viernes, 15 de febrero de 2019

Prismáticos




Ahora estoy acá una vez más.
Mirando el mar, escuchándolo romper furioso contra las piedras.
Durante estos días pocos barcos esperaron en el horizonte.
Y el horizonte, al principio, parecía estar formado por olas encrespadas. Luis se dio cuenta y me lo mostró.
Tal vez por eso los barcos preferían llegar y entrar al puerto rápido, porque no encontraban una línea recta donde anclar seguros.
Frente a nuestas ventanas sólo hay uno, es gigante. Se llama Wisdom y algo más que no logramos descifrar.
Trajimos unos largavistas. Yo le digo prismáticos o también binoculares y cuando los chicos o las chicas me hacen enojar demasiado, sobre todo Toto, porque no los quiere prestar o los ensucia con arena, me confundo y me sale decir los auriculares.
Ahí Ruli se ríe y me reta y me manda decirles largavistas, como si le diera vergüenza que usara esas otras palabras. Cuando yo era chica me pasaba eso con mi mamá: me ponia de mal humor cuando decía palabras que no se usaban o que eran raras o que no me gustaba que las usara.

Los prismáticos aparecieron en un placard de Plaza, alguna de esas tardes de enero en las que me sentaba en el piso a ordenar lo imposible, a sentir cómo me estallaba un poco el cerebro entre tantos objetos que se iban apagando.
Estaban en un estuche de cuero negro, no sé de quién son, no tengo registro de su existencia durante mi infancia, no me produjeron ningún recuerdo cuando los encontré, ninguna sensación, nada. Seguramente por eso fueron de las pocas cosas que guardé con alegría.
Del resto, no sé. Pienso en esa cantidad de fotos que no me acuerdo si tiré o no la última vez que fui a Plaza, a tratar de terminar con el orden.
Se había hecho de noche, estaba sola y me agarró el ataque que habia podido esquivar las cinco, diez, veinte tardes anteriores en las que en medio del calor más insoportable tuve siempre una cerveza helada para refrescarme pero también para descansar de la tristeza del tiempo pasando como aplanadora.
Pero ese último día llené tantas bolsas de basura que ya ni me acuerdo qué guardé y qué decidí tirar.
Sobre todo fotos, montones de fotos, albumes de fotos ordenados por fecha que empezaban en 1880 y llegaban hasta 2015 que ocupaban todo el piso del garage, que se me venían encima casi hasta aplastarme.

Y entre tantos álbums, dos sobres. Uno decía Cuentos y otro Fotos. Los dos con la letra de Abelino.
Una foto me llamó la atención. Esa creo que no la tiré. Mi papá en una cancha, las medias bajas, sin canilleras. Como los cracks, como las pibas que la rompen, como esas arqueras que juegan sin guantes, que envidio porque son de futsal y saben avanzar hasta el círculo central esquivando delanteras.
En una cancha, corriendo detrás de la pelota.
Así me enteré de que mi viejo jugaba al fútbol sin canilleras, como los cracks.
También me enteré que había escrito algunos cuentos.
Pero no sé si me importó tanto no haberlo sabido.

Dentro de poco ya es mañana, dentro de poco es sábado.
Y yo voy a bajar como cada mismo día de estos veranos pasados a mi playa preferida, a sentarme un rato en la arena que está siempre húmeda.
A lo mejor mañana el horizonte va a volver a ser una línea recta y lo puedo ver con los prismáticos, a lo mejor se vuelve más irregular aún y también lo puedo ver con los prismáticos.
A lo mejor voy a pensar en las fotos de Plaza, a lo mejor me acuerdo de otras fotos.
Esta semana la orilla se llenó de piedras, muchas con forma de corazón. 
Loli y Lucía las coleccionan.
Pero en mi playa preferida las piedras están siempre, forman una muralla.
Mañana es el día en el que esa muralla se transforma en almenas de diamante para protegerme del mar furioso, del viento y del olvido.
A veces, los mejores objetos son las piedras.




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