Una de las noches del fin
de semana largo, no me acuerdo cuál, diluvió.
Creo que fue la del
sábado porque el sábado a la tarde fui a Ezeiza a llevar a Valen y
a Pili que se iban a Cuba y ahí empezó a llover en el viaje de
vuelta, en el que la lluvia no me dejaba ver nada y Toto, mi único
acompañante, me protestaba cada vez que bajaba la ventanilla para
ver mejor los espejitos porque le entraban gotas de lluvia.
Y también creo que fue el sábado porque pensé que por suerte no estaban
ni Valen ni Pili cuando a la madrugada el agua empezó a caer adentro
de casa casi más que afuera.
No nos alcanzaron los baldes, ni las toallas, ni nada.
No nos alcanzaron los baldes, ni las toallas, ni nada.
El cuarto de los varones
se inundó, Toto que se había quejado a la tarde de las gotitas que
le mojaban la cara adentro del auto tuvo que pasarse a la cama de
Octi, la más alta de las tres, porque el piso estaba lleno de agua.
Cuando paró un poco el
diluvio Luis se subió al techo: estaba tapado el desagüe; al
destaparlo el agua empezó a bajar por el caño haciendo un ruido
similar al de las turbinas de los aviones que habíamos escuchado a
la tarde en el aeropuerto antes de la lluvia.
También se empezaron a
caer pedazos de machimbre; toda el agua más la basura que arrastraba
a su paso iba para la rejilla del baño de los chicos pero en algún
momento empezó a caer agua de los focos del techo así que tuvimos
que cortar la luz y el baño quedó a oscuras.
Con tantas complicaciones
tardé bastante en darme cuenta de que también tenía que revisar
los placares.
Ni en los estantes ni en los cajones había pasado nada
pero del espacio de las perchas, donde ellos cuelgan las camisas, salía olor a una
humedad rara, como si alguien hubiera fumado en ese lado del placard
durante años y no lo hubieran ventilado nunca.
Me subí a la escalera que Luis había usado para ir al techo y ví que en la parte de
arriba, ahí donde guardamos la ropa que ya no les entra, el agua
había formado una pileta.
Ahí además guardamos
todas las carpetas del jardín.
Las de los cuatro más
chicos estaban en bolsas de plástico; a esas no les pasó nada.
Las de las más grandes
estaban en bolsas de papel madera.
Las de Felipe también.
En una especie de ataque
bajé todo; con el apuro las bolsas de papel se desfondaron; el piso
húmedo quedó lleno de cohetes, de dinosaurios, de letras y de dibujos hechos con
espuma de afeitar; levanté todo y esparcí las hojas sobre nuestra
cama. Ahí, supuse que podría hacer una selección entre lo que
estaba para tirar y lo que estaba para tirar pero no tanto.
En vez de hacer eso, me
quedé un rato largo medio inmóvil, mirando esas hojas empapadas,
con las acuarelas y las fibras de los dibujos corridas, transformadas
en manchones desteñidos, sin saber si hacer un bollo con ellas,
guardarlas húmedas o resignarme al olvido.
Algo guardé, no mucho.
Mientras, me puse a pensar en los
objetos que se desintegran; en los recuerdos, en la posibilidad de
escribirlos; en la lava que va por abajo de la tierra y que de vez en
cuando aflora a la superficie; en este tiempo que intenté vivir
distinto y terminé con los ligamentos rotos; en el DVD de 100% lucha
que volví a ver después de 11 años y en tantas cosas más.
Afuera el ruido de las
turbinas de avión ya no se escuchaba, la lluvia algo había
amainado.
Y justo cuando el diluvio
se hacía tristeza vino Toto a saltar arriba de la cama.
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