viernes, 10 de abril de 2015

Ezeiza

En dos semanas tres veces a Ezeiza.
A la madrugada a llevar a la abuela, a la noche a llevar a mi tía, la semana que viene otra vez.
Veo cómo la gente vuela, se sube a aviones, sonríe, lleva valijas con tantas rueditas como los tentáculos de un pulpo.
A mí hasta el olor a nafta del aeropuerto que (lo aprendí en Sheremétievo, cuando volaba) es distinto de la nafta de los autos me asusta.
Me alivia ir y volver de Ezeiza sabiendo que no soy yo la que vuelo.
Llevo a Valen, a Pili, busco a KP, llevo a la abuela.

Llevo a mi tía. Adelante nuestro en la cola, una pareja joven, una criatura pequeña.
Más de un año y menos de dos.
Volar con Tótal, con Loli eso no me asusta; me cansa pensarlo. Persiguiéndolos por los pasillos del avión, cuidando que no tiren la coca al piso, que no molesten al resto de los viajeros. Imposible.

Los de adelante de la cola tenían que despachar la lata de leche en polvo. No la podían llevar en mano.
Se desesperaron, no podían calcular cuánta leche separar para el vuelo de la criatura.
Volar con Loli, con Tótal tendría sus ventajas. Toman la teta. Sacar la teta veinte mil veces en el medio del avión, para alimentar a niños de dos años y medio. Me volví a cansar.

El cálculo de una precisión alquímica les demandó como quince minutos, lo que tardé yo en ir a embalar unas botellas a los embaladores fosforescentes de la entrada. Me acordé del rollo de film gigante de embalar que nos compramos en Quequén antes de mandar de vuelta nuestras valijas. Ahora Luis lo usa para cualquier cosa, hasta para cocinar. La pata de ternera que preparó para mi cumple la envolvió en eso.

Los de adelante de la cola ya habián llenado una bolsita con el polvo de la leche, la miraron convencidos de que con eso alcanzaba para todo el viaje, sonrieron y despacharon la lata. Consu había pasado también a hacer el check-in y casi me la mandan a New York.


En dos semanas tres veces.
Extrañaba el viaje. El año pasado y el anterior hacía ese camino cada quince días, pero en vez de seguir derecho doblaba un poco antes.

Me recibía el olor a sopa de las diez de la mañana cuando atravesaba los pabellones, los pasillos mojados aunque no lloviera, las guardiacárceles cortando el tránsito.
El gusto del mate que no pudimos repicar afuera ni con Lidia, ni con Xime, otra operación alquímica para combinar yerbas que, por ahora no nos dio resultado.
El día que me comí el pollo con arroz de alguien que no quería almorzar mientras leíamos Garcilaso en medio del pasto degollado, oxidado por los alambres de púa.
El dia que me regalaron una manzana.

Despachamos a todos, botellas, valijas, leche.
La Richieri estaba vacía, peor que la madrugada del jueves después del mercado.
Cuando era chica ese camino de vuelta de Ezeiza, después de despedir a mi tía, lo hacía siempre tristísima, llorando.
Ahora me alivia ir y volver de Ezeiza sabiendo que no soy yo la que vuelo.


A la derecha de la ruta, la luna casi llena colgaba entre la silueta de los aviones estacionados.
Se había hecho bastante tarde. Aceleré. Quería llegar a casa rápido.
Tenía que ir a buscar a Sonsi que estaba practicando el piano en lo de Kp y en la heladera se enfriaba una cerveza inglesa que me habían regalado para el cumple.

Consu, dormida en el asiento de atrás, no me contestó cuando le dije mirá la luna.
Tenía alrededor un espejo de niebla o de agua de lluvia.
A lo mejor era la mugre del parabrisas del auto. Pero la hacía brillar más fuerte.
Está justo pasando por encima de la cárcel pensé.
Como las grullas sobre Moscú, cuando todavía volaba.







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