lunes, 1 de junio de 2015

Hormigas







El otro día encontramos un rato y fuimos a comprar los colchones para Loli y Tótal.
La situación con Loli por las noches se había vuelto insostenible.
En algún momento, siempre cerca de las 3 de la mañana,  se despertaba aprisionada entre la pared de red de su cuna y un mueble. 
Y empezaba el llanto.
En un movimiento mecánico y sonámbulo me levantaba, la alzaba y la ponía en el medio de nuestra cama con todo lo que ello significaba.
El martes trajeron los colchones, cerramos las cunas para siempre y les armamos las camas de abajo de las camas nuevas de los dormitorios.
Loli con las chicas, cinco en un cuarto.
Tótal con sus hermanos, los tres durmiendo juntos. Se hace el canchero para que los otros dos se rían, ya no me da bola. Creció, en cualquier momento deja la teta.
Nuestro dormitorio quedo inmenso, parece vacío.
Los otros de a poco van adquiriendo las características de lo que supongo serán los campamentos de refugiados. 
Donde duermen las cinco niñas casi que no se puede entrar del olor que hay. 
El de los varones está un poco más ordenado a costa de que meten todo, absolutamente todo adentro del placard.

Anoche me quedé trabajando hasta tarde. Tengo diez mil cosas que resolver y no puedo solucionar ninguna.
Encima volvieron las babosas a la cocina.
Luis se había bajado el documental de Alex de la Iglesia sobre Messi y suponía, con razón, que a mí no me iba a interesar nada.
Pili estaba corrigiendo un informe de Física y se quedó conmigo.
Yo estaba tratando, sin éxito, de pensar algo original sobre las ventajas de que una epístola de principios del siglo XVII esté escrita en liras y no en tercetos.
A la una y media con la cabeza quemada subí a dormir.
Luis me esperaba despierto. O a lo mejor lo desperté yo.
Después de cuatro años de estar compartiendo nuestras noches con dos criaturas no sé por qué se preocupó por cerrar la puerta del cuarto.

Antes de ir a lavarme los dientes deduje en la oscuridad que alguien había dejado un pedazo de banana en mi mesita de luz.
No había comido nada de postre así que pensé que iba a ser una buena idea comérmelo antes de dormir, por si me faltaba potasio, o me agarraban calambres a la madrugada.
En la oscuridad, la puerta cerrada no dejaba pasar la luz que hay que dejar prendida para que nadie se caiga rodando por las escaleras.
Hace un tiempo que tiramos a la basura los veladores cuyas pantallas no podían sostenerse derechas.
En esa oscuridad, entonces, con el mismo movimiento mecánico y sonámbulo que alzaba a Lolita, extendí la mano, agarré la banana y me la metí en la boca.
Camino al baño sentí un latigazo ácido en el labio.
Pensé que la banana se había podrido demasiado rápido, que a lo mejor alguien le había tirado perfume encima, suelen vaciar frascos de perfume en lugares.
Con todo era una sensación rara; ácida pero móvil. Ya la sentía en la garganta.
Temí caer envenenada.
En los dos segundos que duró el camino a lavarme los dientes descarté posibles tósigos, recordé una vez que me intoxiqué con unos zapallitos, me imaginé todo el día siguiente en la recuperada cama pero vomitando.
En el baño tomé un vaso de agua y sentí como el líquido lo único que hacía era empujar esa sensación al estómago.
Empecé a escupir, tomé más agua pero para escupir más fuerte.
Prendí la luz del baño. Miré lo que había escupido.
Ni veneno, ni podredumbre, ni perfume.
Tenía la boca llena de hormigas.




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