Me faltaron tantas historias
La de mi cumpleaños. La
de los regalos increíbles que recibí: la bici, los botines, la
pelota, las crocs, los pantalones de arquera y tantos otros tan
buenos.
La de Consu rompiéndola
contra la UAI. La de Maite y Sonsi empezando, finalmente, las
clases.
La de Valen y sus
capturas de pantalla. La de la estatua de Plaza.
La de la rodilla
sangrando después de caerme de la bici nueva.
La del tatuaje en Torre
Minerva.
Las de las mañanas de
los martes con Xime y con Noelia en Devoto leyendo Garcilaso,
comiendo pollo y tratando de encontrar razones para no dejar de
reirnos.
La del recorrido que
hicimos con Luis por Palermo en el que conocimos a una serie de
personajes interesantísimos que sabían un montón sobre la historia
del fútbol y de los estadios.
La de viernes y sábado
en Montevideo escuchando a Eté & los problems.
También empezó el torneo de
exalumnas.
El campo de deportes en
otoño tiene un color característico: el de las hojas amarillas
amontonadas en el pasto seco mezcladas con la sensación de que tenés
que correr una vuelta más porque ya se cumplen los doce minutos y
querés dar por lo menos siete y porque además viste el auto verde
de tu viejo esperando que termines, estacionado en la calle de
adoquines por los que cruzan las ratas buscando algo que se cae de los camiones o de los silos del puerto y te querés ir rápido
porque al día siguiente hay prueba de latín y te falta estudiar de
memoria todo el vocabulario. Como tenés quince años te mandás un
pique pateando las hojas que levantan vuelo apenas, y después se
vuelven a confundir con el pasto seco y llegas casi a dar ocho
vueltas. Entonces ese color de otoño en esas épocas siempre es
victoria.
El domingo el mismo color
hacía estallar el aire, pero cuarenta años después. Botines y
guantes naranjas, medias, rodilleras, shorts y camiseta negras. Casi
disfrazada. De Lev Yashin, araña negra, un relato soviético.
Antes del partido fui al
vestuario a hacer pis, me llamó la atención cómo un lugar puede
permanecer igual a lo largo del tiempo cuando alrededor todo cambió.
Me paré en el arco que le daba la espalda al sol de abril.
Tocaba jugar contra uno
de los mejores equipos del torneo tienen una jugadora a la que todas
llamamos Ronaldo y una arquera crack, de las que avanzan hasta mitad
de cancha y patean.
Empezó el partido con
una serie de pases que hicieron que tuviéramos a Ronaldo
y sus compañeras adentro del área durante todo el primer tiempo
bombardeando los tres palos sin ningún éxito. En alguna revolcada
se me terminó de salir la costra de la herida que me hice en la
rodilla al caerme de la bici hace unos días y la rodillera quedó
roja de sangre. A los 15 minutos de juego, a la arquera crack que
jugaba en mitad de cancha se le escapó una jugadora de las nuestras
y en un contraataque glorioso nos pusimos un gol arriba.
Afuera la hinchada era
nuestra y así, despacio, se terminó el primer tiempo.
En el intervalo decidimos
seguir jugando igual poniéndole un poco más de atención a la
arquera que pateaba unos bombazos infernales al arco.
Empezó el complemento:
nuevo contraataque sin nadie del otro equipo defendiendo de mitad de
cancha para abajo y la pelota que rodó despacio y en silencio golpeó la red. 2-0 arriba. El peor resultado. Se nos vinieron encima. A los
10 minutos del segundo tiempo la arquera pateó; una jugadora adentro
del área amagó que iba a hacer un taco pero la dejó pasar, me
descolocó y gol.
Al ratito se la empezaron
a pasar entre cuatro en el borde del área, jueguito, pelotazo, la
clavaron en un ángulo. 2-2. Así empezamos a aguantar lo que quedaba
del partido, las teníamos a todas metidas en el arco, corners,
laterales en contra, tiros libres, la pelota no les entraba. De
repente otro bombazo de la arquera desde mitad de cancha, rebotó en
una jugadora nuestra y la pelota se coló entre mi mano izquierda y
el palo. 3-2. Cuando íbamos a sacar del medio la árbitro tocó dos
veces fuerte el silbato. Se acabó el partido. Algunas se saludaban,
yo me empecé a ir sacándome los guantes naranjas que brillaban
demasiado, sin sentido. Escuché la voz de Ronaldo que decía “Voy
a saludar a la arquera”, le dí la mano, después me senté en el
cemento y me largué a llorar.
Hacía mucho tiempo que
no lloraba por un partido.
Al lado mío apareció
una arquera chiquita, una crack de diecisiete o dieciocho años, a
abrazarme.
La reconocí en seguida:
era yo hace cuarenta años, que estaba ahí en el campo para
consolarme por la derrota.
Alcancé a decirle que
cuando creciera iba a sacar algunas pelotas complicadas del ángulo
pero que otras se le iban a escapar entre los guantes y se le iban a
meter en el arco, pero que no se preocupara tanto, que a veces había
revanchas.
Ella solo me dijo “sos
una arqueraza” aunque las dos sabíamos que era mentira, que el
tiempo no solamente le pasó a las hojas amarillas y a las canchas de
polvo y que ningún disfraz de araña negra me iba a acercar siquiera
a Lev Yashin. Creo que también lloraba un poco por eso.
Cuando me levanté porque
ya el cemento me quemaba y la rodilla se había transformado en una
bola de sangre fluorescente me dí cuenta de que la que me había
dado un abrazo había sido Vicky, una gran arquera, que, a veces, me
hace acordar un poco a mí cuando era chica.
Guardé todo en el bolso
y me volvi a casa. No había ni autos verdes ni empedrado, ni ratas,
ni vocabulario que estudiar para pruebas de latín
Pero a lo mejor habrá
revancha.
El otro día Patricio me
preguntó si conocía un libro que recopilaba cuentos de fútbol
escritos por mujeres. “No” le respondí, “no lo conozco”.
Seguramente serán buenas historias.
Casi que tanto como
romperla en el arco me gustaría escribir buenos relatos de fútbol.
Ese libro del que me
habló Patricio tiene en la tapa un zapato de taco pisando una
pelota .
Yo por ahora solo tengo
mis botines, la rodilla ensangrentada, y las lágrimas por no saber
sostener un resultado.
Igual, es un montón.
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