Cuando estaba en sala roja, la de 3
años, un día su amiga Viole le dijo Consue, en casa le decíamos y
le seguimos diciendo Consu.
Me llamó la atención
Y me dí cuenta de que era
mucho más que un consuelo.
Que era Consu, la de los
ojos mansos, la de la sonrisa eterna, la de la tranquilidad plateada.
Consu, la mejor amiga de
sus mejores amigos, la mejor hermana de sus hermanos más chicos.
La de las mil camisetas
de Boca, la mejor hincha de fútbol.
La que el martes veía
por tele el partido de Deportivo Español contra Barracas Central y
me lo tradujo en términos de Español pierde contra Barrancas de
Belgrano, la que en vez de Huracán dice Huracania.
La que lleva la pelota
para jugar en el recreo, la que en Tecnópolis aparecía todo el
tiempo en las pantallas gigantes de los juegos de Zamba.
Mi queridísima Consue,
la que desmintió siempre toda teoría de que los bebés sienten lo
mismo que sus madres cuando están en la panza.
La que se abrió paso
para venir a nacer en una sala de partos en penumbra porque su madre
no podía ni pensar con las luces encendidas.
La que se siguio abriendo
paso como un torrente de fuegos artificiales, un raudo torbellino, un
buen número once.
La que nos ató las
heridas, nos blindó la sangre, nos secó los llantos con relámpagos.
Anoche salimos con Luis a
comer a un restaurant nuevo, chiquito, cerca del río en Vicente López, las calles
estaban vacías y ya se empezaban a oler las cenizas en el aire.
Antes de comer nos
tomamos un pisco sour.
Lejísimo todo de la misma noche un tiempo atrás tomando una coca en los jardines
del Pirovano esperando que naciera Consu.
Y solo pasaron ocho años.
Mañana en
su fiesta de cumple no va a haber globos en la reja, porque los
globos en estos días y en esta familia no garpan.
Va a haber molinitos.
Para Consu y por Consu,
mi nena vestida viento, mi superheroina poderosa del planeta
Huracania.
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