jueves, 21 de mayo de 2015

Km 230




Llegan al mismo bar una vez cada dos o tres años.
A alguna mesa cerca de las ventanas. A una botella de cerveza casi congelada.
Intentan ver el río más allá de una barranca de árboles raros en medio de lo profundo.
Sin suerte.
Y sin embargo traen en el cuerpo el sabor azul del agua.

Algo los empuja a hacer de vez en cuando ese mismo recorrido.
Ahí, en las mesas cerca de las ventanas, se distraen con la gente que camina por las veredas tan angostas, tan cerca de las que deambulaban las noches de febrero buscando un lugar para comer y las persianas de todos los negocios cerrados.
Cuando tan pobres y tan ciegos.
Adelanto fugaz del desamparo

La piedra de las calles les parece la misma, más blanca.
La plaza tal vez les parece la misma, más blanca.
El calor siempre es el mismo, abril, diciembre, octubre, julio.
Después sabrían que eso era también el gusto del humo.

Pero igual se perdían, se había secado el rastro.
Brillaba como un cristal pero era de sangre. Y no había pájaros cortando el cielo
Así, cada vez, oscuros la noche, no los encontraba.

Aunque de día todavía los guia el cansancio que domestica las tormentas.
A la noche ya la conocían, ahí sentados, no les había dado nada.
Un poco de vidrios.
Ni amargos, ni ácidos, nada.

Hay veces, segundos antes de irse, que por esas veredas angostas, blancas, los lastima la carrera desbocada del jabalí esmeralda.
Cabalga desenfrenado, rompiendo el puro aire, con los colmillos de marfil enfurecido.
Él sí encuentra el río. Revuelto aguas adentro.
No se animan a seguirlo.

Terminan la cerveza.
Suben al auto.
Al costado de la ruta. Adivinan el perfume de las naranjas envueltas en una red finita.
Compran casi diez kilos.
En dos o tres años vuelven.
Nunca llueve.





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