martes, 31 de diciembre de 2019

Stickers





Como si el año hubiera pasado en stickers. Reales, imaginarios, virtuales.

Los innumerables que había en el lugar donde me tatué. La felicidad de esa mañana de sol volviendo por la bicisenda, con mi bici nueva, con un plástico cubriéndome la F del brazo y la alegría de tener otra vez a mi chiquito conmigo para siempre.

Los de la cárcel, pegados en las columnas de la vereda en la que hacían cola en medio del frío y de la lluvia las mujeres cargadas con niñes y con bolsas de colores llenas de comida.

Los de todas las ventanas de los desayunos, hasta el de la mañana que escuché “no te digo que te vayas, te pido que te vayas”.

Los de La Fuerza el día que me despidieron mis amigas lujaneras. Los de la pastilla que me recetó Fabi para poder volar.

Los de Patricia que me subió al avión.

Los de los pájaros pegados en los vidrios de Neuchatel, que no eran ruiseñores, aunque parecían.

Los del dormitorio de mi preciosa sobrina sevillana.

Los de las ventanas de la casa de Abelino en San Cristóbal, cuando cambiaron las tablas por vidrios

Los de Luján.

Los de Coni, siempre.

Los que pensamos con Xime para las carpetas del congreso de La Filomena mientras recorríamos lugares para llevar a comer a las personas y lo diseñábamos en nuestras computadoras invisibles tomando mucho vermut otra vez en La Fuerza.

Los del dibujo de mi tweet que todavía no decidí si hacer sticker o tatuármelo en alguna parte del cuerpo.

Los de la copa Gesell que eran más tatuajes que stickers.

Como el que una piba tenía tatuado en la pantorrilla: una pelota y arriba la leyenda Mis piernas van a dejar de jugar el día que mi corazón deje de latir que yo decidí tatuarme esas noches en las que nos reíamos en el balcón hecho de troncos cuando salíamos a ver la luna y a sentarnos en las barandas que casi se caían pero cambiado por Mis manos van a dejar de atajar el día que mi corazón deje de latir.

El que imaginamos mientras caminábamos en caravana por el Parque de la Memoria, tal vez un poco asustados con el río que se abría gigante detrás del muro y del cielo casi blanco de tan gris la tarde que con Xime se nos había ocurrido que esa era la mejor excursión para hacer en medio de la poesía de Lope.


Los del negocio al que llevé a Sonsi y a Maite a agujerearse la nariz y terminé yo con aritos en las orejas.

La Plata, las tres veces que fui.

El del recuerdo de la fiesta de egresados de Consu, después de que entró al Pelle, de que salió campeona con su equipo y de que tuvo que despedirse de su amiga crack.

El de Ruli actuando, cantando Cactus y tocando el ukelele.

El que hizo Sue que pegamos en las bicis que van a usar los chicos de la casa de Salvador que tienen la misma edad que tendría ahora Felipe; ese mismo día en el que terminamos con Luis al amanecer en un recital de Eté al que llegamos tardísimo después de subir una escalera vieja y pensamos que ya se había acabado porque en Montevideo siempre empiezan super puntuales, pero en realidad todavía no habían arrancado, ahí también había stickers y cerveza caliente.

El de Vero que ya no sé que deberia decir, lo mismo que todos los años anteriores pero siempre un poco más.

Ahora pienso en los stickers que me gustarían para 2020

los scouts en Bariloche,
el cumple de amigues en Roma,
la playa de piedras que queman en Quequén,
mis guantes atajando las pelotas más difíciles.
Madrid con Luis o Montevideo rock con Luis o el barrio Eva Perón con Luis o no importa dónde.
Todas las cervezas con todes les amigues.

Y además de stickers también algunos deseos:

Que Valen nos siga enseñando a vivir.
que Pili no se nuble,
que Maite sea la misma Maite de siempre, la que me rescata,
que Sonsi nos haga reir,
que Consu esquive defensoras gigantes y se la coloque a las arqueras en los ángulos.
que Ruli cante con su voz amorosa canciones esdrújulas,
que Octi dibuje infinitos estadios,
que Estani tenga un cello,
que Toto se porte mejor pero que me siga abrazando como me abraza ahora cuando hace kilombo.
que Loli encuentre un unicornio
Que las morsas morseadoras sigan morseando.
Que mis viejos me sigan aconsejando aunque a veces no les haga caso.
Que la derecha pierda fuerza y lo festejemos en La Fuerza.
Que nadie ni nada nos duela más que agujerearnos las orejas.


viernes, 18 de octubre de 2019

Filomena



Cada octubre se muere mi abuela,
se muere Corina,
se muere Néstor en la tele.

Cada octubre se cae la última mandarina del árbol
mientras van saliendo los azahares
para el próximo otoño.

Cada octubre como alcauciles y en algún lado
siempre se me mezcla su olor con el de la pintura fresca:
la del sanatorio donde se murió mi abuela,
la de los pintores en casa en 1987,
la del instituto esta semana.

