lunes, 7 de mayo de 2018

Diluvio







Una de las noches del fin de semana largo, no me acuerdo cuál, diluvió.
Creo que fue la del sábado porque el sábado a la tarde fui a Ezeiza a llevar a Valen y a Pili que se iban a Cuba y ahí empezó a llover en el viaje de vuelta, en el que la lluvia no me dejaba ver nada y Toto, mi único acompañante, me protestaba cada vez que bajaba la ventanilla para ver mejor los espejitos porque le entraban gotas de lluvia.
Y también creo que fue el sábado porque pensé que por suerte no estaban ni Valen ni Pili cuando a la madrugada el agua empezó a caer adentro de casa casi más que afuera.
No nos alcanzaron los baldes, ni las toallas, ni nada.
El cuarto de los varones se inundó, Toto que se había quejado a la tarde de las gotitas que le mojaban la cara adentro del auto tuvo que pasarse a la cama de Octi, la más alta de las tres, porque el piso estaba lleno de agua.
Cuando paró un poco el diluvio Luis se subió al techo: estaba tapado el desagüe; al destaparlo el agua empezó a bajar por el caño haciendo un ruido similar al de las turbinas de los aviones que habíamos escuchado a la tarde en el aeropuerto antes de la lluvia.
También se empezaron a caer pedazos de machimbre; toda el agua más la basura que arrastraba a su paso iba para la rejilla del baño de los chicos pero en algún momento empezó a caer agua de los focos del techo así que tuvimos que cortar la luz y el baño quedó a oscuras.

Con tantas complicaciones tardé bastante en darme cuenta de que también tenía que revisar los placares. 
Ni en los estantes ni en los cajones había pasado nada pero del espacio de las perchas, donde ellos cuelgan las camisas, salía olor a una humedad rara, como si alguien hubiera fumado en ese lado del placard durante años y no lo hubieran ventilado nunca.
Me subí a la escalera que Luis había usado para ir al techo y ví que en la parte de arriba, ahí donde guardamos la ropa que ya no les entra, el agua había formado una pileta.

Ahí además guardamos todas las carpetas del jardín.
Las de los cuatro más chicos estaban en bolsas de plástico; a esas no les pasó nada.
Las de las más grandes estaban en bolsas de papel madera.
Las de Felipe también.
En una especie de ataque bajé todo; con el apuro las bolsas de papel se desfondaron; el piso húmedo quedó lleno de cohetes, de dinosaurios, de letras y de dibujos hechos con espuma de afeitar; levanté todo y esparcí las hojas sobre nuestra cama. Ahí, supuse que podría hacer una selección entre lo que estaba para tirar y lo que estaba para tirar pero no tanto.
En vez de hacer eso, me quedé un rato largo medio inmóvil, mirando esas hojas empapadas, con las acuarelas y las fibras de los dibujos corridas, transformadas en manchones desteñidos, sin saber si hacer un bollo con ellas, guardarlas húmedas o resignarme al olvido.
Algo guardé, no mucho.

Mientras, me puse a pensar en los objetos que se desintegran; en los recuerdos, en la posibilidad de escribirlos; en la lava que va por abajo de la tierra y que de vez en cuando aflora a la superficie; en este tiempo que intenté vivir distinto y terminé con los ligamentos rotos; en el DVD de 100% lucha que volví a ver después de 11 años y en tantas cosas más.
Afuera el ruido de las turbinas de avión ya no se escuchaba, la lluvia algo había amainado.

Y justo cuando el diluvio se hacía tristeza vino Toto a saltar arriba de la cama.










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