El otro día encontramos
un rato y fuimos a comprar los colchones para Loli y Tótal.
La situación con Loli
por las noches se había vuelto insostenible.
En algún momento,
siempre cerca de las 3 de la mañana, se despertaba aprisionada entre
la pared de red de su cuna y un mueble.
Y empezaba el llanto.
En un movimiento mecánico
y sonámbulo me levantaba, la alzaba y la ponía en el medio de
nuestra cama con todo lo que ello significaba.
El martes trajeron
los colchones, cerramos las cunas para siempre y les armamos las
camas de abajo de las camas nuevas de los dormitorios.
Loli con las chicas,
cinco en un cuarto.
Tótal con sus hermanos,
los tres durmiendo juntos. Se hace el canchero para que los otros dos
se rían, ya no me da bola. Creció, en cualquier momento deja la
teta.
Nuestro dormitorio quedo
inmenso, parece vacío.
Los otros de a poco van
adquiriendo las características de lo que supongo serán los
campamentos de refugiados.
Donde duermen las cinco niñas casi que no
se puede entrar del olor que hay.
El de los varones está un poco más
ordenado a costa de que meten todo, absolutamente todo adentro del placard.
Anoche me quedé
trabajando hasta tarde. Tengo diez mil cosas que resolver y no puedo
solucionar ninguna.
Encima volvieron las
babosas a la cocina.
Luis se había bajado el documental de Alex de la Iglesia sobre Messi y suponía, con razón,
que a mí no me iba a interesar nada.
Pili estaba corrigiendo
un informe de Física y se quedó conmigo.
Yo estaba tratando, sin
éxito, de pensar algo original sobre las ventajas de que una
epístola de principios del siglo XVII esté escrita en liras y no en
tercetos.
A la una y media con la
cabeza quemada subí a dormir.
Luis me esperaba
despierto. O a lo mejor lo desperté yo.
Después de cuatro años
de estar compartiendo nuestras noches con dos criaturas no sé por
qué se preocupó por cerrar la puerta del cuarto.
Antes de ir a lavarme los
dientes deduje en la oscuridad que alguien había dejado un pedazo de
banana en mi mesita de luz.
No había comido nada de
postre así que pensé que iba a ser una buena idea comérmelo antes
de dormir, por si me faltaba potasio, o me agarraban calambres a la
madrugada.
En la oscuridad, la
puerta cerrada no dejaba pasar la luz que hay que dejar prendida para
que nadie se caiga rodando por las escaleras.
Hace un tiempo que
tiramos a la basura los veladores cuyas pantallas no podían
sostenerse derechas.
En esa oscuridad,
entonces, con el mismo movimiento mecánico y sonámbulo que alzaba a
Lolita, extendí la mano, agarré la banana y me la metí en la boca.
Camino al baño sentí un
latigazo ácido en el labio.
Pensé que la banana se
había podrido demasiado rápido, que a lo mejor alguien le había
tirado perfume encima, suelen vaciar frascos de perfume en lugares.
Con todo era una
sensación rara; ácida pero móvil. Ya la sentía en la garganta.
Temí caer envenenada.
En los dos segundos que
duró el camino a lavarme los dientes descarté posibles tósigos,
recordé una vez que me intoxiqué con unos zapallitos, me imaginé
todo el día siguiente en la recuperada cama pero vomitando.
En el baño tomé un vaso
de agua y sentí como el líquido lo único que hacía era empujar
esa sensación al estómago.
Empecé a escupir, tomé
más agua pero para escupir más fuerte.
Prendí la luz del baño.
Miré lo que había escupido.
Ni veneno, ni
podredumbre, ni perfume.
Tenía la boca llena de
hormigas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario