Tengo enfrente una
ventana gigante, veo un techo de chapas.
Me apoyo sobre una pared
pintada de color claro, las personas hablan al lado mío pero no las
escucho. Solo presto atención a la ventana gigante que tengo
enfrente y al paisaje que me deja ver: un techo de chapas.
Hay un hombre parado
sobre el techo, o casi acostado porque el techo tiene un declive
bastante pronunciado. Me parece que el hombre tiene una garrafa.
Pienso que a lo mejor
anoche, mientras nosotros comíamos con Paco, además de diluviar
granizó y entonces se rompió el techo de chapas. Por eso ahora el
hombre tuvo que subirse con la garrafa para soldarlo.
Me llama la atención el cielo porque
más que celeste está azul.
La chapa a punto de
oxidarse desafía ese celeste y yo no entiendo cómo si anoche llovió
tanto ahora por esa ventana no veo ni una nube.
Me acuerdo de las otras
veces que estuve ahí, en esa habitación. Hace muchos años contando
un sueño, se caía un avión al agua y de repente salía mi hermano
del agua con unos nenes en brazos.
Después, una noche volando de
fiebre, otra vez a la madrugada con Luis, una tarde con Maite.
Los ruidos son siempre
los mismos, pero nunca me dí cuenta de que la ventana dejaba pasar
tanto el cielo.
Ahora me cuesta distinguir al hombre en el techo, la
garrafa me aburre; la conversación no me interesa.
Busco otros puntos en los que fijar mi
atención. Los encuentro en seguida: al lado mío una pileta blanca, de loza un
poco cuarteada, una canilla que no cierra del todo bien.
La canilla
gotea de manera acompasada, como un metrónomo.
Me acuerdo de la obra de
teatro de la otra noche, que vimos con Pili y que después nos fuimos
a comer hamburguesas. En esa obra el ritmo del ruido de un pozo de
petróleo terminaba sonando como Ji Ji Ji de los Redondos y en el
escenario todas bailaban.
Pero en ese gotear constante no puedo imaginarme ninguna canción, solo un sonido duro, seco,
casi enemigo.
De repente sale una llama
de la garrafa, el hombre tiene una máscara y está soldando algo.
Me imagino que el
golpeteo de las gotas es el sonido del soldador, aumenta de a poco.
Termina aturdiéndome
pero nadie parece escucharlo. La llama se apaga, el hombre se baja
del techo. Se olvida la garrafa apoyada en la parte más alta. Por la
ventana siento cómo la chapa quema. Seguro el hombre más tarde
vuelve a subir a buscar su soldador, o a seguir soldando.
Ya no lo voy a ver porque
me tengo que ir, la conversación terminó; nada me queda por hacer ahí,
enfrente de esa ventana.
Salimos.
Afuera, bajo el
sol que debe estar golpeando en la garrafa como las gotas que pierde la
canilla, la mañana se abre paso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario