Llegan al mismo bar una vez cada dos o tres años.
A alguna mesa cerca de las ventanas. A
una botella de cerveza casi congelada.
Intentan ver el río más
allá de una barranca de árboles raros en medio de lo profundo.
Sin suerte.
Y sin embargo traen en el cuerpo el
sabor azul del agua.
Algo los empuja a hacer de vez en
cuando ese mismo recorrido.
Ahí, en las mesas cerca
de las ventanas, se distraen con la gente que camina por las veredas
tan angostas, tan cerca de las que deambulaban las noches de febrero
buscando un lugar para comer y las persianas de todos los negocios
cerrados.
Cuando tan pobres y tan
ciegos.
Adelanto fugaz del
desamparo
La piedra de las calles
les parece la misma, más blanca.
La plaza tal vez les
parece la misma, más blanca.
El calor siempre es el
mismo, abril, diciembre, octubre, julio.
Después sabrían que eso
era también el gusto del humo.
Pero igual se perdían,
se había secado el rastro.
Brillaba como un cristal
pero era de sangre. Y no había pájaros cortando el cielo
Así, cada vez, oscuros
la noche, no los encontraba.
Aunque de día todavía
los guia el cansancio que domestica las tormentas.
A la noche ya la
conocían, ahí sentados, no les había dado nada.
Un poco de vidrios.
Ni amargos, ni ácidos,
nada.
Hay veces, segundos antes
de irse, que por esas veredas angostas, blancas, los lastima la
carrera desbocada del jabalí esmeralda.
Cabalga desenfrenado,
rompiendo el puro aire, con los colmillos de marfil enfurecido.
Él sí encuentra el río.
Revuelto aguas adentro.
No se animan a seguirlo.
Terminan la cerveza.
Suben al auto.
Al costado de la ruta. Adivinan el perfume de las naranjas envueltas en una red finita.
Compran casi diez kilos.
En dos o tres años
vuelven.
Nunca llueve.
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