martes, 9 de abril de 2019

Relato







Me faltaron tantas historias

La de mi cumpleaños. La de los regalos increíbles que recibí: la bici, los botines, la pelota, las crocs, los pantalones de arquera y tantos otros tan buenos.
La de Consu rompiéndola contra la UAI. La de Maite y Sonsi empezando, finalmente, las clases.
La de Valen y sus capturas de pantalla. La de la estatua de Plaza.
La de la rodilla sangrando después de caerme de la bici nueva.
La del tatuaje en Torre Minerva.
Las de las mañanas de los martes con Xime y con Noelia en Devoto leyendo Garcilaso, comiendo pollo y tratando de encontrar razones para no dejar de reirnos.
La del recorrido que hicimos con Luis por Palermo en el que conocimos a una serie de personajes interesantísimos que sabían un montón sobre la historia del fútbol y de los estadios.
La de viernes y sábado en Montevideo escuchando a Eté & los problems.

También empezó el torneo de exalumnas.

El campo de deportes en otoño tiene un color característico: el de las hojas amarillas amontonadas en el pasto seco mezcladas con la sensación de que tenés que correr una vuelta más porque ya se cumplen los doce minutos y querés dar por lo menos siete y porque además viste el auto verde de tu viejo esperando que termines, estacionado en la calle de adoquines por los que cruzan las ratas buscando algo que se cae de los camiones o de los silos del puerto y te querés ir rápido porque al día siguiente hay prueba de latín y te falta estudiar de memoria todo el vocabulario. Como tenés quince años te mandás un pique pateando las hojas que levantan vuelo apenas, y después se vuelven a confundir con el pasto seco y llegas casi a dar ocho vueltas. Entonces ese color de otoño en esas épocas siempre es victoria.

El domingo el mismo color hacía estallar el aire, pero cuarenta años después. Botines y guantes naranjas, medias, rodilleras, shorts y camiseta negras. Casi disfrazada. De Lev Yashin, araña negra, un relato soviético.
Antes del partido fui al vestuario a hacer pis, me llamó la atención cómo un lugar puede permanecer igual a lo largo del tiempo cuando alrededor todo cambió.
Me paré en el arco que le daba la espalda al sol de abril.
Tocaba jugar contra uno de los mejores equipos del torneo tienen una jugadora a la que todas llamamos Ronaldo y una arquera crack, de las que avanzan hasta mitad de cancha y patean.
Empezó el partido con una serie de pases que hicieron que tuviéramos a Ronaldo y sus compañeras adentro del área durante todo el primer tiempo bombardeando los tres palos sin ningún éxito. En alguna revolcada se me terminó de salir la costra de la herida que me hice en la rodilla al caerme de la bici hace unos días y la rodillera quedó roja de sangre. A los 15 minutos de juego, a la arquera crack que jugaba en mitad de cancha se le escapó una jugadora de las nuestras y en un contraataque glorioso nos pusimos un gol arriba.
Afuera la hinchada era nuestra y así, despacio, se terminó el primer tiempo.
En el intervalo decidimos seguir jugando igual poniéndole un poco más de atención a la arquera que pateaba unos bombazos infernales al arco.
Empezó el complemento: nuevo contraataque sin nadie del otro equipo defendiendo de mitad de cancha para abajo y la pelota que rodó despacio y en silencio golpeó la red. 2-0 arriba. El peor resultado. Se nos vinieron encima. A los 10 minutos del segundo tiempo la arquera pateó; una jugadora adentro del área amagó que iba a hacer un taco pero la dejó pasar, me descolocó y gol.
Al ratito se la empezaron a pasar entre cuatro en el borde del área, jueguito, pelotazo, la clavaron en un ángulo. 2-2. Así empezamos a aguantar lo que quedaba del partido, las teníamos a todas metidas en el arco, corners, laterales en contra, tiros libres, la pelota no les entraba. De repente otro bombazo de la arquera desde mitad de cancha, rebotó en una jugadora nuestra y la pelota se coló entre mi mano izquierda y el palo. 3-2. Cuando íbamos a sacar del medio la árbitro tocó dos veces fuerte el silbato. Se acabó el partido. Algunas se saludaban, yo me empecé a ir sacándome los guantes naranjas que brillaban demasiado, sin sentido. Escuché la voz de Ronaldo que decía “Voy a saludar a la arquera”, le dí la mano, después me senté en el cemento y me largué a llorar.
Hacía mucho tiempo que no lloraba por un partido.

Al lado mío apareció una arquera chiquita, una crack de diecisiete o dieciocho años, a abrazarme.
La reconocí en seguida: era yo hace cuarenta años, que estaba ahí en el campo para consolarme por la derrota.
Alcancé a decirle que cuando creciera iba a sacar algunas pelotas complicadas del ángulo pero que otras se le iban a escapar entre los guantes y se le iban a meter en el arco, pero que no se preocupara tanto, que a veces había revanchas.
Ella solo me dijo “sos una arqueraza” aunque las dos sabíamos que era mentira, que el tiempo no solamente le pasó a las hojas amarillas y a las canchas de polvo y que ningún disfraz de araña negra me iba a acercar siquiera a Lev Yashin. Creo que también lloraba un poco por eso.
Cuando me levanté porque ya el cemento me quemaba y la rodilla se había transformado en una bola de sangre fluorescente me dí cuenta de que la que me había dado un abrazo había sido Vicky, una gran arquera, que, a veces, me hace acordar un poco a mí cuando era chica.
Guardé todo en el bolso y me volvi a casa. No había ni autos verdes ni empedrado, ni ratas, ni vocabulario que estudiar para pruebas de latín
Pero a lo mejor habrá revancha.


El otro día Patricio me preguntó si conocía un libro que recopilaba cuentos de fútbol escritos por mujeres. “No” le respondí, “no lo conozco”. Seguramente serán buenas historias.
Casi que tanto como romperla en el arco me gustaría escribir buenos relatos de fútbol.
Ese libro del que me habló Patricio tiene en la tapa un zapato de taco pisando una pelota .
Yo por ahora solo tengo mis botines, la rodilla ensangrentada, y las lágrimas por no saber sostener un resultado.
Igual, es un montón.



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