Ahora estoy acá una vez
más.
Mirando el mar,
escuchándolo romper furioso contra las piedras.
Durante estos días pocos
barcos esperaron en el horizonte.
Y el horizonte, al
principio, parecía estar formado por olas encrespadas. Luis se dio
cuenta y me lo mostró.
Tal vez por eso los
barcos preferían llegar y entrar al puerto rápido, porque no
encontraban una línea recta donde anclar seguros.
Frente a nuestas ventanas
sólo hay uno, es gigante. Se llama Wisdom y algo más que no
logramos descifrar.
Trajimos unos
largavistas. Yo le digo prismáticos o también binoculares y cuando
los chicos o las chicas me hacen enojar demasiado, sobre todo Toto,
porque no los quiere prestar o los ensucia con arena, me confundo y
me sale decir los auriculares.
Ahí Ruli se ríe y me
reta y me manda decirles largavistas, como si le diera vergüenza que
usara esas otras palabras. Cuando yo era chica me pasaba eso con mi
mamá: me ponia de mal humor cuando decía palabras que no se usaban
o que eran raras o que no me gustaba que las usara.
Los prismáticos
aparecieron en un placard de Plaza, alguna de esas tardes de enero en
las que me sentaba en el piso a ordenar lo imposible, a sentir cómo
me estallaba un poco el cerebro entre tantos objetos que se iban
apagando.
Estaban en un estuche de
cuero negro, no sé de quién son, no tengo registro de su existencia
durante mi infancia, no me produjeron ningún recuerdo cuando los
encontré, ninguna sensación, nada. Seguramente por eso fueron de
las pocas cosas que guardé con alegría.
Del resto, no sé. Pienso
en esa cantidad de fotos que no me acuerdo si tiré o no la última
vez que fui a Plaza, a tratar de terminar con el orden.
Se había hecho de noche,
estaba sola y me agarró el ataque que habia podido esquivar las
cinco, diez, veinte tardes anteriores en las que en medio del calor
más insoportable tuve siempre una cerveza helada para refrescarme
pero también para descansar de la tristeza del tiempo pasando como
aplanadora.
Pero ese último día
llené tantas bolsas de basura que ya ni me acuerdo qué guardé y
qué decidí tirar.
Sobre todo fotos,
montones de fotos, albumes de fotos ordenados por fecha que empezaban
en 1880 y llegaban hasta 2015 que ocupaban todo el piso del garage,
que se me venían encima casi hasta aplastarme.
Y entre tantos álbums,
dos sobres. Uno decía Cuentos y otro Fotos. Los dos con la letra de
Abelino.
Una foto me llamó la
atención. Esa creo que no la tiré. Mi papá en una cancha, las
medias bajas, sin canilleras. Como los cracks, como las pibas que la
rompen, como esas arqueras que juegan sin guantes, que envidio porque
son de futsal y saben avanzar hasta el círculo central esquivando
delanteras.
En una cancha, corriendo detrás de la
pelota.
Así me enteré de que mi viejo jugaba
al fútbol sin canilleras, como los cracks.
También me enteré que había escrito
algunos cuentos.
Pero no sé si me importó
tanto no haberlo sabido.
Dentro de poco ya es
mañana, dentro de poco es sábado.
Y yo voy a bajar como
cada mismo día de estos veranos pasados a mi playa preferida, a
sentarme un rato en la arena que está siempre húmeda.
A lo mejor mañana el
horizonte va a volver a ser una línea recta y lo puedo ver con los
prismáticos, a lo mejor se vuelve más irregular aún y también lo
puedo ver con los prismáticos.
A lo mejor voy a pensar
en las fotos de Plaza, a lo mejor me acuerdo de otras fotos.
Esta semana la orilla se
llenó de piedras, muchas con forma de corazón.
Loli y Lucía las
coleccionan.
Pero en mi playa
preferida las piedras están siempre, forman una muralla.
Mañana es el día en el
que esa muralla se transforma en almenas de diamante para protegerme del
mar furioso, del viento y del olvido.
A veces, los mejores
objetos son las piedras.
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