miércoles, 15 de agosto de 2018

Pibas






En algún momento de la tarde del miércoles pasado empezó a llover.
Al principio no eran gotas fuertes, sino una especie de polvo húmedo que caía mientras el cielo se iba poniendo de color cemento, entre la tarde que se acababa y la tormenta que venía.
Habíamos salido de casa cuando todavía asomaba un poco el sol entre las nubes. Estaba pesado.
Pili y yo.
Pili protestando porque se le hacía tarde, porque no sabía cómo cargar dos bolsas de dormir y porque el abrigo de jean con corderito parecía excesivo en esa humedad que pegoteaba el camino hacia el subte. Paramos en un carrefour express y le compré galletitas y agua. Después, nos separamos: ella siguió a un negocio de porquerías a comprarse brillos verdes y yo ya bajé al subte porque me esperaba Xime en la esquina de la Ópera. Antes de subir a la superficie compré dos pañuelos verdes, uno para Xime y otro para Ruli que me lo venia pidiendo hace bastante tiempo.
Con Xime dimos vueltas por todos lados. Ya estaba claro que hacia la noche no iba a haber mucho más que lluvia, lo que todavía no sabíamos era cuánto iba a refrescar.

Cuando ya nos estábamos por ir entra un ua en el grupo de fútbol de exalumnas avisando que estaban merendando en un bar por Corrientes.
El bar era La Paz pero, claro, ellas no tenían por qué saberlo.
Me senté un rato para tomarme un café con leche. Promedio de edad veinte años. Me enseñaron a jugar al UNO, me pintaron la cara con brillos verdes, la llamaron a Pili para contarle que estaban conmigo, lo que hizo que después no solo Pili sino también Clari se enojaran porque las había cambiado por las otras, discutimos las tácticas para el partido del domingo que teníamos que ganar o ganar, nos reimos, tomamos mate entre las tazas de café, nos sacamos fotos, nos volvimos a reír.
En la mesa de al lado una mujer de setenta años, de pañuelo arco iris, nos escuchaba con un gesto en la cara que pude traducir como “¡Ojalá me pudiera sentar con ustedes, a jugar al Uno, a que me pinten la cara, a pensar cómo nos paramos el domingo frente al Farça!”.
Además de hacer todo eso, en la hora y media que estuve entre ellas entendí que no hay derrotas que puedan con estas chicas, que además de toda la fuerza que están poniendo en la contienda nos están llevando más temprano que tarde a la victoria, a esa victoria a la que nosotras estamos tan poco acostumbradas.
Entendí también que cuando Vero me dice que el fútbol me cambió la vida, no es el fútbol lo que me cambió la vida, es la fuerza de nuestras hijas que nos está arrastrando a entender la vida de otra manera.

Me fui. Empecé a caminar por Corrientes, la lluvia además de ser mucho más fuerte lastimaba por lo fría. De las estaciones del subte salían cada vez más chicas mientras que otras trataban de entrar para ya volverse. Me dí cuenta de que iba a tener que seguir caminando, por lo menos, hasta Medrano. En la esquina de Riobamba dos nenas no más grandes que Maite que iban en dirección contraria a la mía me pararon y me preguntaron dónde estaba la estación de tren. Cuando vieron mi cara de desconcierto aclararon “el Sarmiento, a Ramos”. “Es para el otro lado” les dije pero estaban demasiado perdidas para dejarlas solas así que fuimos juntas hasta Pueyrredón, ahí les mostré a lo lejos las luces que iluminaban el edificio de la estación y las nubes que lo rodeaban. “No hay posibilidades de que se pierdan” las tranquilicé. “Es que vinimos bien, pero después se llenó tanto que tuvimos que salir por otras calles y nos perdimos” me explicaron. Nos despedimos con un beso. “Gracias, hasta la próxima” me saludaron. Me quedaban todavía casi cinco kilometros de caminata bajo la lluvia helada.

Ya en la esquina de casa, empapada y muerta de frío, escuché que una mujer desde una ventana me preguntaba si volvía de la marcha. “Sí” le contesté. “Ya se sabe que no sale” me dijo y siguió “Espero que no pase nada, mi hija está yendo para allá”. “La mía está ahí” le contesté. “Tengo cinco hijos” siguió la mujer que ya había abierto la puerta de su casa para que habláramos más cómodas; “Bueno, yo el doble” le contesté. “Es todo tan sencillo” siguió diciendo, “que no sé para qué lo complican”. También nos despedimos con un beso, también diciéndonos “hasta la próxima.”

Una última idea que no sé si tiene mucho que ver: con Xime vimos cómo muchas familias cruzaban del otro lado, pasaban corriendo asustadas entre la alegría verde. Dos mujeres envueltas en una bandera argentina llevaban una imagen de la virgen.
Yo también le rezo todo el tiempo a la virgen: a la misma que le rezan las madres que se les murieron los hijos, o las que nunca encontraron sus cuerpos para enterrarlos, o las que los tienen vivos pero se desesperan porque no tienen para darles de comer, para vestirlos; a esa virgen que debería cuidar a tantas chicas y a tantos chicos que se quedan sin madres.
A veces creo que María me escucha, otras no. Pero nunca se me ocurriría llevarla como bandera.



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