Sigo viaje, si la barrera está baja pasa un hombre vendiendo cucuruchos rellenos de dulce de leche. Me acuerdo que la primera vez que ví vender eso fue en un acto del PC. El resto del viaje lo hago calculando cuánto tiempo me va a a ocupar la clase, me imagino si va a estar buena o va a ser un desastre, si voy a conseguir lugar para estacionar rápido o si voy a tener que dar vueltas.  


Hay un nene en sala de dos, se llama Juan. A la salida va la mamá con un cochecito, lo sube al nene y se lo lleva. El otro día fue sin el cochecito, entonces se pararon en la esquina de Monroe a esperar un taxi. Yo estaba en el auto porque las salas de los más grandes todavía no habían salido. Juan y su mamá  quedaron justo enfrente de mí. Tienen los mismos ojos. No pasó ningún taxi así que se fueron caminando. Antes Juan tenía rulos, ahora le cortaron el pelo. Myriam me dijo, ni bien empezaron las clases, que había un nene en sala de dos que le hacía acordar a Felipe. Yo ni bien lo ví a Juan me dí cuenta de que era el nene del que me había hablado Myriam. Pero no porque se parezca a Felipe. Es por lo otro, porque tiene los ojos iguales a los de su mamá.


Hoy voy a hacer de cuenta que tengo el día libre.
Me gustaría ir a ese restaurant lindísimo que fuimos con Luis la otra noche. Tiene muy buenos tragos. Me gustaría probarlos todos, algunos más de una vez. Salir un poco mareada.
Irme al paredón ese, comprarme un cucurucho de dulce de leche.
Nunca comí ninguno pero parece ser algo empalagoso. Tal vez vomite después de comerlo.
Sentarme ahí, con el sobrecito que tengo escondido en la caja verde.
Mirar pasar los trenes llenos de gente que va y viene. Sentir cómo se me va nublando el cerebro.
Y entender , otra vez, que hay personas a las que la furia del jabalí no las alcanza nunca.
Que pueden seguir poniendo el despertador a la misma hora todas las mañanas, preparando a sus niños para ir a la escuela, saliendo a trabajar, levantando la mano para parar un colectivo, preocupándose por cómo le salen las clases  o yendo al supermercado todos los jueves.



Ahora Dieciséis. Como los chicos que vomitan a la salida de las fiestas.
¿los hijos varones se parecen más a las mamás que las hijas mujeres? ¿o es un mito?





martes, 16 de agosto de 2016

Semillas





Hace un tiempo me reencontré con mi madrina de confirmación. Yo me había olvidado que existía el cargo de madrina de confirmación y por lo tanto no sabía quién era. Siempre me gusta conocer gente nueva o, como en este caso, retomar viejos contactos. Después de ese encuentro volví a verla bastantes veces. Vive en una casa donde no anda el timbre. Una tarde de enero la visité por primera vez, me llevó Enru en auto y nos quedamos esperando un rato largo hasta que me abrió. Después tomamos mate en el jardín. Volví a verla un par de veces más, siempre en su casa.

El otro día, en la misa del 4 de julio se me acercó una mujer.  Me preguntó si yo era la ahijada de Inés, le contesté que sí aunque me sorprende ser ahora la ahijada de alguien.  Me contó que quería ubicarla pero que no tenía wa, ni facebook ni nada similar. Que le quería mandar una cosa y que yo era el único medio de conexión que tenía con ella. “No hay problema”, le dije, “no sé cuándo la voy a ver pero se la llevo”. “Son unas semillas, de unas flores que a ella le gustan”, y sacó de su cartera un paquete perfectamente envuelto en un papel lustroso. “Tomá, llévaselo cuando la veas”. Con un movimiento automático me lo guardé rápido en el bolsillo de mi abrigo. “No es algo que si me lo encuentran me podrán llevar presa ¿no?”,  le pregunté medio en chiste y medio en serio. “No, no”,  me contestó y se rió. El paquete quedó en el bolsillo. Le avisé a mi madrina que lo tenía, que en algún momento la iba a ir a visitar y me olvidé.

Diana es una maestra del jardín de los chicos que se jubiló a principios de año. Desde Felipe en adelante tuvo a casi todos. Un par de veces vino a casa a los cumples, quedamos amigas. Como vive cerca de la escuela de música arreglamos para encontrarnos un día en la plaza de enfrente. Llegamos con Octi y Estani y nos estaba esperando en la puerta, antes de que entraran en la clase de música la saludaron y les dio una bolsa con algo adentro, es para que lo coman  después con el resto de sus hermanos les avisó.

Ya en casa empezaron a taladrar con el regalo de Diana que querían comerlo, que querían ver qué era, que dónde estaba. “Búsquenlo ustedes”, les contesté, “ya son grandes, no tienen que depender para todo de sus padres” y otras consideraciones similares, o sea todos esos discursos ya establecidos que en algún momento se le empiezan a decir a las criaturas.
Me fui un rato arriba. Cuando bajé estaban Octi, Estani, Tótal y Loli en una especie de ceremonia alrededor de la mesa del living comiendo algo: unos chips de chocolate que estaban amontonados en un recipiente de plástico no muy grande. Fui a la cocina a tomar una taza de té. Mientras esperaba que hirviera el agua creí recordar que el regalo de Diana eran unos cubanitos rellenos no unos chips de chocolate. Volví rápido al living para ver cómo de a poco iban escupiendo las pepitas de chocolate encima de un papel lustroso hecho un bollo al costado del paquete. “¿Dónde estaba eso?” les pregunté, “En el bolsillo de tu abrigo” contestó Octi, orgulloso de haberse autogestionado tal como le había indicado la madre.
Y ahí me dí cuenta de que los cubanitos habían quedado en la guantera del auto, de que el papel lustroso era el envoltorio de aquel recado que nunca había entregado y de que las criaturas se habían empezado a comer las semillas de aquellas flores que tanto le gustaban a mi madrina de confirmación.
Junté todo, puse las semillas escupidas junto con las que quedaron sin comer adentro del paquete, lo volví a envolver y lo puse en uno de los estantes más altos que encontré.

Ahí está, esperando que alguien los vuelva a confundir con algo de chocolate o que yo visite a mi madrina. Lo que ocurra primero.

lunes, 1 de agosto de 2016

Despedida




Fuimos a Ezeiza  a tomar final. Era el primer día de vacaciones de invierno, yo tenía los más chiquitos en casa. Las nenas del medio volvían a la noche de un campamento en el que se habían congelado.
Unas cintas rojas nos recordaron que estaban arreglando el estacionamiento. Durante estos cuatro meses había dejado el auto cada lunes en medio del barro  pensando que se me iba a quedar empantanado y no íbamos a poder salir. Llovía siempre. Las últimas veces había unas excavadoras levantando la tierra y cubriéndola con piedritas. Ese día la obra estaba casi terminada: las piedras apisonadas y algo que intentaba ser un techo sobre ellas.
 El sol en el verano debe pegar fuerte, adentro y afuera.
Llegamos temprano. Todo estaba un poco alborotado, se escuchaban gritos por las ventanas de los pabellones.
Hicimos el camino de siempre. Cuando llegamos repartimos los temas. Entre el escrito y el oral estuvimos alrededor de dos horas. Tomamos café.
Había sol pero de repente el cielo se puso negro y empezó a llover. Cuando se nubla tanto se prenden todas las luces de una pista del aeropuerto que está bastante cerca, se escuchan los aviones al lado.
Es raro sentir tan cerca los motores de los aviones.
Cerramos las planillas con las notas, nos despedimos. Creimos que nos íbamos más temprano que de costumbre pero por tercera vez nos tuvimos que quedar porque había un procedimiento.
La primera vez, con Lidia, nos entretuvimos escuchando historias de los pabellones, la segunda también estaba Noelia y leímos entre todas Fuenteovejuna.
Ese día ya no teníamos muchas posibilidades. Habían empezado a limpiar el aula así que nos fuimos a la biblioteca. Había un par de chicas estudiando para dar un final. Tenían que relacionar Ante la Ley con una entrevista a Derrida que estaban viendo en la computadora. Nos sentamos a verla con ellas.
El cielo tan negro también era de frío, adentro había un aparato que tiraba un aire suave y caliente. Entre el calor, la hora y el cansancio cerré los ojos. Cuando me desperté creí que Derrida estaba diciendo algo interesante para Ante la Ley. Medio sobresaltada les dije que ese fragmento les podía servir. Entonces retrocedieron la imagen. Yo me volví a dormir, hasta creo que soñé. Abrí los ojos cuando Derrida estaba diciendo otra vez lo mismo, eso está bueno para Ante la Ley les repetí. Otra vez retrocedieron. La escena mía durmiendo, Derrida explicando siempre lo mismo y yo diciéndoles que prestaran atención a eso se repitió como cuatro veces más.
Afuera se hacía de noche, la requisa parecía interminable. Recién a las siete y media vinieron a avisarnos que podíamos salir.
Derrida hablaba ahora de la repetición y de la hospitalidad.
Nos despedimos una vez más, les agradecimos y nos agradecieron: por todo el cuatrimestre pero también por haberlas ayudado con Derrida. Supongo que les debe haber ido bien en el final aunque no por nuestra ayuda. O sí, por haberlas obligado a pasar la entrevista quince veces mientras dormía.
Hacía mucho frío. Cruzamos los pabellones que seguían inquietos. Recogimos un poco de burrito. Calculé que  si hacíamos rápido el camino de vuelta llegaba a recibir a mis cuatro nenas. En el viaje Noelia me contó que se había dormido un poco mientras veíamos el video.
Ya no volvemos, por lo menos hasta el año que viene.  O tal vez en dos o tres años. De todas formas a estas chicas no creo que las veamos más.


Me parece que es ésta. No lo podría asegurar, la ví dormida.