miércoles, 19 de septiembre de 2018

Ventana




Tengo enfrente una ventana gigante, veo un techo de chapas.
Me apoyo sobre una pared pintada de color claro, las personas hablan al lado mío pero no las escucho. Solo presto atención a la ventana gigante que tengo enfrente y al paisaje que me deja ver: un techo de chapas.
Hay un hombre parado sobre el techo, o casi acostado porque el techo tiene un declive bastante pronunciado. Me parece que el hombre tiene una garrafa.
Pienso que a lo mejor anoche, mientras nosotros comíamos con Paco, además de diluviar granizó y entonces se rompió el techo de chapas. Por eso ahora el hombre tuvo que subirse con la garrafa para soldarlo.
Me llama la atención el cielo porque más que celeste está azul.
La chapa a punto de oxidarse desafía ese celeste y yo no entiendo cómo si anoche llovió tanto ahora por esa ventana no veo ni una nube.

Me acuerdo de las otras veces que estuve ahí, en esa habitación. Hace muchos años contando un sueño, se caía un avión al agua y de repente salía mi hermano del agua con unos nenes en brazos.
Después, una noche volando de fiebre, otra vez a la madrugada con Luis, una tarde con Maite.
Los ruidos son siempre los mismos, pero nunca me dí cuenta de que la ventana dejaba pasar tanto el cielo.

Ahora me cuesta distinguir al hombre en el techo, la garrafa me aburre; la conversación no me interesa.
Busco otros puntos en los que fijar mi atención. Los encuentro en seguida: al lado mío una pileta blanca, de loza un poco cuarteada, una canilla que no cierra del todo bien.
La canilla gotea de manera acompasada, como un metrónomo.
Me acuerdo de la obra de teatro de la otra noche, que vimos con Pili y que después nos fuimos a comer hamburguesas. En esa obra el ritmo del ruido de un pozo de petróleo terminaba sonando como Ji Ji Ji de los Redondos y en el escenario todas bailaban.
Pero en ese gotear constante no puedo imaginarme ninguna canción, solo un sonido duro, seco, casi enemigo.

De repente sale una llama de la garrafa, el hombre tiene una máscara y está soldando algo.
Me imagino que el golpeteo de las gotas es el sonido del soldador, aumenta de a poco.
Termina aturdiéndome pero nadie parece escucharlo. La llama se apaga, el hombre se baja del techo. Se olvida la garrafa apoyada en la parte más alta. Por la ventana siento cómo la chapa quema. Seguro el hombre más tarde vuelve a subir a buscar su soldador, o a seguir soldando.
Ya no lo voy a ver porque me tengo que ir, la conversación terminó; nada me queda por hacer ahí, enfrente de esa ventana.

Salimos. 
Afuera, bajo el sol que debe estar golpeando en la garrafa como las gotas que pierde la canilla, la mañana se abre paso.



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