Cada octubre nacen mis gemelos y llueve afuera
mientras espero
poder levantarme de la cama
para ir a verlos a neo donde están conectados a
aparatos
pero para vivir,
no como Felipe
que también estaba internado entre cables cuando
lo íbamos a ver después de lavarnos las manos
con desinfectante,
igual que antes de alzar a Octi y a Estani
pero no.

Este octubre como alcauciles,
explico en clase cómo el primer verso de Filomena
“Dulcísima de amor, ave engañada”
se parece tanto a cualquier verso de Góngora;
gano un concurso de relatos en twitter que organizan las Abuelas
y me acuerdo de la primera
vez que gané un concurso de poesía; era en el Cole,
también en octubre,
y me enteré que había ganado el mismo día que se moría Corina.

Este octubre no se muere nadie,
solo espero
que se revienten mis ampollas,
que llegue el día de la madre,
que los chicos cumplan nueve años,
que Sonsi y Maitu se hagan aritos en la nariz,
que cambie el gobierno,
y que se lleven un árbol tirado en la vereda al que la lluvia desgarró una de estas noches.

Mientras, se acaban los alcauciles y
Filomena,
el cuerpo en soledades consumido,
se transforma en ruiseñor.




viernes, 13 de septiembre de 2019

Diez



¿Sabés?
Subí a un avión. Me animé.
Fui a Sevilla, estuve con Mauri.
La pileta de su casa es de venecita brillante, parece mica.
Te pondría tan contento verlos aunque el sol da muy fuerte sobre los techos de las casas, sobre todo a las seis de la tarde.
Pienso que cuando la pileta se llene la venecita no va a brillar tanto, solamente va a reflejar el agua.
Nos acordamos de cuando éramos chicos y recorrimos en auto un montón de países de Europa por primera vez. 
Entre los dos nos completamos recuerdos.

Después alquilé un auto y fui a San Cristóbal.
En la entrada del pueblo había plantados unos manzanos que daban unas manzanas diminutas.
Siempre estuve en abril, nunca para el fin del verano.
Me pareció que el campo estaba mucho más verde.
Después todo igual, las paredes de piedra, el olor de las vacas, las calles angostas y la mayoría de las puertas cerradas.
Dí una vuelta, otra y otra hasta que encontré la casa.
Me imaginé una mujer pariendo entre mantas en el frío de diciembre.
El parto y el frío duelen como vidrios, pero a la casa le habían cambiado las ventanas y tenía unas persianas de madera.
Creo que antes ni siquiera tenían vidrios, eran de mica que brilla pero no deja pasar la luz.
A la madrugada volví a la ruta intentando no dormirme; cuando amaneció ya había llegado a destino.

En estos diez años pasaron demasiadas cosas
Nacieron niñas y niños.
Me tatué el brazo.
Me compré guantes fluo para atajar: unos naranjas que ya se me gastaron.
Atajo.
Algunos sábados pienso que venís a verme, son los días que me hacen menos goles.
Desde San Cristóbal se divisaba abajo, en un valle, una cancha de fútbol.
¿Sabés pa?
Algún día vamos a jugar ese partido, estoy segura.



jueves, 22 de agosto de 2019

XIX


Miro por la ventana
a veces algunos autos tapan la entrada del garage,
les pongo en el parabrisas un cartón en el que escribí
No estacionar
con una fibra negra, gruesa.
Es por si tengo que salir rápido,
a jugar un partido,
o a parir un hijo.

Ya no baja la barrera,
subieron el tren a un puente de cemento horrible,
si ningún auto me tapa la entrada
llegaría bien a la sala de partos.
Los bebés nacen con una costra en la cabeza, traen pedazos
de la madre pegoteados en el pelo.

En mi escritorio tengo una piedra esmaltada de colores
es una mujer con un bebé en brazos,
la compré un verano en Quequén en un negocio que estaba en la playa.
Al verano siguiente había soplado el viento
el negocio se había llenado de arena y ya no estaba.
La piedra podría ser para un pesebre: María con Jesús;
también podría ser cualquier madre con
cualquier hijo en la felicidad de los
colores.

En mi escritorio también tengo una foto.
La foto es con mi nene en el zoológico.
Los dos tenemos rulos
pero creo que el zoológico tampoco existe más
como las vías del tren
que ya no cruzo,
ahora paso abajo del puente con mi bici
cuando voy a la terraza de Malcom a entrenar.


Antes de nosotras entrenan unos chicos,
deben tener diecinueve años,
la próxima vez que los vea les voy a preguntar si
nacieron rápido,
si a las madres les dieron peridural para que no les
dolieran mucho las contracciones,
si la noche que nacieron llovía y hacía frío;
les voy a preguntar también
qué hace un chico a los 19 años.
Pero eso la próxima vez que suba a la terraza
de Malcom.

Ahora vuelvo a mirar por la ventana,
no hay autos tapando mi garage,
hay vidrios que cortan.
Ya se escucha el ruido a lo lejos,
es el tren atravesando el puente de cemento,
o es el jabalí que viene a llenar de sangre los
colores
de mi piedra esmaltada;
a volver rosas las flores blancas
o rojas.

