domingo, 18 de enero de 2015

Mercado Central




Cualquiera de estas mañanas, a las cinco y media, cuando el sol empieza a pegar en la ventana de nuestro cuarto, cuando me levanto a bajar la persiana para que no entre luz hasta por lo menos las nueve, cualquiera de estos días, me parece, despierto a Luis y nos vamos al mercado central.
La semana pasada me desperté dos o tres veces antes de las seis pero, atrapados por Happy Valley, una serie inglesa bastante buena, nos estábamos durmiendo entre las dos y las tres así que bajé la persiana, miré a Luis dormir y a Loli moverse como para empezar el día, y me volví a acostar.

La última vez que fuimos al mercado fue la semana antes de navidad, hacía bastante calor.
Bastante calor, y bastante olor, sin mucha comprobación empírica creemos que lo que aumenta el olor es la sandía, por eso en verano es un poco menos soportable que en invierno.
Hay veces que pasan dos o tres días hasta que desaparece el olor que queda impregnado en la nariz como un souvenir del paseo.
El olor de las sandías podridas que flotan en unos charcos que se hacen en el piso de las rampas de los puestos, que no son charcos de agua sino de fluidos que largan tomates, zapallitos, lechugas que no se pueden vender medio podridos, que se tiran ahí.
El olor de esa ciénaga vegetal evaporándose bajo el sol de enero más mucha gente que revuelve entre ese barro jugoso, buscando encontrar algo para llevarse o para vender, o para regalar.
Un Arcimboldo de la miseria.
Un Matadero vegano.


Con todo, el mercado es un lugar al que me encanta ir.
Cada vez que entro, frente a un cartel que anuncia la inminencia del Club Atlético Mercado Central pienso lo bueno que seria que ese club tuviera un equipo de hockey, que ese equipo de hockey necesitara una arquera, que pudiera ser yo la arquera del Club Atlético Mercado Central.

La semana antes de la navidad era un loquero, camiones de todos los tamaños y de todas las nacionalidades taponaban unas calles que no eran mano ni contramano. Dejamos el auto bastante lejos, contra un paredón y empezamos la recorrida. Luis que me manda preguntar los precios a mí, yo que ya aprendí que no hay que esperar que alguien te atienda sino preguntar a los gritos a cuánto el cajón de y seguir caminando hasta encontrar el más barato, los pibes de los puestos que tienen clarísimo que no entendemos nada, que nos pueden cobrar lo que quieren y que, como nos dijo uno una vez, compramos para consumo personal.
Un viejito que solo venía melones, hizo que revisaba los que me vendía, me enchufó un cajón de seis melones y me mandó que lo cargara yo porque se ve que su marido la abandonó me dijo. Pero no me había abandonado, estaba buscando un changarín para que pasara con su carrito por todos los puestos buscando las cosas que habíamos comprado.
Un chico más joven, que solo vendía papas, bostezó, tenés sueño le pregunté, sí, arrancamos a las tres de la mañana, pensé en Happy Valley. Pero peor los de los puestos que tienen que ordenar las frutas por colores, ellos vienen más temprano.
Pienso en las veces que fuimos en invierno, el frío, el aliento a alcohol de los changarines.

La semana antes de navidad compramos cajones de bananas, de manzanas, de naranjas, de ciruelas, de uvas, de tomates cherrys, de cerezas, una bolsa de papas y otra de cebollas.
Todo eso, 100 kilos entre frutas y verduras, nos duró menos de un mes.
Por eso cualquiera de estas mañanas, si nos despertamos a tiempo, tenemos que volver al mercado.

Una de estas noches de enero logramos salir a pasear.
Fuimos a tomar cerveza, probando una, otra y otra nos pusimos a pensar en el mercado.
Pensamos en esas películas exploradoras del conurbano y no se nos ocurrió ninguna que pasara en el mercado.
Más cervezas y se nos apareció un posible guión o una novela: pedazos de changarines muertos en los containers, entre la fruta podrida, entre el olor de la sandía.
Seguimos con la cerveza y seguimos añadiendo detalles al argumento, hasta que Luis cerró el tema diciendo, lástima que sos mina, no podrías escribir eso.

Por suerte no le dije cómo seguía para mí la historia.
Que los changarines muertos querían ser todos arqueros del equipo de fútbol del Club Atlético Mercado Central, que iban muriendo todos a manos de una loca, que bajo el pretexto de ir al mercado a comprar fruta para su numerosa y ejemplar familia solo quería llegar a atajar ella en el primer equipo de los varones.

Una linda novela.
Civilización y barbarie.

1 comentario:

  1. Tenés que ver 7 Cajas. Es el impulso que necesitas para terminar el guión

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