Imaginate que hace
exactamente catorce años tenés un embarazo de ocho meses y días y
salís a la calle a la noche y te das cuenta de que se te rompió la
bolsa.
Imaginate que es tu
tercer embarazo y que nunca antes en los otros dos te pasó eso, pero
tenés ya tres cursos preparto y sabés que si el líquido que te
sale tiene olor a lavandina, y sale un montón y no lo podés parar
es la bolsa rota.
Entonces te ponés una
toalla, dejás en algún lado a tus dos hijas más grandes, te subís
al auto y te vas a internar.
Y sabés que siendo el
tercer parto va a nacer rápido, capaz que ni te tienen que poner
goteo ni nada.
Ni pasás por preparto,
te cambiás, te meten rápido en la sala de partos, son las diez
menos veinte de la noche. Te dejan sola, no hay enfermeras, van a
hacer tiempo para que te toquen las que entran a las diez, no las que
se están yendo.
Nunca te dolieron
demasiado las contracciones, pero esas en esa sala de parto, en la
que te dejaron sola te duelen mucho, te hacen temblar todo el cuerpo,
desde abajo hacia arriba y te dan frío, mucho frío.
Por fin, llega el médico,
te revisa, escuchás que alguien dice esperemos al anestesista y que
el médico dice ningun anestesista el chico está acá y otra vez ese
temblor frío, el dolor, el llanto, el cordón que se corta, el bebé
contra tu cuerpo.
Y te das cuenta de que
pariste asi, de golpe, pariste sin el líquido helado de la peridural
corriendo entre tus vértebras.
Y te hicieron un tajo y
te lo cosieron y todo sin anestesia.
Casi que te convencés de
que ese es el dolor máximo que vas a sentir por un hijo.
En la pared, el reloj,
esos relojes metálicos de las salas de parto.
Todavía no son las diez,
si esperaban a la próxima guardia de enfermeras no llegabas.
No quiero que este sea mi
último hijo pensás.
Hace catorce años tenían
las cosas bastante controladas.
Después, ibas a aprender
que todo es tan rápido.
Que el tiempo, en
realidad, se mide con cuchillos.
Que hay algo invisible
que nos vuelve los hijos estrellas fulminantes, lavandina, vidrio o
furia, que duele, que lastima, que nos hace blanca la sangre, morada
la paz, rojas las cicatrices.
Y pasados catorce años
mirás otra vez a tu alrededor: podés sentir las músicas de hojas,
las piedras de espuma y las almas mariposa en tantos ojos desatadas.
Pero, te acordás de la
frase de la presentación de La hora violeta en la Feria del libro,
la de que todos los hijos que se nos mueren son hijos únicos y por
una milésima de segundo te querés volver a sentir tan sola como en
esa sala de parto hace catorce años, encerrada en nadie y en nada.
Poder escribir por un
instante brevísimo, que todo es una mierda.
Para después, como
siempre, armada, acorazada, almenada, gigante de cristal, volver al
mundo.