En otro lado en agosto florece un cerezo;
en algún lugar,
alguien entra a una sala de partos.







domingo, 19 de mayo de 2019

Cambios





I
Hace muchos años seguíamos a Español a todas partes; fue así que conocí la mayoría de las canchas de la ciudad y algunas del conurbano.
De esa época me quedaron bastantes historias, pero nunca las escribí. A veces las recordamos con Luis: un día que diluvió mal, que la cancha era una pileta, Español-Quilmes, el partido no se suspendió y nos abrieron la platea porque tenía techo lo que no impidió que llegáramos a nuestras casas empapadísimos; o una tarde con la imagen de las calles del Bajo Flores tapizadas de tetras vacíos que habían dejado los hinchas de Talleres de Córdoba; o un domingo de invierno en la cancha de Platense dedicándole un triunfo a Macri que lo mira por TV pensando que habíamos ganado la guerra porque la asamblea había decidido que Español no se vendía, sin saber que eso ni siquiera había sido una batalla. Una vez fui sola, en 101, un martes a la tarde, Español-Olimpia La Conmebol. En Olimpia atajaba Goycochea, empataron 0 a 0, después Español perdió por penales y quedó afuera de la copa.

A veces también íbamos con Luis a ver a Boca, pero una sola vez vimos un Boca-Español, ya había nacido Valen y la llevamos. Fue hace más de 20 años pero recuerdo ese partido por tres cosas que pasaron. En el entretiempo Valen tenía que ir a hacer pis, estábamos en la tribuna de visitantes, separada por unas rejas del resto de la popular, era un espacio bastante chico porque los hinchas éramos pocos.El baño de mujeres había quedado del otro lado de las rejas así que la tuve que llevar al de varones, en la puerta se quedaron unos hombres cuidando que nadie entrara. También en el entretiempo, eso nos dimos cuenta cuando empezó el complemento, el técnico de Boca, supongo que era Bianchi pero no estoy segura, había cambiado al arquero. Español se había ido al vestuario ganando 3-0 por errores claros del arquero de Boca. En el segundo tiempo, Boca le dio vuelta el partido y terminó ganándolo 4-3. El arquero que se había ido en el entretiempo fue después arquero de Español y lo acompañó al descenso. El tercer suceso fue que de una tribuna de arriba donde había hinchas de Boca me tiraron pis, yo pensé que era agua pero cuando llegué a casa la remera ya se me había secado y en el lugar donde había caído el líquido tenía una mancha amarillenta, por eso me dí cuenta de que me habían tirado pis.

II
El sábado pasado jugué dos partidos, el primero fue un partidazo, empatamos 2 a 2 contra las que iban primeras.
El segundo fue casi de noche, perdíamos 3 a 1 y cuando faltaban seis o siete minutos para el final los técnicos decidieron el cambio de arquera. Lo primero que me acordé fue de ese partido, hace casi 25 años viendo Español en la cancha de Boca, con mi remera mojada de pis que me habían tirado de la tribuna de arriba. Salí rápido de la cancha, me saqué mis guantes y mis rodilleras que siempre que me hacen goles me parece que son parte de un disfraz ocioso, casi grotesco como que las verdaderas arqueras atajan sin nada y me fui rápido de la cancha, para que nadie se diera cuenta de que en un equipo perdido de una categoría no tan alta de una liga fantasma habían cambiado a la arquera.
Volví en la bici comiendo rabia y cuidando de no meter las ruedas finitas en las juntas del cemento de la bicisenda de Superí, porque ahí fue donde el primer sábado que fui a jugar en bici metí la rueda, me caí, se salió la cadena y me quedó la rodilla escondida atrás de una costra de sangre que tardó en secarse más de una semana. Pedaleaba furiosa razonando que si aquel primer sábado, volviendo de una victoria, me había ido de cabeza a la calle, en ese momento con tanto enojo encima era mucho más fácil caerme y otra vez mezclar mi sangre con el asfalto.



III
Bienvenidos al infierno.
Eso decía en las paredes pintadas de rojo de la cancha de cemento en la que jugó Consu el domingo.
A la tarde cruzamos la ciudad en auto para llegar, cuando el sol ya no calentaba, a un club parecido al Zamorano, como si el salón del Zamorano en vez de ser un salón donde ponemos mesas para comer fuera una cancha de fútbol.
Otra cancha sin espacio para los laterales, de las paredes parecían colgar unos bancos de cemento para que se sentara el público.
Pensé que cuando tuvieran que hacer un lateral íbamos a tener que levantar los pies.
En el equipo de Consu eran siete. Son nenas que no pasan de quince años, la más chiquita es Consu que ni siquiera entra en esa categoría, tienen que pedir permiso para que la dejen jugar.
Del otro lado eran casi veinte, todas de más de dieciocho, en el precalentamiendo le pegaban al arco con una furia parecida a la que traía yo en mi bici el día anterior. Las van a matar pensamos madres y padres que esperábamos con caras de susto en los bancos del averno.
Pero no, las chiquitas tocaban y las del otro equipo las veían pasar. Al final del primer tiempo entró Consu, en el segundo tiempo jugó también un rato. En el rato que jugó trabó una pelota adelante y quedó mano a mano con una arquera que era cuatro veces más grande que ella. En el rato que no jugó se enojó con el técnico por el cambio. Después, ganaron 3 a 1.

IV
Me imagino dentro de 10 años. Una Bombonera llena. Cinco minutos para que se acabe el partido. El técnico decide un cambio: sacar a la 9 para la ovación. La cancha estalla. Yo en la platea miro a la jugadora que sale en medio del estruendo de los hinchas, le hago un saludo con la mano, Consu mira para donde estoy y me guiña un ojo. “¿Te acordás del Bienvenidos al infierno?” parece decirme y mientras yo me acuerdo de aquellos fines de semana de fútbol 5 protestando las dos por los cambios, desde la tribuna de arriba los visitantes recluidos en un espacio mínimo se dan cuenta de que soy la madre de la goleadora que les pintó la cara y me tiran una botella de litro y medio llena de un líquido amarillo espumoso y caliente que adivino me dejará una mancha seca en la remera que ya no va a salir.

lunes, 6 de mayo de 2019

Martes




A las 9.00 llega Xime, casi siempre me manda mensaje cuando está en la puerta para no tocar el timbre y no despertar a nadie. Pero a esa hora en casa solo duermen Ruli y Loli: Luis se va temprano a Tribunales, Sonsi tiene campo, Maite y Consu se levantan para estudiar y los tres varones juegan desde las 8.00 en la puerta del cuarto de las hermanas grandes.

A las 9.30 paramos en Triunvirato y los Incas en una esquina que marca la entrada a Parque Chas, ahí sube Noelia, en la misma esquina en la que, cuando empecé a jugar al fútbol me esperaban un montón de chicas con las que iba a las canchas de futbol 5 de Beiró.

A las 9.45 estacionamos siempre en el mismo lugar, en una vereda que tiene un cantero por lo que tenemos que bajar del lado de la calle. Después meto para adentro el espejo del Nissan para que no me lo lleven puesto los bondis que pasan por ahí, abro el baúl, guardamos las mochilas con los celulares, el dinero y quedamos solo con lo imprescindible. Caminamos por un pasaje, hay una casa que siempre tiene un gato en la ventana

A las 9.55 golpeamos la puerta abriéndonos paso entre mujeres de todas las edades, cargadas con unas bolsas de colores llenas en las que siempre lo único que puedo distinguir son paquetes de yerba. Muchas vienen con nenas y nenes.
Hay una mujer que es un poco más vieja que el resto, tiene un bastón y una mirada tranquila pero triste.
Algunas entran con nosotras, otras quedan afuera, en una vereda llena de basura, que solo parece limpiarla el viento cuando sopla.
Nosotras tratamos de reirnos todo el tiempo.

Unos minutos después de las 10.00 nos abren. Transitamos por unos pasillos anchos, de paredes descascaradas. Se nos van abriendo rejas, pasamos controles, nos revisan los papeles y los libros. Algunas mañanas nos cruzamos con gente que camina, otras no.
No hay aire ni ventanas que nos dejen ver nada, ni la cancha de Lamadrid que está justo ahí al lado. Por eso una tarde antes de salir a Beiró dimos con el auto una vuelta manzana para verla: unos muros peores y un campo de juego que no se dejaba ver pero que se adivinaba medio chico, como esos que tienen los laterales pegados a las paredes. Después mi amigo Nacho, experto en ascenso, me contó que a Lamadrid sus propios hinchas lo llaman El Carcelero.
Cuando llegamos nos esperan con dos o tres termos y dos o tres mates, uno de estos martes además había un plato lleno de tortas fritas y de pastelitos. Nos prometieron a futuro prepararnos flan, pasta frola y budín de pan.
Al lado del aula hay un patio diminuto, nos cuentan que muchos van solamente para poder sentarse en ese patio.
A veces se escuchan balazos, es porque algunos juegan al fútbol, se les va la pelota al techo y cuando suben a buscarla los guardias disparan al aire para que nadie se escape. Por lo menos eso nos cuentan y es una buena historia.
En la puerta del baño hay macetas con plantas, en una hay orégano, cuando comemos lo usamos como condimento.
Siempre almorzamos pollo con puré.

En medio de todo la clase.
Uno en algún momento de su vida leyó la Eneida y como al final de la Eneida venían las Georgicas también las leyó.
A otro le encanta el soneto V de Garcilaso, otro aprendió con la ayuda de Xime a escandir los versos, otro aprendió que hay un tópico que se llama carpe diem, otro reconoce el locus amoenus, otros nos hablan de Orfeo buscando a Eurídice y de Dafne transformada en laurel

Y todos dicen que les enseñamos poesía.
Tienen nombres, se llaman Nico, Santi, Facu, Guille.

A las 2 de la tarde, cuando terminamos volvemos a cruzar los pasillos y las puertas.
Y como cada martes pienso que nos separa del afuera solo una línea de cal, como la que imagino en la cancha de El Carcelero pegada a la pared, esa que un día los utileros pintan pero al otro día no está más.
Salimos.Ya casi no quedan mujeres en las veredas que siguen igual de sucias.
Todavía el viento no sopla.



lunes, 15 de abril de 2019

Medidas






Los otros días me compré algo de ropa on line. Al lado de la foto de lo que quería apareció un cuadro explicándome cómo medir cada parte del cuerpo, cuáles son los límites de cada talles para poder calcular así cuál es el que hay que encargar.
Pero la poética de esta casa es que nunca encontramos los elementos necesarios en el momento indicado. Cuando a alguien se le ponen los labios secos, las mejillas coloradas, le duele la cabeza y todo apunta a que podría tener fiebre el termómetro no aparece, si alguien tiene piojos se pierde el peine fino; el otro día Luis tuvo que subir al techo porque se había roto el flotante del tanque de agua y no pudo hacer nada porque aquí abajo nunca pudimos dar con la pinza pico de loro que necesitaba para destrabar una pieza.
Sí tenemos un metro de madera que se pliega, en algún momento pensé en usarlo junto con un hilo o algo así para tomarme bien las medidas. Pero recordé el costurero de mi mamá que traje de Plaza y que escondí para que nadie lo abriera y perdiera todo lo útil que tenía adentro: tijeras, alfileres, hilos de todos colores, un pedazo de encaje y dos centímetros de esos que se hacen como una rueda o como un espiral.
Y ahí, además de poder encargar la ropa con las medidas correspondientes, me acordé de cuando me tenía que subir a la mesa de la cocina para que mi mamá me hiciera dobladillos de alguna pollera mientras me retaba porque me movía diciéndome “Florencia, sabés que soy un desastre cosiendo, quedate quieta” o cuando venía a casa y nos retaba porque no teníamos alfileres en nuestro costurero que es una lata que solo tiene hilos todos enredados entre sí junto con agujas a las que se les rompió el ojo.

Ayer a la mañana llevé a Consu a jugar contra Ferro. En diez minutos su equipo hizo dos goles, uno de un pase de ella y el otro arrancó con la pelota en mitad de cancha, esquivó a dos y la puso en la red. “Bien Consu” le grité.
La arquerita de Ferro después del segundo gol gritó “Basta mamá” y miró a una mujer que estaba en la tribuna.
Y me acordé de una historia que le gustaba siempre contar a mi mamá; Yo había vuelto a jugar al hockey después de que habían nacido Octi y Estani y ella llegó en la mitad de un partido, preguntó cuánto íbamos y alguien del público le dijo “Pierden 8 a 0, pero si no fuera por la arquera irían perdiendo por 20”.
Ayer a la tarde me fui al campo, siempre vuelvo por el Bajo o por Córdoba pero ayer no sé por qué se me ocurrió volver por Perón y pasar por atrás del Sanatorio Mitre y de esas cúpulas tan raras.

Ayer me tiré a sacar una pelota, la delantera siguió de largo y me pateó la nariz. Me puse la mano y cuando me miré el guante lo tenía lleno de sangre.
Ayer hace un año me saqué de lugar una falange del pulgar izquierdo, estuve casi tres meses sin jugar.
Ayer hace dos años que se murió mi mamá. En estos dos años hice cosas que la hubieran espantado mucho más que la falta de alfileres y a lo mejor algunas que la hubieran puesto orgullosa como los 12 goles que salvé la vez del hóckey. En estos dos años descubrí que a veces la traté como a veces Pili me trata a mí y eso hizo que me perdiera un montón de cosas que tal vez quería compartir conmigo.
Hoy después de la patada de ayer la nariz casi que no me duele.
Hoy hay un movimiento del dedo que todavía me recuerda la lesión del pulgar.
Hoy extraño a mi mamá mucho más de lo que creí que iba a extrañarla.





martes, 9 de abril de 2019

Relato







Me faltaron tantas historias

La de mi cumpleaños. La de los regalos increíbles que recibí: la bici, los botines, la pelota, las crocs, los pantalones de arquera y tantos otros tan buenos.
La de Consu rompiéndola contra la UAI. La de Maite y Sonsi empezando, finalmente, las clases.
La de Valen y sus capturas de pantalla. La de la estatua de Plaza.
La de la rodilla sangrando después de caerme de la bici nueva.
La del tatuaje en Torre Minerva.
Las de las mañanas de los martes con Xime y con Noelia en Devoto leyendo Garcilaso, comiendo pollo y tratando de encontrar razones para no dejar de reirnos.
La del recorrido que hicimos con Luis por Palermo en el que conocimos a una serie de personajes interesantísimos que sabían un montón sobre la historia del fútbol y de los estadios.
La de viernes y sábado en Montevideo escuchando a Eté & los problems.

También empezó el torneo de exalumnas.

El campo de deportes en otoño tiene un color característico: el de las hojas amarillas amontonadas en el pasto seco mezcladas con la sensación de que tenés que correr una vuelta más porque ya se cumplen los doce minutos y querés dar por lo menos siete y porque además viste el auto verde de tu viejo esperando que termines, estacionado en la calle de adoquines por los que cruzan las ratas buscando algo que se cae de los camiones o de los silos del puerto y te querés ir rápido porque al día siguiente hay prueba de latín y te falta estudiar de memoria todo el vocabulario. Como tenés quince años te mandás un pique pateando las hojas que levantan vuelo apenas, y después se vuelven a confundir con el pasto seco y llegas casi a dar ocho vueltas. Entonces ese color de otoño en esas épocas siempre es victoria.

El domingo el mismo color hacía estallar el aire, pero cuarenta años después. Botines y guantes naranjas, medias, rodilleras, shorts y camiseta negras. Casi disfrazada. De Lev Yashin, araña negra, un relato soviético.
Antes del partido fui al vestuario a hacer pis, me llamó la atención cómo un lugar puede permanecer igual a lo largo del tiempo cuando alrededor todo cambió.
Me paré en el arco que le daba la espalda al sol de abril.
Tocaba jugar contra uno de los mejores equipos del torneo tienen una jugadora a la que todas llamamos Ronaldo y una arquera crack, de las que avanzan hasta mitad de cancha y patean.
Empezó el partido con una serie de pases que hicieron que tuviéramos a Ronaldo y sus compañeras adentro del área durante todo el primer tiempo bombardeando los tres palos sin ningún éxito. En alguna revolcada se me terminó de salir la costra de la herida que me hice en la rodilla al caerme de la bici hace unos días y la rodillera quedó roja de sangre. A los 15 minutos de juego, a la arquera crack que jugaba en mitad de cancha se le escapó una jugadora de las nuestras y en un contraataque glorioso nos pusimos un gol arriba.
Afuera la hinchada era nuestra y así, despacio, se terminó el primer tiempo.
En el intervalo decidimos seguir jugando igual poniéndole un poco más de atención a la arquera que pateaba unos bombazos infernales al arco.
Empezó el complemento: nuevo contraataque sin nadie del otro equipo defendiendo de mitad de cancha para abajo y la pelota que rodó despacio y en silencio golpeó la red. 2-0 arriba. El peor resultado. Se nos vinieron encima. A los 10 minutos del segundo tiempo la arquera pateó; una jugadora adentro del área amagó que iba a hacer un taco pero la dejó pasar, me descolocó y gol.
Al ratito se la empezaron a pasar entre cuatro en el borde del área, jueguito, pelotazo, la clavaron en un ángulo. 2-2. Así empezamos a aguantar lo que quedaba del partido, las teníamos a todas metidas en el arco, corners, laterales en contra, tiros libres, la pelota no les entraba. De repente otro bombazo de la arquera desde mitad de cancha, rebotó en una jugadora nuestra y la pelota se coló entre mi mano izquierda y el palo. 3-2. Cuando íbamos a sacar del medio la árbitro tocó dos veces fuerte el silbato. Se acabó el partido. Algunas se saludaban, yo me empecé a ir sacándome los guantes naranjas que brillaban demasiado, sin sentido. Escuché la voz de Ronaldo que decía “Voy a saludar a la arquera”, le dí la mano, después me senté en el cemento y me largué a llorar.
Hacía mucho tiempo que no lloraba por un partido.

Al lado mío apareció una arquera chiquita, una crack de diecisiete o dieciocho años, a abrazarme.
La reconocí en seguida: era yo hace cuarenta años, que estaba ahí en el campo para consolarme por la derrota.
Alcancé a decirle que cuando creciera iba a sacar algunas pelotas complicadas del ángulo pero que otras se le iban a escapar entre los guantes y se le iban a meter en el arco, pero que no se preocupara tanto, que a veces había revanchas.
Ella solo me dijo “sos una arqueraza” aunque las dos sabíamos que era mentira, que el tiempo no solamente le pasó a las hojas amarillas y a las canchas de polvo y que ningún disfraz de araña negra me iba a acercar siquiera a Lev Yashin. Creo que también lloraba un poco por eso.
Cuando me levanté porque ya el cemento me quemaba y la rodilla se había transformado en una bola de sangre fluorescente me dí cuenta de que la que me había dado un abrazo había sido Vicky, una gran arquera, que, a veces, me hace acordar un poco a mí cuando era chica.
Guardé todo en el bolso y me volvi a casa. No había ni autos verdes ni empedrado, ni ratas, ni vocabulario que estudiar para pruebas de latín
Pero a lo mejor habrá revancha.


El otro día Patricio me preguntó si conocía un libro que recopilaba cuentos de fútbol escritos por mujeres. “No” le respondí, “no lo conozco”. Seguramente serán buenas historias.
Casi que tanto como romperla en el arco me gustaría escribir buenos relatos de fútbol.
Ese libro del que me habló Patricio tiene en la tapa un zapato de taco pisando una pelota .
Yo por ahora solo tengo mis botines, la rodilla ensangrentada, y las lágrimas por no saber sostener un resultado.
Igual, es un montón.



sábado, 16 de marzo de 2019

Cemento





Avanza marzo.
Los lunes entrenamos en una cancha de cemento en la terraza de un club.
Villa Malcom se llama.
El primer entrenamiento coincidió con una noche de luna llena; la luz de la luna iluminaba las líneas de la cancha y las transformaba en cintas rojas, brillantes.
Para el cemento se usan unos botines distintos de los del sintético, de tapones más bajos; en el cemento la pelota va más rápido y el área es más grande.
Cuando llego a casa no necesito sacarme la ropa adentro de la ducha para que el caucho del sintético que se me mete en las medias y en el corpiño se vaya por el desagüe y no quede en el piso del baño como si fueran hormigas después del polvo venenoso que las mata enseguida.

Creo que cuando yo era chica tenía una amiga que iba a ese club y algunos días la acompañaba a clases de danza.
Creo también que esas veces veía gente bajando de un ascensor donde hoy están las escaleras y unos escaparates llenos de copas de futsal que por el polvo que acumulan parecen estar allí desde siempre.
Por eso ahora, todos los lunes, cada vez que llego a la cancha casi sin nada de aire después de subir cinco pisos pienso que hace cuarenta años debo de haberme imaginado un ascensor.

El club queda sobre Córdoba, a la vuelta de Serrano.
Muchas tardes me la pasaba en Serrano mientras mis viejos atendían el consultorio porque en Plaza no había nadie. 
Cuando iba a la primaria tomaba Nesquick y veía la familia Ingalls en una tele blanco y negro. 
Me sabía todos los capítulos de memoria. El que más me gustaba era uno que escribían en el pizarrón Jason loves Laura.

Cuando estaba en la secundaria, ya más grande, trabajaba como secretaria de los dos.Y papá me retaba cuando les cobraba a sus pacientes del PC. “Cómo le cobraste a ese que es camarada” me decía.
Cuando terminaban de atender volvíamos de Serrano a Plaza por Córdoba y pasábamos siempre por la puerta de Villa Malcom.
A veces nos quedábamos un rato trabados entre los autos porque la barrera bajaba y se hacían unos embotellamientos bastante grandes. Abelino decía “ya se hizo galleta” y mi mamá le decía “por no ir por Honduras”; después el tren pasaba, el tránsito se aligeraba y la onda verde nos llevaba a Plaza bastante más rápido de lo que nos había parecido en un primer momento.

De todas formas en breve ya no va a haber más barrera en Córdoba y en cualquier momento empiezan a demoler Serrano. 
Pronto el Nesquick de la tarde, Laura Ingalls, los pacientes camaradas a los que privé una y otra vez de la solidaridad proletaria de mi padre se van a cubrir del mismo polvo que tapa las copas de futsal que veo cada lunes cuando subo contando los escalones que me faltan para llegar a la cancha de la terraza de Villa Malcom .

Marzo sigue avanzando, 
Cumplo años. La vida sigue avanzando y con ella otra vez la desesperante relación entre los lugares idealizados, como la hierba degollada de Garcilaso que el martes llevaremos al penal de Devoto con Xime y con Noelia, y el tiempo que pasa.
Por ejemplo, esta cancha de cemento para la que no tengo botines, esa del área gigante de la que no sé salir jugando con los pies, esa en la que todas mis compañeras tienen treinta años menos que yo pero en la que hace treinta años era impensable que hubiera veinte chicas entrenando cada lunes a la noche.
Enterrar los recuerdos porque con ellos en esa cancha de cemento juego peor.




viernes, 15 de febrero de 2019

Prismáticos




Ahora estoy acá una vez más.
Mirando el mar, escuchándolo romper furioso contra las piedras.
Durante estos días pocos barcos esperaron en el horizonte.
Y el horizonte, al principio, parecía estar formado por olas encrespadas. Luis se dio cuenta y me lo mostró.
Tal vez por eso los barcos preferían llegar y entrar al puerto rápido, porque no encontraban una línea recta donde anclar seguros.
Frente a nuestas ventanas sólo hay uno, es gigante. Se llama Wisdom y algo más que no logramos descifrar.
Trajimos unos largavistas. Yo le digo prismáticos o también binoculares y cuando los chicos o las chicas me hacen enojar demasiado, sobre todo Toto, porque no los quiere prestar o los ensucia con arena, me confundo y me sale decir los auriculares.
Ahí Ruli se ríe y me reta y me manda decirles largavistas, como si le diera vergüenza que usara esas otras palabras. Cuando yo era chica me pasaba eso con mi mamá: me ponia de mal humor cuando decía palabras que no se usaban o que eran raras o que no me gustaba que las usara.

Los prismáticos aparecieron en un placard de Plaza, alguna de esas tardes de enero en las que me sentaba en el piso a ordenar lo imposible, a sentir cómo me estallaba un poco el cerebro entre tantos objetos que se iban apagando.
Estaban en un estuche de cuero negro, no sé de quién son, no tengo registro de su existencia durante mi infancia, no me produjeron ningún recuerdo cuando los encontré, ninguna sensación, nada. Seguramente por eso fueron de las pocas cosas que guardé con alegría.
Del resto, no sé. Pienso en esa cantidad de fotos que no me acuerdo si tiré o no la última vez que fui a Plaza, a tratar de terminar con el orden.
Se había hecho de noche, estaba sola y me agarró el ataque que habia podido esquivar las cinco, diez, veinte tardes anteriores en las que en medio del calor más insoportable tuve siempre una cerveza helada para refrescarme pero también para descansar de la tristeza del tiempo pasando como aplanadora.
Pero ese último día llené tantas bolsas de basura que ya ni me acuerdo qué guardé y qué decidí tirar.
Sobre todo fotos, montones de fotos, albumes de fotos ordenados por fecha que empezaban en 1880 y llegaban hasta 2015 que ocupaban todo el piso del garage, que se me venían encima casi hasta aplastarme.

