domingo, 5 de marzo de 2017

Fútbol






Hace algunos años cada vez que me cruzo con alguna chica que juega al fútbol repito las mismas palabras al despedirme: “Si necesitan una arquera avisame”. 
Nunca mis interlocutoras consideraron en serio esta propuesta hasta que se la hice a jovencitas de la edad de Pili.

Así, el viernes de la semana pasada en medio del calor más pegajoso me llegó un alegre wa preguntándome si podía jugar ese día a las 8 de la noche en unas canchas por Villa del Parque. El viernes de la semana pasada había estado toda la mañana acompañando a la abuela que tenía que hacerse un estudio, después volví a casa un rato y seguí viaje al instituto a encontrarme con Gloria para terminar de darle forma al libro de Meneca. Pero a las seis y media interrumpí todo. Al bajar del subte me compré en una de las casas de deportes que están por Chacarita un short, unas medias Umbro negras y fucsias; estuve a punto de comprarme unos guantes de arquera, “mejor para la próxima” le dije al vendedor que en ningún momento entendió que todo el equipamiento era para mí. En casa no sé cómo hice para embutir las piernas en esas medias durísimas, recogí a Consu que me quería acompañar y nos fuimos al partido.

El césped sintético es en sí mismo un instrumento de tortura. Me parece, aun no lo comprobé del todo, que el del fútbol es cien veces peor que el del hockey. Y además cuando juego al hockey lo hago metida dentro de una armadura con la que podría jugar en una cancha de espinas y saldría ilesa. Así el primer contacto con el piso desembocó en una rodilla que todavía hoy, diez días después, no dejó de sangrarme.

Dos días más tarde volví a jugar, ahora en una cancha por San Martín. El calor seguía pegajoso, ya ahí las jugadoras eran un poco más profesionales, igual volví a atajar bastante bien. En una salida me volví a tirar al piso: la incipiente costra que me estaba cubriendo la rodilla se despegó y un hilo rojo de sangre me manchó todas las medias. Cuando estaba volviendo a casa Pili me mandó un wa contándome que sus amigas la habían arrobado en instagram “A jugar al fútbol con la madre de @pililujan”. “Parece que sos bastante capa jugando” me escribió también. La rodilla era ya una bola roja.

Así, creída, la otra noche volví  al ruedo por tercera vez. El panorama era sustancialmente distinto. Chicas trotando alrededor de una cancha de once, entrando en calor, elongando. No conocía a ninguna: no estaban ni las amigas de Pili, ni unas amigas mías de hockey que por casualidad las encontré ahí. Pensé que me había equivocado, pero no; ese era el partido que tenía que jugar. Alguien que nunca apareció había prometido llevarme una rodillera. Cancha de once significa arcos gigantes. Me paré en el arco tratando de no moverme, un tercer raspón significaba ir a una guardia, darme la antitetánica, esperar meses de cicatrización. Las jugadoras eran casi profesionales, el arco era inconmensurable. Veía pasar la pelota casi como si estuviera viendo un partido desde la tribuna: tacos, chilenas, goles de cabeza. Lo peor de todo fue que en algún momento pensaba que estaba jugando al hockey y dejaba entrar los pelotazos de afuera del área. Cuando terminó el partido sacamos una foto de equipo.

En estos días espero que me inviten a jugar otra vez.

Pienso varias cosas: 1) ir a jugar con mi camiseta de Deportivo Español, firmada por todos los  jugadores de la época en la que el equipo estaba  en Primera ;

2) si hubiera nacido veinte años después podría haber jugado siempre al fútbol en vez de al hockey;

3) Una buena historia: 
un mundial de fútbol de una categoría mixta que se lleva a cabo en la Unión Soviética en 1950 más o menos.
Nueve varones por equipo y dos mujeres. 
Una mujer que no la convocan, pero se disfraza de varón para ir. Así disfrazada es siempre titular.
En la URSS la descubren porque se lastima la rodilla en el medio de un partido.



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