Los otros días me compré
algo de ropa on line. Al lado de la foto de lo que quería apareció
un cuadro explicándome cómo medir cada parte del cuerpo, cuáles
son los límites de cada talles para poder calcular así cuál es el
que hay que encargar.
Pero la poética de esta
casa es que nunca encontramos los elementos necesarios en el momento
indicado. Cuando a alguien se le ponen los labios secos, las mejillas
coloradas, le duele la cabeza y todo apunta a que podría tener
fiebre el termómetro no aparece, si alguien tiene piojos se pierde
el peine fino; el otro día Luis tuvo que subir al techo porque se
había roto el flotante del tanque de agua y no pudo hacer nada
porque aquí abajo nunca pudimos dar con la pinza pico de loro que
necesitaba para destrabar una pieza.
Sí tenemos un metro de
madera que se pliega, en algún momento pensé en usarlo junto con un
hilo o algo así para tomarme bien las medidas. Pero recordé el
costurero de mi mamá que traje de Plaza y que escondí para que
nadie lo abriera y perdiera todo lo útil que tenía adentro:
tijeras, alfileres, hilos de todos colores, un pedazo de encaje y dos centímetros de esos
que se hacen como una rueda o como un espiral.
Y ahí, además de poder
encargar la ropa con las medidas correspondientes, me acordé de
cuando me tenía que subir a la mesa de la cocina para que mi mamá
me hiciera dobladillos de alguna pollera mientras me retaba porque me
movía diciéndome “Florencia, sabés que soy un desastre cosiendo,
quedate quieta” o cuando venía a casa y nos retaba porque no
teníamos alfileres en nuestro costurero que es una lata que solo
tiene hilos todos enredados entre sí junto con agujas a las que se
les rompió el ojo.
Ayer a la mañana llevé
a Consu a jugar contra Ferro. En diez minutos su equipo hizo dos
goles, uno de un pase de ella y el otro arrancó con la pelota en
mitad de cancha, esquivó a dos y la puso en la red. “Bien Consu”
le grité.
La arquerita de Ferro
después del segundo gol gritó “Basta mamá” y miró a una mujer
que estaba en la tribuna.
Y me acordé de una
historia que le gustaba siempre contar a mi mamá; Yo había vuelto a
jugar al hockey después de que habían nacido Octi y Estani y ella
llegó en la mitad de un partido, preguntó cuánto íbamos y alguien
del público le dijo “Pierden 8 a 0, pero si no fuera por la
arquera irían perdiendo por 20”.
Ayer a la tarde me fui al
campo, siempre vuelvo por el Bajo o por Córdoba pero ayer no sé por
qué se me ocurrió volver por Perón y pasar por atrás del
Sanatorio Mitre y de esas cúpulas tan raras.
Ayer me tiré a sacar una
pelota, la delantera siguió de largo y me pateó la nariz. Me puse
la mano y cuando me miré el guante lo tenía lleno de sangre.
Ayer hace un año me
saqué de lugar una falange del pulgar izquierdo, estuve casi tres
meses sin jugar.
Ayer hace dos años que
se murió mi mamá. En estos dos años hice cosas que la hubieran
espantado mucho más que la falta de alfileres y a lo mejor algunas
que la hubieran puesto orgullosa como los 12 goles que salvé la vez
del hóckey. En estos dos años descubrí que a veces la traté como
a veces Pili me trata a mí y eso hizo que me perdiera un montón de
cosas que tal vez quería compartir conmigo.
Hoy después de la patada
de ayer la nariz casi que no me duele.
Hoy hay un movimiento del
dedo que todavía me recuerda la lesión del pulgar.
Hoy extraño a mi mamá
mucho más de lo que creí que iba a extrañarla.