Y entre tantos álbums, dos sobres. Uno decía Cuentos y otro Fotos. Los dos con la letra de Abelino.
Una foto me llamó la atención. Esa creo que no la tiré. Mi papá en una cancha, las medias bajas, sin canilleras. Como los cracks, como las pibas que la rompen, como esas arqueras que juegan sin guantes, que envidio porque son de futsal y saben avanzar hasta el círculo central esquivando delanteras.
En una cancha, corriendo detrás de la pelota.
Así me enteré de que mi viejo jugaba al fútbol sin canilleras, como los cracks.
También me enteré que había escrito algunos cuentos.
Pero no sé si me importó tanto no haberlo sabido.

Dentro de poco ya es mañana, dentro de poco es sábado.
Y yo voy a bajar como cada mismo día de estos veranos pasados a mi playa preferida, a sentarme un rato en la arena que está siempre húmeda.
A lo mejor mañana el horizonte va a volver a ser una línea recta y lo puedo ver con los prismáticos, a lo mejor se vuelve más irregular aún y también lo puedo ver con los prismáticos.
A lo mejor voy a pensar en las fotos de Plaza, a lo mejor me acuerdo de otras fotos.
Esta semana la orilla se llenó de piedras, muchas con forma de corazón. 
Loli y Lucía las coleccionan.
Pero en mi playa preferida las piedras están siempre, forman una muralla.
Mañana es el día en el que esa muralla se transforma en almenas de diamante para protegerme del mar furioso, del viento y del olvido.
A veces, los mejores objetos son las piedras.




viernes, 11 de enero de 2019

Verano




El verano avanza. La casa se quedó un poco vacía.

Pili se fue a Uruguay, si no le mando mensajes preguntándole cómo está casi que no escribe.
Las cuatro scouts están acampando en algún lugar de las sierras de Córdoba.
De las grandes solo se quedó Valen. Dentro de pocos días cumple 24. Hoy me acordaba cuando le fuimos a encargar el volado para la cuna una semana antes de que naciera.
Los más chiquitos quedaron acá como enjaulados: Octi rompió de un pelotazo la canilla que llena la pileta, empezó a brotar agua de la pared como una cascada. Estani anda en bici arriba del barro. Toto se pintó el pelo de verde. Loli está todo el día sentada frente a la compu viendo unos videos en you tube de personas que hacen hablar a los juguetes.

Tengo una lista hecha con mi lapicera de cartuchos rojos para cumplir en estos días: corregir trabajos para mandar, escribir trabajos para mandar, sacar todos los libros de la biblioteca y ordenarlos, vaciar Plaza, vaciar Serrano.
Pero todavía ni siquiera saqué fotocopias aumentadas de la elegía de Lope sobre la que tengo que escribir aunque le dije a Patricio que lo iba a hacer.
En Plaza solo revisé un poco en medio del desorden, entre telarañas de todos los tamaños apareció un vinilo de Invasión 88. Creo que era de mi hermano.
En Serrano aún no incursioné pero sé que adentro de un baúl está la colección completa de Doc Savage, como doscientos libros de un superhéroe que eran de mi papá y que yo me devoré un verano en el que no encontraba nada para hacer. En ese baúl también recuerdo haber visto los diarios del día que Fidel entró a la Habana después de siete días de marcha, también en enero.
El orden va a ser difícil en ambas casas, pero en Serrano va a ser un poco peor.

Si hace calor nos quedamos en la pileta. En el fondo del jardín hay unas plantas con flores violetas, a las que vienen los picaflores. Creía que era siempre el mismo pero Luis me mostró que hay uno que tiene el pico naranja, otro unos matices azules entre las plumas y otro es todo verde. Se detienen con las alas temblando y están poquísimos segundos en cada una de las flores. Después salen volando. Los miro y pienso dónde estará el nido.
En ese mismo cantero crece otra planta que tiene flores amarillas y rojas. Una vez por semana se llena de orugas que le comen hojas y flores, la dejan como si se la hubieran comido las hormigas. Y a la semana siguiente el jardín se llena de mariposas.
Siento como si estas visitas y estas metamorfosis fueran lo único que pasa en estos días de enero en los que la casa se quedó un poco vacía.

Estas tardes, cuando bajaba un poco el sol, salí a algunos lugares.
A jugar al fútbol, a dar una vuelta con Amali para despejarnos la cabeza, a tomar vermouth con Luis a una esquina con sillas de chapa en la vereda, a tomar cerveza con Vero en una terraza llena de lucecitas en donde planeamos un asado.

Pero hubo también otros jardines, con piedras, con escombros, con basura. En algunos pudimos hacer milagros y en otros solamente acompañar mientras transcurre este enero en el que parece que nada sucede mientras están pasando tantas cosas.