En dos semanas tres veces a Ezeiza.
A la madrugada a llevar a
la abuela, a la noche a llevar a mi tía, la semana que viene otra
vez.
Veo cómo la gente vuela,
se sube a aviones, sonríe, lleva valijas con tantas rueditas como
los tentáculos de un pulpo.
A mí hasta el olor a
nafta del aeropuerto que (lo aprendí en Sheremétievo, cuando
volaba) es distinto de la nafta de los autos me asusta.
Me alivia ir y volver de Ezeiza
sabiendo que no soy yo la que vuelo.
Llevo a Valen, a Pili, busco a KP,
llevo a la abuela.
Llevo a mi tía. Adelante nuestro en la
cola, una pareja joven, una criatura pequeña.
Más de un año y menos de dos.
Volar con Tótal, con Loli eso no me
asusta; me cansa pensarlo. Persiguiéndolos por los pasillos del
avión, cuidando que no tiren la coca al piso, que no molesten al
resto de los viajeros. Imposible.
Los de adelante de la
cola tenían que despachar la lata de leche en polvo. No la podían
llevar en mano.
Se desesperaron, no podían calcular
cuánta leche separar para el vuelo de la criatura.
Volar con Loli, con Tótal
tendría sus ventajas. Toman la teta. Sacar la teta veinte mil veces
en el medio del avión, para alimentar a niños de dos años y medio.
Me volví a cansar.
El cálculo de una
precisión alquímica les demandó como quince minutos, lo que tardé
yo en ir a embalar unas botellas a los embaladores fosforescentes de
la entrada. Me acordé del rollo de film gigante de embalar que nos
compramos en Quequén antes de mandar de vuelta nuestras valijas.
Ahora Luis lo usa para cualquier cosa, hasta para cocinar. La pata de
ternera que preparó para mi cumple la envolvió en eso.
Los de adelante de la
cola ya habián llenado una bolsita con el polvo de la leche, la
miraron convencidos de que con eso alcanzaba para todo el viaje,
sonrieron y despacharon la lata. Consu había pasado también a hacer
el check-in y casi me la mandan a New York.
En dos semanas tres
veces.
Extrañaba el viaje. El
año pasado y el anterior hacía ese camino cada quince días, pero
en vez de seguir derecho doblaba un poco antes.
Me recibía el olor a
sopa de las diez de la mañana cuando atravesaba los pabellones, los
pasillos mojados aunque no lloviera, las guardiacárceles cortando el
tránsito.
El gusto del mate que no
pudimos repicar afuera ni con Lidia, ni con Xime, otra operación
alquímica para combinar yerbas que, por ahora no nos dio resultado.
El día que me comí el
pollo con arroz de alguien que no quería almorzar mientras leíamos
Garcilaso en medio del pasto degollado, oxidado por los alambres de
púa.
El dia que me regalaron
una manzana.
Despachamos a todos,
botellas, valijas, leche.
La Richieri estaba vacía,
peor que la madrugada del jueves después del mercado.
Cuando era chica ese
camino de vuelta de Ezeiza, después de despedir a mi tía, lo hacía
siempre tristísima, llorando.
Ahora me alivia ir y
volver de Ezeiza sabiendo que no soy yo la que vuelo.
A la derecha
de la ruta, la luna casi llena colgaba entre la silueta de los
aviones estacionados.
Se había hecho bastante
tarde. Aceleré. Quería llegar a casa rápido.
Tenía que ir a buscar a
Sonsi que estaba practicando el piano en lo de Kp y en la heladera se enfriaba una cerveza inglesa que me habían regalado para el cumple.
Consu, dormida en el
asiento de atrás, no me contestó cuando le dije mirá la luna.
Tenía alrededor un
espejo de niebla o de agua de lluvia.
A lo mejor era la mugre
del parabrisas del auto. Pero la hacía brillar más fuerte.
Está justo pasando por
encima de la cárcel pensé.
Como las grullas sobre
Moscú, cuando todavía volaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario