miércoles, 30 de noviembre de 2016

Canteros



Tenía  para contar que Maite tuvo que ponerse anteojos, que en la sala de espera del oculista había un nene chiquito jugando con una pistola de juguete; que descubrí Untappd: una aplicación buenísima para el celu sobre cervezas; que los más chiquitos le construyeron una casa a Hugo que parece un refugio para la Pachamama; que compré unas IPAS negras artesanales y el chico que me las vendió me explicó que las hacía una pareja que además era especialista en plantas carnívoras. Ahora pasó mucho tiempo y la mitad de las cosas me las olvidé y ya no podría escribir ni dos renglones sobre ellas.

Hay una mujer que desde hace unos meses pasea por las veredas con unas regaderas y unos bidones de agua. Al mismo tiempo muchos de los canteros de la cuadra que rodean los árboles aparecieron arreglados con unos hilos sostenidos por unos pedazos de cañas. Nuestro cantero era un desastre, sobresalían las raíces, las cacas de los perros tapaban todo y estaba lleno de pedazos de piedras de la vereda rota. Hace más o menos un mes, ví a la mujer  regando el árbol de unos vecinos y le pregunté si nos podía arreglar el cantero. “Ahora no puedo” me contestó “pero en unos días puedo empezar; tengo que conseguir unas cañas” “Te doy unas que tengo yo” le dije. Me agradeció. Desapareció por un tiempo; pensé que habría usado las cañas para otra cosa.
Pero un día tocó el timbre; nos quería pedir permiso para levantar unas baldosas que estaban cerca del árbol. Se lo dimos. Levantó las baldosas y se puso a trabajar en el cantero. Removió la tierra con una pala, trajo compost y plantas de su terraza y armó el borde con el hilo y los pedazos de cañas. Me avisó que lo hacía por el barrio, que no cobraba nada pero que después cobraba el mantenimiento.
Cada vez que los más chiquitos la veían en el árbol salían al balcón y conversaban a los gritos con ella. “Hay que tenerles paciencia a las plantas” me decía mientras me mostraba unas hojitas que eran calabazas y unas papas chiquitas que habían crecido en unas salvias. “A mí lo que me importa es que no vengan los perros” repetía yo. La última vez que le dije eso añadió “Los perros…, tenés suerte si crees que lo que vienen acá son perros, hay gente marginal, no tiene dónde ir…”, y enmudeció de golpe de un modo que logró  estremecerme.
Después siguió dándole a la tierra con la pala pero en un momento llegó a una raíz que no la dejó avanzar. “Necesitaría un martillo neumático” reflexionó “o un pico”. Me acordé que en el cuartito mágico del fondo del jardín había un pico. Lo traje pero mi nueva amiga no quería saber nada con los picos. “¿Cómo tenés un pico con los chicos? “me decía “ No, no saben que lo tenemos, además estaba desde la casa vieja, nosotros no lo compramos” “ A mi no me gustan nada, Puede salir volando una parte” aclaró. “Yo me animo” “decime dónde tengo que darle”. Y agarré el pico. Le dí con todas mis fuerzas a la raíz; hacía un rato alguien en la calle me había gritado “mirá los espejos, mami” y no había podido alcanzarlo para contestarle “el mami te lo metés en el orto”. Ahí fue mi fuerza en el pico, la que no pude gritar en el “mami te lo metés en el orto”.
Mientras, mi compañera le pedía perdón al árbol por los golpes pero lo aleccionaba con un “Estás ocupando con tus raíces los lugares de otras plantas”. Dí bastantes golpes pero la raíz no se movió. Cuando estábamos terminando le pregunté si no podía pasar a ver el jardín de casa que necesita urgente todo. “No, no”- me dijo- “yo no soy profesional. Hago esto porque me gusta y me distrae”. “Yo en realidad ilustro libros infantiles, estuve en Inglaterra hasta hace poco y ahora volví acá”.
Se quedó un rato más cortando una enredadera que dejó para que se envolviera en el tronco. Ahí justo llegaron los chicos del jardín y Toto y Loli se quedaron un rato hablando con ella. “Bueno, ahora los dejo porque me tengo que ir a dibujar monstruos” se despidió.

Me imaginé unos monstruos que tomaban cerveza IPA negra y dejaban sus excrementos en canteros de plantas carnívoras mientras que una enredadera con una armadura de espejos retrovisores venía con un pico a poner orden.
La próxima vez que vea a mi amiga jardinera le voy a proponer si quiere que hagamos una historia juntas: yo la escribo y ella dibuja.






miércoles, 2 de noviembre de 2016

Negocios




Ya hace casi un mes. Un sábado. Volvió Pili de Bariloche. “Tuve fiebre gede” fue lo primero que dijo cuando bajó del colectivo. Casi siempre escucho que gede lo usan como sustantivo, pero esta vez Pili claramente estaba adjetivando. Y aunque no sé qué significa la palabra entendí que había tenido mucha fiebre. Durmió todo el día. El domingo siguió tosiendo, el sentido común que martilla mi cabeza cada vez que pienso en estos viajes de egresados a Bariloche resumido en la letanía: “salen en bolas, se cagan de frío, no duermen nada” apuntaba que podía tener neumonía. Cuarenta y ocho horas después de haber bajado de ese colectivo - conducido a la ida por choferes que no pasaron un control antidoping en medio de la ruta -no tenía fiebre gede pero tenía algo más de 37. A la noche se fue a una guardia. Quedó sola luego de averiguar que los mayores de 16 años podían atenderse por su cuenta sin ningún adulto responsable mientras nosotros llevábamos y traíamos criaturas de un lado al otro como cualquier día normal. A la hora me mandó un mensaje que estaba volviendo caminando y que le habían recetado antibióticos. La recogí por el camino para ir directamente a la farmacia a comprar sus medicamentos. En la primer farmacia que paramos el vendedor antes de leer la receta me dijo: “Ese remedio no tenemos”, “¿Ningún antibiótico hay?” le pregunté, “no”, contestó, “se los llevaron todos”. Me imaginé hordas de madres y padres de adolescentes recién vueltos de Bariloche saqueando los estantes de todas las farmacias de la ciudad para las bronquitis de sus hijas e hijos. Volví al auto en el que esperaban Pili y Consu. Fuimos a otra farmacia un poco más alejada. Estaba vacía, detrás del mostrador esperaban seis o siete vendedores, todos con camisas celestes y la mayoría con el pelo blanco aunque no eran ancianos. Le pregunté al que tenía más cerca si atendían DOSUBA, se quedó quieto, se dio vuelta y le preguntó al que estaba al lado “¿Atendemos DOSUBA?”, éste le preguntó a otro y así sucesivamente hasta dar con una vendedora mujer que respondió “Sí, atendemos”. Le dí entonces la receta; el primer vendedor se la quedó leyendo un rato largo, le pasé el carnet y el DNI de Pili; el hombre se lo va pasó al de al lado hasta una vez más llegar a la vendedora que asintió; el vendedor que me había tocado en suerte empezó a tipear los datos y leyó la receta por vigésima vez, y por vigésima vez se la mostró a otro. Con una sonrisa me marcó la receta con su dedo”Falta la fecha”.  “No importa” le contesté, en diez minutos traigo la receta arreglada. “Tiene que ser con la misma tinta” insistió. Pero yo ya había huido despavorida. No iba a volver pero Pili me convenció “perdiste media hora, por lo menos consigamos el antibiótico”. En realidad ella había salido de la guardia enamorada del médico que la había atendido, por eso quería ir a verlo otra vez para que le pusiera la fecha en la receta. Pero la receta se la transcribieron en la recepción y después se la llevaron a otro médico –la guardia había cambiado- para que se la firmara y sellara. Otra vez a la farmacia y, aunque esta vez estaba llena de gente, en cinco minutos ya estaba haciendo la cola en la caja. Pagué, salí a la calle apretando entre los dedos la caja  de Amoxidal clavulánico como si fuera una medalla de oro a la valla menos vencida. Pili lo pudo empezar a tomar esa misma noche para curarse el síndrome Bariloche, el de “salen en bolas, se cagan de frío, no duermen nada” entre otros excesos.

II

La semana pasada. Sonsi y Ruli necesitaban zapatillas, la abuela se las regalaba para sus cumples pero las tenía que llevar yo a que se las compraran. Ya habían pasado dos meses y medio y a las zapatillas que estaba usando Sonsi se le había despegado la suela así que una tarde cuando volvieron del cole nos fuimos las tres en busca de las zapatillas nuevas. Como siempre también vino Consu, y Loli y Toto. Cuando terminamos en el negocio de las zapatillas, en el que estuvimos casi cuarenta minutos, paramos en una librería cerca de casa porque Consu quería regalarle un libro a una amiga. Los dejé a todos en el auto y bajé con Consu. Diluviaba. Yo llevaba puestos unos zapatos cuya suela está peor que la de las zapatillas viejas de Sonsi. Ni bien bajé del auto me patiné. Me levanté rápido y entramos a la librería. Ya la conozco, es una de las dos librerías a las que voy siempre. La atiende el dueño, Consu se fue a mirar los libros infantiles y yo me quedé con el hombre preguntándole por un libro que quiero conseguir hace un tiempo sobre la historia de los clubes de fútbol. Mientras me lo buscaba en la compu entró un chico de no más de veinte años. Me llamó la atención porque venía caminando con ojotas en el medio del diluvio -se podría haber caído como yo hacía un rato, y porque tenía los labios pintados de un color rosa que parecía de los maquillajes de juguete. Recorrió un rato las mesas. Consu no se decidía entre tres libros, se acercó a la caja para ver cuánto salían y decidir a partir del precio. De repente escuché que el chico le preguntaba al hombre “¿Tenés algo de Góngora?” “¿Qué de Góngora?” le respondió, “No sé” lo que tengas siguió el muchacho “Sonetos o cualquier cosa”.  “No me sale nada” siguió el pobre hombre, “algo de Losada pero no veo qué”.  “Es un poco difícil conseguir” me escuché decir a mi misma y los dos se dieron vuelta “Sí, sí” decía el librero “Igual acá veo Soledades pero no hay nada”. “Si te interesa Góngora te puedo prestar algo” seguí diciendo yo. “No, no importa” dijo el chico de los labios rosas “es que me mudé hace poco acá cerca” “Ah” dijimos con el hombre sin entender demasiado la relación entre Góngora y la mudanza. “Si no probá en Puan, ahí tienen fotocopias de todo” le aconsejé cuando ví que ya se iba. Antes de irse nos agradeció y se fue repitiendo “No importa, busco en internet o en mercado libre". Consu eligió el libro más barato, antes de pagar le dije al hombre “Qué suerte porque están tan caros los libros”. “Sí” me contestó “van a lograr que la gente no lea más, que se quede en su casa viendo televisión”. “Y sí” me despedí yo “con excepción de estos chiflados que leen a Góngora”. Cuando salimos los que se habían quedado en el auto estaban a los gritos porque habíamos tardado mucho. Consu explicó “Tardé en elegir un libro y además mami se encontró con un chico que buscaba a Gongóra”. Acentuó así. Seguía diluviando, las ventanillas del auto estaban empañadas. Y se había hecho de noche. Arranqué y nos fuimos rápido a casa.
Negocios raros a menos de diez cuadras.

martes, 18 de octubre de 2016

Ampollas




Se acababa el día de la madre, y mientras escribía esto se me prendía fuego la compu.
Por eso recién lo subo hoy
Hace quince días caminamos con Ceci a Luján. Nos encontramos en la puerta de San Patricio a las 8.00 y a las 10.30 el colectivo nos dejó en el terraplén de la General Paz. Parecía que iba a hacer calor, era la primera vez que caminábamos las dos desde Liniers. Llegamos a Luján a la 1 y media de la mañana, agotadas. A mí se me habían hecho unas ampollas en donde la planta del pie se junta con los dedos. Sentía como si tuviera una serie de cuchillos que se me iban clavando de a poco.
Hay cuatro paradas antes de Luján: Castelar, Merlo, La Reja y Rodríguez. En cada parada comíamos bananas, tomábamos jugo, hacíamos pis y seguíamos viaje. En Rodríguez nos vendaron los pies. Por eso la primera vez que sentí esos cuchillos pensé que era la tela adhesiva que se me había salido. Paré al costado y ví que no, que eran las ampollas. De todas formas llegué. Creo que porque hice un poco de trampa: había decidido dividir cada tramo pensando en cada una de mis hijas y de mis hijos.
Desde Liniers hasta Castelar fue lo más fácil. Valen y Pili, grandes con complicaciones de grandes. Pili estaba en Bariloche, cuando volvió una semana después bajó del colectivo diciéndome “tuve fiebre gede”. Desconozco la palabra pero entendí que había tenido mucha fiebre. Al día siguiente fue a una guardia, le dieron antibióticos. Ahora está decidiendo qué va a estudiar. Cuando llegué a Castelar me entró un wa que Valen acababa de llegar a Italia con la abuela, pasearon diez días por el sur. También está armando su futuro. Sin antibióticos.
Cuando salimos para Merlo era mediodía, teníamos el sol justo en la cabeza. La primera mitad del trayecto me tocaba Felipe. El asfalto ya me quemaba los pies. Le pregunté a Ceci por Franco, el amigo de Felipe del jardín, pero no sabía nada, ella tampoco lo había visto más en la puerta del cole; tendría que estar en tercer año. Después me empecé a acordar de Maite cuando era chiquita, cuando la traía del jardín, parábamos siempre en un kiosco y una vez se cayó en el agua podrida. Hacía demasiado calor, nos desviamos unas cuadras del camino principal y paramos en la plaza de Merlo.
Desde Merlo hasta La Reja Sonsi y Consu. De frente hacia el oeste. El sol en los ojos. Me empezaba a doler el cuerpo. Dos nenas tan diferentes y tan seguidas. Sonsi está creciendo en sus nubes. De Consu dicen todos que es mi preferida. Puede ser. El sol me tapaba los ojos. En La Reja me puse unas curitas. Hasta Rodríguez Ruli y Octi. Raro que quede separado de Estani. Me lo acordé en neo, cuando el cirujano me dijo no hay que operarlo, se va a poner bien y yo me largué a llorar como si hubiera entendido al revés y el cirujano me miró como pensando esta mujer está loca. Y Ruli la de los ojos fuertes, mi nena más despierta.
De Rodríguez ya salimos de noche. Es el trayecto más largo. Me tocaban tres: Estani que aprendió a leer, Toto que es un bebote y Lolita que ya nos agarró viejos. Cuando me cansaba mucho me acordaba de todos. En ese momento me empezó a funcionar el wa y recibí un montón de mensajes de gente muy querida. Algunos sabían que estaba caminando, otros no. Estaba muy oscuro y en algunos lugares había olor a agua estancada y a perros muertos. Seguimos. Llegamos. Antes de caer dormida en el colectivo que nos traía de vuelta le conté a Ceci cómo había armado el camino; ella me contó que estaba cansadísima  pero cuando llegó en lo primero que pensó fue en Hada.

Y eso debe ser  la maternidad: astilladas, con cuchillos, con el sol quemándonos la cabeza o con los ojos en el medio de las tinieblas, tratar siempre de seguir adelante hacia algún lado.




martes, 13 de septiembre de 2016

Jazmines





 Justo hoy se me ocurrió revisar uno de los primeros ejercicios que hice con Ignacio en su taller literario: escribir algo de mi vida año por año.

1974
Mi papá vuelve del consultorio a la noche y vemos juntos la Pantera Rosa, siempre dan los mismos capítulos. Un día llega más temprano, como a la hora de la siesta. Llueve, tiene puesto un piloto marrón oscuro. Se murió Perón me dice. No entiendo mucho. Me pongo contenta porque vamos a poder ver más tiempo la tele.

1976
Volvemos tarde a casa del teatro. Habíamos ido al Avenida. Una vecina nos cuenta que habían pasado unos hombres hablando del Fitito blanco de un doctor. Mi papá nos deja en casa y se va a algún lado. Lo volvemos a ver recién al día siguiente. Después dijeron que el PC fue colaboracionista. Pero para mí mi papá tenía miedo.

1980
Voy por primera vez a la cancha. Me lleva mi papá a ver Almagro Atlanta en Villa Crespo. Un hombre putea al árbitro todo el tiempo y  a los gritos. Me asusto bastante, igual me parece que me gusta ir a la cancha.

1981
Sigo odiando la escuela. Soy buena alumna pero nunca puedo ser abanderada. Voy a clases de teatro en el Zamorano, los viernes a la noche; en el descanso comemos sandwichs de salame, todos los chicos sentados en una mesa larga. Volvemos muy tarde a casa. El viernes es ahora el mejor día de la semana.

Así la infancia: fútbol, política, zamorano.

Justo hoy conversamos con Estela sobre los padres, las despedidas y el desamparo.

Justo hoy discutimos a la hora de la cena con Valen y con Kp dónde, cómo y cuándo es conveniente hacer la revolución.

Justo hoy Pili me mostró un trabajo de filosofía que hizo sobre Judith Butler, el duelo y la pérdida del otro en una misma.

Justo hoy me dí cuenta de que ya hace unos días que explotaron los jazmines de la reja de la casa de Plaza.


Justo hoy me dí cuenta de que estamos en septiembre.
Y entonces, a falta de grapa, me tomé con el café de después del almuerzo una copa riquísima de licor de cassis antes de seguir descuartizando a Góngora.






lunes, 22 de agosto de 2016

Dieciseis



Casi siempre hago el mismo camino para ir a Puan. Y en cada lugar siempre pienso las mismas cosas. Cuando agarro Jorge Newbery, por ejemplo. Si miro a la izquierda me acuerdo de las veces que fui a buscar a Valen a algunas fiestas en unas canchas de fútbol que hay ahí y del cordón de la vereda lleno de chicos sentados viendo vomitar a otros. Si miro a la derecha veo el paredón del cementerio. Pienso en lo que hay del otro lado. Sigo viaje, si la barrera está baja pasa un hombre vendiendo cucuruchos rellenos de dulce de leche. Me acuerdo que la primera vez que ví vender eso fue en un acto del PC. El resto del viaje lo hago calculando cuánto tiempo me va a a ocupar la clase, me imagino si va a estar buena o va a ser un desastre, si voy a conseguir lugar para estacionar rápido o si voy a tener que dar vueltas.  


Hay un nene en sala de dos, se llama Juan. A la salida va la mamá con un cochecito, lo sube al nene y se lo lleva. El otro día fue sin el cochecito, entonces se pararon en la esquina de Monroe a esperar un taxi. Yo estaba en el auto porque las salas de los más grandes todavía no habían salido. Juan y su mamá  quedaron justo enfrente de mí. Tienen los mismos ojos. No pasó ningún taxi así que se fueron caminando. Antes Juan tenía rulos, ahora le cortaron el pelo. Myriam me dijo, ni bien empezaron las clases, que había un nene en sala de dos que le hacía acordar a Felipe. Yo ni bien lo ví a Juan me dí cuenta de que era el nene del que me había hablado Myriam. Pero no porque se parezca a Felipe. Es por lo otro, porque tiene los ojos iguales a los de su mamá.


Hoy voy a hacer de cuenta que tengo el día libre.
Me gustaría ir a ese restaurant lindísimo que fuimos con Luis la otra noche. Tiene muy buenos tragos. Me gustaría probarlos todos, algunos más de una vez. Salir un poco mareada.
Irme al paredón ese, comprarme un cucurucho de dulce de leche.
Nunca comí ninguno pero parece ser algo empalagoso. Tal vez vomite después de comerlo.
Sentarme ahí, con el sobrecito que tengo escondido en la caja verde.
Mirar pasar los trenes llenos de gente que va y viene. Sentir cómo se me va nublando el cerebro.
Y entender , otra vez, que hay personas a las que la furia del jabalí no las alcanza nunca.
Que pueden seguir poniendo el despertador a la misma hora todas las mañanas, preparando a sus niños para ir a la escuela, saliendo a trabajar, levantando la mano para parar un colectivo, preocupándose por cómo le salen las clases  o yendo al supermercado todos los jueves.



Ahora Dieciséis. Como los chicos que vomitan a la salida de las fiestas.
¿los hijos varones se parecen más a las mamás que las hijas mujeres? ¿o es un mito?





martes, 16 de agosto de 2016

Semillas





Hace un tiempo me reencontré con mi madrina de confirmación. Yo me había olvidado que existía el cargo de madrina de confirmación y por lo tanto no sabía quién era. Siempre me gusta conocer gente nueva o, como en este caso, retomar viejos contactos. Después de ese encuentro volví a verla bastantes veces. Vive en una casa donde no anda el timbre. Una tarde de enero la visité por primera vez, me llevó Enru en auto y nos quedamos esperando un rato largo hasta que me abrió. Después tomamos mate en el jardín. Volví a verla un par de veces más, siempre en su casa.

El otro día, en la misa del 4 de julio se me acercó una mujer.  Me preguntó si yo era la ahijada de Inés, le contesté que sí aunque me sorprende ser ahora la ahijada de alguien.  Me contó que quería ubicarla pero que no tenía wa, ni facebook ni nada similar. Que le quería mandar una cosa y que yo era el único medio de conexión que tenía con ella. “No hay problema”, le dije, “no sé cuándo la voy a ver pero se la llevo”. “Son unas semillas, de unas flores que a ella le gustan”, y sacó de su cartera un paquete perfectamente envuelto en un papel lustroso. “Tomá, llévaselo cuando la veas”. Con un movimiento automático me lo guardé rápido en el bolsillo de mi abrigo. “No es algo que si me lo encuentran me podrán llevar presa ¿no?”,  le pregunté medio en chiste y medio en serio. “No, no”,  me contestó y se rió. El paquete quedó en el bolsillo. Le avisé a mi madrina que lo tenía, que en algún momento la iba a ir a visitar y me olvidé.

Diana es una maestra del jardín de los chicos que se jubiló a principios de año. Desde Felipe en adelante tuvo a casi todos. Un par de veces vino a casa a los cumples, quedamos amigas. Como vive cerca de la escuela de música arreglamos para encontrarnos un día en la plaza de enfrente. Llegamos con Octi y Estani y nos estaba esperando en la puerta, antes de que entraran en la clase de música la saludaron y les dio una bolsa con algo adentro, es para que lo coman  después con el resto de sus hermanos les avisó.

Ya en casa empezaron a taladrar con el regalo de Diana que querían comerlo, que querían ver qué era, que dónde estaba. “Búsquenlo ustedes”, les contesté, “ya son grandes, no tienen que depender para todo de sus padres” y otras consideraciones similares, o sea todos esos discursos ya establecidos que en algún momento se le empiezan a decir a las criaturas.
Me fui un rato arriba. Cuando bajé estaban Octi, Estani, Tótal y Loli en una especie de ceremonia alrededor de la mesa del living comiendo algo: unos chips de chocolate que estaban amontonados en un recipiente de plástico no muy grande. Fui a la cocina a tomar una taza de té. Mientras esperaba que hirviera el agua creí recordar que el regalo de Diana eran unos cubanitos rellenos no unos chips de chocolate. Volví rápido al living para ver cómo de a poco iban escupiendo las pepitas de chocolate encima de un papel lustroso hecho un bollo al costado del paquete. “¿Dónde estaba eso?” les pregunté, “En el bolsillo de tu abrigo” contestó Octi, orgulloso de haberse autogestionado tal como le había indicado la madre.
Y ahí me dí cuenta de que los cubanitos habían quedado en la guantera del auto, de que el papel lustroso era el envoltorio de aquel recado que nunca había entregado y de que las criaturas se habían empezado a comer las semillas de aquellas flores que tanto le gustaban a mi madrina de confirmación.
Junté todo, puse las semillas escupidas junto con las que quedaron sin comer adentro del paquete, lo volví a envolver y lo puse en uno de los estantes más altos que encontré.

Ahí está, esperando que alguien los vuelva a confundir con algo de chocolate o que yo visite a mi madrina. Lo que ocurra primero.

lunes, 1 de agosto de 2016

Despedida




Fuimos a Ezeiza  a tomar final. Era el primer día de vacaciones de invierno, yo tenía los más chiquitos en casa. Las nenas del medio volvían a la noche de un campamento en el que se habían congelado.
Unas cintas rojas nos recordaron que estaban arreglando el estacionamiento. Durante estos cuatro meses había dejado el auto cada lunes en medio del barro  pensando que se me iba a quedar empantanado y no íbamos a poder salir. Llovía siempre. Las últimas veces había unas excavadoras levantando la tierra y cubriéndola con piedritas. Ese día la obra estaba casi terminada: las piedras apisonadas y algo que intentaba ser un techo sobre ellas.
 El sol en el verano debe pegar fuerte, adentro y afuera.
Llegamos temprano. Todo estaba un poco alborotado, se escuchaban gritos por las ventanas de los pabellones.
Hicimos el camino de siempre. Cuando llegamos repartimos los temas. Entre el escrito y el oral estuvimos alrededor de dos horas. Tomamos café.
Había sol pero de repente el cielo se puso negro y empezó a llover. Cuando se nubla tanto se prenden todas las luces de una pista del aeropuerto que está bastante cerca, se escuchan los aviones al lado.
Es raro sentir tan cerca los motores de los aviones.
Cerramos las planillas con las notas, nos despedimos. Creimos que nos íbamos más temprano que de costumbre pero por tercera vez nos tuvimos que quedar porque había un procedimiento.
La primera vez, con Lidia, nos entretuvimos escuchando historias de los pabellones, la segunda también estaba Noelia y leímos entre todas Fuenteovejuna.
Ese día ya no teníamos muchas posibilidades. Habían empezado a limpiar el aula así que nos fuimos a la biblioteca. Había un par de chicas estudiando para dar un final. Tenían que relacionar Ante la Ley con una entrevista a Derrida que estaban viendo en la computadora. Nos sentamos a verla con ellas.
El cielo tan negro también era de frío, adentro había un aparato que tiraba un aire suave y caliente. Entre el calor, la hora y el cansancio cerré los ojos. Cuando me desperté creí que Derrida estaba diciendo algo interesante para Ante la Ley. Medio sobresaltada les dije que ese fragmento les podía servir. Entonces retrocedieron la imagen. Yo me volví a dormir, hasta creo que soñé. Abrí los ojos cuando Derrida estaba diciendo otra vez lo mismo, eso está bueno para Ante la Ley les repetí. Otra vez retrocedieron. La escena mía durmiendo, Derrida explicando siempre lo mismo y yo diciéndoles que prestaran atención a eso se repitió como cuatro veces más.
Afuera se hacía de noche, la requisa parecía interminable. Recién a las siete y media vinieron a avisarnos que podíamos salir.
Derrida hablaba ahora de la repetición y de la hospitalidad.
Nos despedimos una vez más, les agradecimos y nos agradecieron: por todo el cuatrimestre pero también por haberlas ayudado con Derrida. Supongo que les debe haber ido bien en el final aunque no por nuestra ayuda. O sí, por haberlas obligado a pasar la entrevista quince veces mientras dormía.
Hacía mucho frío. Cruzamos los pabellones que seguían inquietos. Recogimos un poco de burrito. Calculé que  si hacíamos rápido el camino de vuelta llegaba a recibir a mis cuatro nenas. En el viaje Noelia me contó que se había dormido un poco mientras veíamos el video.
Ya no volvemos, por lo menos hasta el año que viene.  O tal vez en dos o tres años. De todas formas a estas chicas no creo que las veamos más.


Me parece que es ésta. No lo podría asegurar, la ví dormida.


martes, 21 de junio de 2016

El Mural





Una nochebuena  mi abuela me regaló una bici. Todavía yo creía en Papá Noel, Papá Noel me había traído un juego de química. El día de navidad me la pasé andando en bici en la vereda. Tenía miedo de que cuando volviera a casa el juego de química no estuviera más, que Papa Noel se lo hubiera llevado porque yo había preferido la bici que me había regalado mi abuela.
Me parece que fue para la nochebuena del ´77 porque hacía muy poco que nos habíamos mudado a la casa nueva. A la casa nueva le decíamos la obra. Todos los domingos durante cuatro años pasábamos por la obra a ver cuánto había avanzado en la semana. Hasta que un día la casa nueva estuvo terminada y nos mudamos. En la casa nueva se podía jugar en la vereda; en seguida me hice unos amigos y nos pasábamos el día jugando a la pelota: en ese tiempo entendí la diferencia entre ser arquera y jugar de arquera.
Cuando aprendí a andar bien en bici salía a dar vueltas manzanas. En la calle donde vivíamos, que se llama Plaza, hay una barranca buenísima por la que los sábados a la tarde nos tirábamos en bici o corríamos carreras hasta otra calle que se llama Echeverría. Ahí los que vienen con el auto tienen que dar una vuelta porque si no parece que Plaza se acaba. Nosotros doblábamos para el otro lado y nos íbamos a una plaza verdadera que hay cerca.

El sábado volví al lugar ese donde Plaza parece que termina pero en realidad da una vuelta. Volví con Luis, con Toto, con Loli, con Sonsi, con la abuela y con tantos amigos y compañeros. Estuvimos desde el mediodía hasta esa hora de las tardes de otoño casi invierno en las que no se nota si el sol está tapado por los árboles o si se está yendo. Ayudamos a pintar el mural. Nos cansamos, tomamos mate, nos reímos. La calle estaba cortada con unos conos naranjas y una cinta de plástico. Antes había adoquines, no presté atención si ahora había asfalto aunque los chicos corrieron por ahí toda la tarde. Sonsi y Loli se ensuciaron las dos con pintura roja; Toto pintó perfecto y comprobamos definitivamente que es zurdo; Luis se subió a una escalera altísima, y yo me tiré encima un montón de pintura blanca.
Cuando terminamos las paredes envolvían todo y parecían venírsenos encima; las caras de los cinco quedaron fijas iluminando la línea entre la vereda y el muro. Ya se quedan ahí, las podemos ver todos: los que cuando llegan con el auto creen que Plaza se corta, las nenas que pasan en bici que les regalaron sus abuelas, los que tienen los ojos blindados de sangre, los que nunca vieron, los que no quieren ver.
Ahí, para siempre.

En estos días pienso mucho qué hubiera pasado si la obra de mi casa nueva hubiera tardado tres años en lugar de cuatro.
Y me imagino:
Que mi abuela me regala la bici para mi cumple del ´76 porque ya nos mudamos, me evita el conflicto con Papá Noel.
Que todos los sábados de otoño a la tarde me voy a andar en bici, no por la barranca de Plaza sino hasta la parada del 113 de Sucre y Tronador para buscar boletos capicúas que después puedo cambiar en cualquier kiosco por un chicle porque hay como un concurso o una promoción de Bazooka.
Que uno de esos sábados me cruzo con cualquiera de los cinco, que justo le toca un boleto capicúa, me lo regala y se hace mi amigo.
Que en seguida  llega el invierno.
Que cuarenta años después, mirando el mural, les cuento toda esta historia a Loli y a Toto que no entienden por qué no los dejo comer chicles si yo cuando era chica comía.


Que lo único que nos da fuerzas es la imaginación y a veces, muy pocas, la memoria.

martes, 14 de junio de 2016

Burrito



I
Hace más o menos tres meses se pinchó por cuarta vez el termotanque. Durante veinte días estuvo el lavadero inundado pero como seguía habiendo agua caliente no nos preocupamos demasiado. Después se empezaron a descascarar las paredes, no solamente las del lavadero sino las del bajo escalera que es donde se guardan apuntes, carpetas, palos de hockey, bordones de los scouts, practicunas, los carteles que hace Xime y los banderines para los cumples, y tantas otras cosas que no sabemos. Todo eso mojado es un desastre. Una tarde que estaba medio desocupada me fui a Jumbo y compré un calefón. Luis sacó el termotanque y el lavadero dejó de estar inundado. Pero cuando quiso instalar el calefón rompió un caño y después para arreglarlo lo tapó. Así que quedamos con el calefón sin instalar.

II
Cuando Pili estaba en cuarto año había en su claustro un preceptor que le convidaba mate en el recreo, “le pone burrito” me contaba Pili “y queda más rico”. Algunos sábados atrás fuimos a una reunión de scouts bajo la lluvia, muertos de frío. Estaba también Ceci que me convidó un mate riquísimo, muy parecido a los que nos cebaban en Ezeiza los años anteriores. “¿Qué tiene Ceci?” le pregunté  “Burrito” me dijo. Y yo que desde hace dos años vengo probando todas las yerbas de todos los gustos y colores de la góndola del supermercado para sacar el gusto de Ezeiza sin lograrlo  le dije “pero ¿qué es burrito?”. Ceci tampoco sabía pero cuando me mandó la foto de la yerba por wa era una cbs saborizada que yo ya había probado sin resultado. Deduje entonces que el gusto tumbero lo daba el edulcorante. Lidia después completó mi teoría con el mate de siliconas.

III
El lunes de la semana pasada como todos los lunes fuimos a Ezeiza. Lidia y yo. Noelia se había tenido que quedar en Buenos Aires. Tomamos mate y descubrimos entre la espuma blanca de la yerba unas hojitas verdes, raras, como de grama bahiana. “¿qué son?” preguntamos y la respuesta no se hizo esperar “Burrito”. En el recreo Lidia fue a cambiar la yerba y le puso más burrito. Cuando las chicas vieron que era una hierba de nuestro agrado nos avisaron que a la entrada, en algún lado que no pudimos identificar del todo, crecía un arbusto de burrito del cual todas sacaban ramas para dejar secar y poner en el mate. “Ahora cuando salen llévense” nos dijeron. Después de la clase íbamos a visitar a Gloria a Monte Grande por eso terminamos a las cinco en punto. Pero cuando nos teníamos que ir, las celadoras que nos acompañan para atravesar el penal nos pidieron que esperáramos un ratito, que todavía no nos podían sacar, que había un procedimiento. Volvimos al aula. Ahí las chicas nos explicaron que había una requisa y que no era un rato sino una o dos horas. Nos quedamos conversando con ellas, nos contaron bastantes cosas, tal vez demasiadas. Antes que se hiciera de noche vinieron las celadoras “Nos dieron permiso para sacar a las civiles”. “Las civiles te lo agradecen” contestó Lidia. En la puerta de la guardia consideramos que no era el mejor momento para buscar el yuyo y llevárnoslo. Llegamos a lo de Gloria casi a las seis y media, nos esperaba con una merienda riquísima. Estábamos agotadas, se nos había pasado el efecto del burrito.

 IV

No me gusta tomar mate sola. Hace un rato vino un muchacho a instalar el calefón. Como los caños están tapados con demasiada masilla tiene que sacarlos por afuera, después conecta todo y listo. Después de casi dos meses ya no vamos a tener que hervir agua para lavar los platos. Calculo que toda la misión le va a demandar una hora. Lo veo que está por prender un cigarrillo, antes de que lo encienda, en plena instalación del calefón, pienso que es mejor convidarle un mate. Nos tomamos todo el termo entre los dos, ese tiempo es lo que le lleva terminar su trabajo. Cuando termina me agradece el mate, me dice que está muy rico. No se lo digo pero pienso para mí “Y eso que no tiene burrito”.

V
En el párrafo anterior se acababa la historia.
La tenía escrita hace unos días y no encontré el momento para subirla.
Por suerte, porque sigue. Se hizo medio larga pero vale la pena.

Ayer volvimos a Ezeiza. Fuimos las tres. En el viaje le contamos a Noelia las desventuras de la requisa, las historias de las chicas y el exceso de burrito en el mate que nos había permitido atravesar la situación. Mientras caminábamos hasta el segundo puesto jugamos a adivinar cuál era el árbol, alguna señaló un eucaliptus. Como sabíamos que no era la mejor decisión entrar con unas hojas de cualquier hierba al penal decidimos averiguar dónde estaba el arbusto para cortarlas a la salida.  En el recreo las chicas nos indicaron medio de memoria cuál era, nos explicaron también que a lo mejor no lo habíamos visto porque la helada de la mañana lo había quemado; que ahí el invierno es terrible pero que el verano es peor. Cinco y diez terminé la clase. Y otra vez la misma historia: que hay requisa, que no podemos salir, que nos quedamos un rato. Las chicas sabían que habían pedido las paletas para el procedimiento y eso parecía significar que iba a ser largo. Había dado casi cuatro horas de clase, teatro de Lope: Fuenteovejuna. Tenía la cabeza que me estallaba, no sabía cuánto tiempo íbamos a tener que aguantar sin poder salir. “Vengan” les dije a todas, “seguimos”, “vamos a hacer teatro leído”. Volvieron todas al aula, trajeron también a una amiga que estaba por ahí. Y empezamos a leer: Flores, el Comendador, Laurencia, Frondoso, los personajes iban y venían. Nos reímos, nos trabamos. Se hacía de noche. El cielo estaba nublado pero por la ventana se veía un filo del sol que se iba. Leímos casi la mitad de la obra hasta que escuchamos el aviso: se podía sacar a los civiles, que éramos nosotras.
Salimos a lo que ya era un frío helado, el penal parecía tomado por los penitenciarios. En el camino de vuelta al auto, antes de la última reja, donde nos habían indicado las chicas, vislumbramos el arbusto del burrito. De atrás de la puerta nos miraba atento un guardiacárcel, teníamos que meternos adentro de un cantero y cortar el árbol. Lidia nos dijo “No da, nos están mirando”. De repente escuchamos la voz del hombre gritándonos: “¿Quieren burrito? Saquen de ahí” Y ahí fuimos y cortamos tres ramas. Ya era noche cerrada. Nos congelamos pero lo logramos. 
Me fui contenta, les dejamos Fuenteovejuna, nos llevamos el burrito.



viernes, 3 de junio de 2016

La espera






El otro día una conocida que tiene seis hijos me contaba que cada vez que habla de nosotros lo primero que dice es “y no son del opus”. Unas tienen que explicar que no se embarazan para cobrar la AUH; otras que tenemos muchos hijos porque así se dieron las cosas y no por cuestiones religiosas. Lucha de clases.
De todas formas a veces me olvido de a dónde el sentido común lleva a la gente y me parece que contestar “diez” cuando te preguntan “¿cuántos hijos tenés?” no necesita ningún tipo de explicación lógica como  “no somos del opus”,  “no somos judíos ortodoxos”, “no cobramos subsidios” o “nos olvidamos de cuidarnos”. Otras veces pasa al revés contesto “diez” e inmediatamente yo misma lo acompaño por un “no somos del opus”, “no somos muy religiosos”, “no cobramos subsidios” lo que inmediatamente trae la respuesta de “no, no te lo iba a preguntar” del interlocutor de turno.

Entre estas delicias de tener diez hijos se incluye que cuando uno de ellos se enferma comienza una larga temporada de virus, termómetros rotos o extraviados, bacterias y antibióticos varios que hacen que como mínimo una vez por semana durante un mes o un mes y medio tengamos que turnarnos con Luis para llevar a todos y todas a lo de Fabiana, incluidas Valen y Pili.
Esta vez empezó Estani, siguieron Consu, Valen, Pili, volvió Estani, Octi, Tótal y Ruli. Faltan Loli, Maite y Sonsi. Así invertimos horas en la sala de espera de sus pediatras, que en estos días está llena de criaturas en estado similar al de las nuestras.
La otra tarde llegó justo atrás nuestro un matrimonio joven con unos mellizos de un mes: una nena y un varón, muy chiquitos. Era la primera vez que iban y el primer control de los chicos fuera del sanatorio. Obviamente para amenizar la espera entablé una conversación primero con el padre y después con la madre con toda la autoridad que me otorgan mis dos pares de mellizos. Hasta que llegó la pregunta de “¿cómo hacés con cuatro?” y la respuesta de “en realidad tengo 10”. Siempre al llegar a esa instancia yo sé que paso a oscilar de parecer un fenómeno circense hasta merecer los comentarios tan pero tan errados de “Ah, una supermamá”. El resto de las personas que estaban ahí esperando levantaron la vista de sus aparatos y me miraron. Por suerte nos llegó el turno.
Cuando salimos la sala de espera estaba mucho más llena. Les tocaba entrar a los mellizos, los padres se estaban acomodando para pasar, ordenando bolsos, abrigos, huevitos y pañales. Mientras tanto en un rincón una mamá le leía a su niño un folleto bastante colorido. De repente se hizo un silencio y se escuchó bien claro a la mujer en voz alta diciendo: “Dios es nuestro padre, él hizo el mundo y todo lo que nos rodea”.
El padre de los mellizos titubeó, me miró a mí, miró a la mujer y le cambió la cara. En una ráfaga que me pasó por el cerebro me lo imaginé pensando: “en una misma sala de espera, de cuatro personas me encuentro una que tiene diez hijos, otra que le lee al hijo unas enseñanzas bíblicas para entretenerlo, claramente caímos en un consultorio del opus”.
Los saludé, les deseé suerte y me fui riendo sola por el pasillo.

Pero esos mellizos también me recordaron la vez que volví rapidísimo de La Plata para contarle a Fabiana que estaba embarazada de gemelos y que tenía miedo. O la vez que después de acompañar a Pili a comprarse ropa la dejé con la mentira de “tengo una reunión” para volver a tener la misma conversación  pero dos años después y con bastante más miedo.
Y me recordaron también que las dos veces salí tranquila, confiada de que podía manejar todas las opciones y de que todo iba a salir lo mejor posible, como de hecho salió.
Ni opus, ni dios padre, ni nada parecido sino las personas indicadas en los momentos indicados. A veces eso es providencial.

Y algo de bibliografía sobre el tema


Madre heroina                                                                                                        

sábado, 28 de mayo de 2016

Paseos







Ayer acompañé a Loli y a Toto a una excursión con su salita. Nos fuimos a una biblioteca en el medio de la plaza de Barrancas.
Eran nueve cuadras, pero como iban la sala de 2 y la de 3 años fuimos en combi. Creo que caminando hubiéramos tardado quince horas.
En cada combi iban más o menos diez chicos, les atamos a todos los cinturones. A unos pobres, entre los que estaba Toto les enganché mal los broches y quedaron todos apretados, cuando empezaron a protestar justo llegamos a la biblioteca. Antes de entrar se sentaron en unos escalones y se sacaron fotos.
Las paredes estaban pintadas de blanco, adentro parecía que había más luz que en la plaza. Los recibió una mujer que les explicó dónde estaban y les preguntó si en la casa tenían libros, todos los chicos dijeron que sí menos Loli que respondió que en su casa no había libros, que solamente tenían una computadora y una escalera. La mujer, apenada por la pobre criatura  que no tenía biblioteca en la casa, le propuso que se armara una con cajas de zapatos viejas y yo pensé que lo único que nos falta es más basura. Después los chicos se tiraron en unos puffs que había en el piso, sacaron los libros y se pusieron a mirarlos.
Cuando se aburrieron de los libros escucharon atentos unos cuentos que les contaron. Se portaron muy bien, sacando Loli y Toto a los que tuve que llevar a hacer pis ciento cincuenta veces.
Creo que es la primera excursión que voy con ellos. El año pasado fui al Museo Sívori y al picnic de la primavera con Octi y Estani. De todas formas en estos quince años como madre de jardín fui a bastantes lugares: títeres, obras de teatro, zoológico, museos, cabildo. Se me mezclan un poco las visitas y los años.
De todas formas, hay dos excursiones de las que no me voy a olvidar más. Una al Jardín Japonés con Pili que tenía  tres años. En esa época no  se hacían muchas salidas, los nenes de 3 y los de 4 estaban todos juntos en una sala. Por eso fueron muchísimos chicos y también muchas madres, había  también tías y alguna abuela. Era una tarde lindísima. Una nena se asomó para darle de comer a los peces y casi se cae al agua, en un momento quedó colgando de una baranda, alguien la volvió a tirar para atrás y no pasó nada.
Ahora que lo estoy contando me acuerdo de un paseo que hice yo cuando estaba en la primaria a un vivero japonés en Escobar y ahí sí se cayó una chica al agua, me acuerdo no tanto por el agua sino porque la excursión esa terminó en Luján y me compré algo parecido a una virgen que brillaba en la oscuridad, fosforescente decíamos antes.
La otra excursión que no me olvido fue a una veterinaria cuando Felipe estaba en la sala de 4. A esa sí fuimos caminando porque era a dos cuadras del jardín. Parecía que iba a llover pero el cielo aguantó y pudimos ir y volver sin mojarnos. El chico de la veterinaria les iba mostrando algunos animalitos que tenía. Hasta que llegó a un perro al que recién le habían puesto comida. Felipe le dijo “¿los perros son carnívoros no?” El de la veterinaria pensó dos minutos y le contestó “A veces”. Durante bastante tiempo nos seguíamos riendo de los perros que a veces son carnívoros.

Hay muchas más historias de paseos, podríamos escribirlas todas y hacer un libro. Sería el primer libro de la caja de zapatos de Loli.






miércoles, 27 de abril de 2016

El Curso




Todos los sábados a la mañana llueve.
El viernes a la noche no llovió, lo sé porque me quedé toda la noche despierta mientras me entraban los mensajes de Pili que salía de la casa de Anita a la fiesta, que llegaba a la fiesta, que salía de la fiesta para casa, que estaba en la puerta.
Así, a las siete menos cuarto me levanté para abrirle la puerta. A la misma hora en la que se levantó Maite para ir al curso.
Entonces no sé cómo definir las siete menos cuarto, si fue la hora en la que me pude ir a acostar un rato o la hora en la que me levanté para llevar a Maite al curso.
A las siete y media pasamos a buscar a Pedro por el Parque los Andes. Ahí empezó a llover de manera imperceptible, al principio pensamos que eran los árboles del Parque que largan agua. Pero después a la altura de Angel Gallardo ya tuvimos que poner los limpiaparabrisas.
Y entre las ocho menos cinco y las ocho y cinco fue un diluvio. Justo cuando nos quedamos con Maite en la vereda mirando las escaleras llenas de chicas y de chicos y de padres y de madres.
Nos empapamos.
Para protegernos un poco nos pusimos las capuchas de nuestros buzos. Maite tenía una bastante buena aunque está medio hincha porque todavía no le dieron su campera de egresada. “Mucho mejor que la que tenían ustedes, Parece de un colegio privado” les dijo a Valen y a Pili.
Yo tenía la capucha de un saco gris que me afana Pili todo el tiempo, que en vez de botones tiene unos ganchos que se enganchan con la ropa de la gente en el subte.

Ahi, empapada,mirando las escaleras, abajo de la lluvia me acordé de que los dos cursos pasados se los fumó Luis solito detrás de mis excusas de bebés recién nacidos que no me dejaban dormir.
Y también mirando las escaleras la ví subiendo a Valen, ese año en el que hizo el ingreso cuando se convirtió en super chica, la mujer maravilla, batichica y todas las superheroinas que se nos puedan ocurrir.
La ví también a Pili que se quedó una tarde a estudiar en casa para un examen de historia y protagonizó una de las situaciones más bizarras que hemos pasado en estos últimos años. E igual le fue bien.

Vi tantos padres y madres exultantes, ansiosos, preocupados, contentos.Como estábamos nosotros con Valen y un poco menos con Pili. 
Y una vez más me sentí pésima madre en tanto mis mayores preocupaciones de ese momento eran que Maite entrara rápido asi la grúa no me llevaba el auto que a partir de las ocho pasaba a estar mal estacionado . También volver a casa a seguir durmiendo o a dormir.
Cuando paró de llover, diez o quince minutos después de las ocho abrieron las puertas. Los chicos se abrieron paso entre los padres que se amontonaban en la entrada sin darse cuenta de que los que tenían que entrar eran sus hijos y los hijos de otros.
Maite me dio un beso y se fue buscando unas amigas nuevas que se había hecho en los recreos del sábado anterior.
Aunque ya habia empezado a pasar la grúa me quedé viéndola subir las escaleras, grandísima, tan parecida y tan distinta a sus hermanas mayores.
Creo que todos los padres y madres miraban a sus hijos e hijas abrirse paso en esas escaleras,del mismo modo en que yo la miraba a Maite.
Después, mientras volvía corriendo al auto por si tenía que pelearme con el de la grúa o subirme como me explicó después Vero, seguían llegando chicas y chicos.

Y aunque tenía que prestar atención para no tropezarme con esos misiles que marcan la divisón entre la vereda y la calle me hice una vez más esa pregunta sobre las prioridades que me asedia siempre en estas circunstancias.  

miércoles, 13 de abril de 2016

Damas





Algún lunes del mes pasado. Todavía no había empezado a dar clases en Ezeiza, llevé y traje chicas de casa al cole, del cole a música y de música a casa.
Cuando terminé el recorrido me encontré en un Havanna con Fabi. Que después de una larga tarde yendo y viniendo tuvo tiempo para tomarse un café conmigo. Yo tomo café, ella toma Coca.
Me cuenta de su tarde de lunes y yo le hago un resumen de mi noche de viernes: diez minutos larguísimos, temblando sin parar.
Me escucha y me tranquiliza. Nos reímos.
Me cuenta una vez más que tiene una hermana bastante más chica que ella. Siempre que se lo escucho pienso qué bueno que debe ser que Fabi sea tu hermana mayor. Esta vez se lo digo. Volvemos a hablar de otras cosas.
Se hizo de noche. Seguramente la vuelvo a ver pronto, cuando entren los primeros virus del otoño.
Pero en su consultorio.
Y antes de irnos me imagino que ahí sentadas, en esas sillas de madera medio duras, es un poco como si estuviera con una hermana más grande.


Domingo a la tarde. Hay viento y está por llover. Cruzo la ciudad para llevar a Pili a lugares.
Julia me está esperando en su casa con un té. Llego tardísimo.
Le llevo nardos, me gusta el perfume que tienen. Hablamos casi dos horas. De todo.
Le cuento cosas de mis hijas, me cuenta cosas de las de ella.
Que yo ya no le tengo paciencia a los más chiquitos, que crecen rápido, que de una forma u otra terminan yéndose.
De lo que perdimos, de lo que ganamos.
Hablando de todos nuestros hijos aparece Felipe un montón de veces en la conversación.
Sigue lloviendo y las gotas hacen ruido en el techo. Nos tomamos todo el té.
Mientras hablamos pienso que hace bastante que no la veía y que no hace tanto que la conozco.
Cuando la saludo la abrazo muy fuerte. Me voy con los consejos que fui a buscar.


Una pesadilla recurrente en los últimos años. Estoy en alguna ciudad conocida, generalmente Madrid, y tengo que tomar un avión para volver a casa. En ese sueño trato de pensar, cómo fue el viaje de ida, cómo me animé a subir a ese avión para que eso me tranquilice a la vuelta pero nunca lo logro.
Entonces todas las veces decido despertarme y quedo tranquila.
La última pesadilla transcurría en Salta, desesperada porque no encuentro mi auto. Lo que significa vuelta en avión. En vez de despertarme aparece Meneca en medio de la pesadilla. Y sigo durmiendo, ahora tranquila, porque voy a volver volando pero sentada al lado de ella.
Al día siguiente le cuento mi sueño; nos acordamos de la última vez que volamos juntas, que ella en vez de dormirse se pasó toda la noche despierta subiendo y bajando la ventanilla del avión porque me daban miedo los rayos que se veían a lo lejos.
Nos acordamos también de una sopa de verduras en Asis, muertas de frío después de haber recorrido todas las iglesias y de unas latas de Heineken en una plaza de Roma.
Ya pasaron casi veinticinco años. 
No creo que lo sepa pero todavía me sigue cuidando de los rayos.


Una vez vi una película que me encantó. Unas mujeres que se iban al Mont Blanc. Como la agarré empezada nunca pude saber cómo se llama.
Mueven las damas


jueves, 7 de abril de 2016

La camioneta






Interior del auto de Luis:
Valen: una sandalia que se le despegó. La compostura de calzado queda enfrente de donde va Maite tres mañanas por semana a su preparación para el curso. La dejó en el auto para que cuando yo tenga tiempo y pueda estacionar en  algo mejor que triple fila se la lleve a arreglar.

Pili: un par de zapatillas y una lona que llevó un día al club para tomar sol.

Maite: una bolsa de paño lenci verde con unos libros de actas que yo pensé que eran los míos del Zamorano, pero no. Son unas cosas de ella de scouts que encima no se pueden revisar porque son secretas. También un palo con un banderín.

Sonsi: una bolsa con libros de lecciones de piano que tienen alrededor de cien años de antigüedad, se los dio la abuela para que done a la escuela de música pero se los olvida siempre. También una guitarra y un palo con un banderín.

Consu: dos pelotas de fútbol. Un palo con un banderín de la patrulla de los scouts. Otra guitarra, una bolsa con telgopor, una lata de atún vacía y un pedazo de un cajón de naranjas porque tenía que trabajar con texturas en el colegio.

Ruli: un banderín. Una bolsa con las cosas de plástica que se van saliendo de a poco. Un cepillo para peinarse mientras va al cole.

Octi y Estani: una bolsa con disfraces que llevan todos los días al jardín porque en algún momento de la tarde se disfrazan ellos y sus amigos de batman, de superman, del hombre araña negro, de ironman, de minions. Dos cartones.

Toto: su mantita Titi negra de roñosa que todavía usa y se mete en la boca.

Loli: un banderín que le hicieron las hermanas grandes con una madera y un globo. Una muñeca.

De nadie: pares de medias, medias sueltas, camperas, autitos, cuadernos de otros años, alguna toalla, agenditas, hebillas, gomitas de pelo, papeles.

Y además trae adentro y afuera toda la arena, la tierra y el barro de Bahía de los Vientos porque todavía Luis no lo llevó a lavar.


Antes, cuando éramos chicos, salíamos y Luis me llevaba a casa en el auto de su papá.
Nos quedábamos horas adentro del auto estacionado en la puerta. Una vez vino un policía a golpearnos el vidrio. Le explicamos que estábamos hablando, nos creyó y nos dejó en paz.

La otra noche nos fuimos al recital de Coldplay en el estadio único. Buenísimo, el estadio, el recital y la salida.
Colaboramos al desorden de ese auto lleno de cosas con dos pulseras que nos dieron a la entrada y que en algún momento del recital se activaron y llenaron todo de luces de colores.
Mientras caminábamos quinientas cuadras desde el estacionamiento hasta el concierto metí el pie en un pozo lleno de barro que luego fue también al auto.
Menos mal que ahora volvemos agotados de las salidas y nos vamos rápido a dormir.
Menos mal que no tenemos más esas conversaciones adentro del auto en el medio de la noche. Porque si nos agarra un policía y nos revisa el auto, en vez de creernos que tenemos diez hijos y que cada uno deja sus cosas donde puede , nos lleva presos por contrabando de porquerías.
Y después nos tenemos que fumar a Valen sacándonos de la cárcel y retándonos por no haberle llevado a arreglar la sandalia.


lunes, 28 de marzo de 2016

Otra vez





El lunes pasado llegamos rápido. Más rápido que cuando iba a la mañana.
La General Paz estaba libre y por la Richieri  no tardé más de 10 minutos. Hacía menos de un mes  que había ido para el lado del aeropuerto, pero esta vez era distinto.
Volvía después de casi dos años.
A la salida de la autopista casi que no reconocí por dónde tenía que avanzar pero el camino me fue llevando como de memoria.
Nos abrieron la barrera, estacioné en el barro, dejamos los documentos entre las rejas y seguimos. Después de las mismas puertas de siempre, de los llaveros gigantes como los de los dibujitos llegamos a las aulas.
Como ya había pasado el mediodía el olor a sopa no impregnaba tanto el aire, pero igual se sentía.
Llegamos y había un par de chicas comiendo. Nos recibieron con el maestras, esa palabra tan rara para nosotras.
Una nos abrió el baño para que fueramos no sin antes decirnos que le pusieramos la llave por dentro porque a veces alguien no se daba cuenta y le entraba al baño a los profesores.
Otra en seguida nos trajo mate pero ya no pude recuperar el gusto de los años anteriores, ese que afuera nunca logramos imitar aunque probamos las yerbas más diferentes.
El cielo estaba partido en dos, de un lado venia negro como si se fuera a caer en cualquier momento; en el otro extremo, celeste brillante.
El pasto de afuera estaba bastante crecido, les pregunté a las chicas si lo tenían que cortar ellas pero me dijeron que no, que venían a cortarlo de vez en cuando.
Más al costado había muchos escritorios y muebles abandonados, ya oxidándose.
Y me dí cuenta de que lo que había creido que era la parte de atrás de la pista de aterrizaje del aeropuerto estaba de ese lado rodeado de alambres de púa.
Entre el sol incompleto y el abandono inicpiente, el paisaje idealizado de años anteriores, aquel en el que casi se nos apareció Santa Teresa estaba un poco devaluado. No me importa pensé, Garcilaso va a seguir garpando.
Fui con Noelia, siempre que voy con alguien por primera vez lo único que quiero es salir para que me cuenten qué les pareció, si también se sintieron mareadas por esa linea tan finita que separa el afuera del adentro.
Todo el tiempo que estuvimos un olor fuerte a madera quemada cortaba el aire

Esta vez me llamó también la atención el teléfono, metalico, pesado, parecía del Superagente 86.  Me acordé del dia ese que fuimos con Xime, que sonó el teléfono y nos agarró un ataque de risa que no podíamos parar.
Del día que llevé un cd para grabarles e hice quinientos esfuerzos hasta que entendí que no podía grabar cds.
De la vez que me pelee con una pobre profesora que venia desde Mar del Plata para dar un taller de instrumentos naturales, o algo así y me sacaba las alumnas y yo convencida de que lo que iban a aprender conmigo era mucho más útil y conveniente que los instrumentos musicales.
De la vez que estabamos con Lidia y nos perdieron los documentos y sonaba de fondo la marcha del mundial 78.
De cuando vino una chica con un pedazo de torta y el pelo planchado porque el día anterior había sido su cumpleaños.
De la mujer que le escribía poesias a un gatito que se había traido escondido de Devoto.
Del día que me dieron de almorzar y me consiguieron dos manzanas de postre porque tenía bastante hambre.
Ahi estamos. Empezando de nuevo. En un rato salimos para allá con Lidia.
Este año vamos a ir todos los lunes. Se suma Noelia
Bienvenidas a Ezeiza.


Iba a poner J. Cash pero me pareció un poco obvio

jueves, 17 de marzo de 2016

Arreglos


Semana de arreglos.

El piso del escritorio: parecía la cordillera de los Andes, las tablas de madera en algún momento se levantaron.
Cuando los más chicos las pisaban se tropezaban y se caían; lo mismo la gente grande que venía de visita; al entrar al escritorio les teníamos que avisar que tuvieran cuidado, que se podían lastimar.
A mí me hacía acordar al piso de la caminata lunar, una especie de pelotero de los '70-´80. No tengo mucha idea de donde había caminatas lunares, sé que en los lugares de playa por ejemplo era lo que seguía en edad a la calesita; cuando uno se ponía grande para la calesita estaba la caminata lunar. Acá en la ciudad no me acuerdo dónde había. No sé si en el Ital Park. Solamente me acuerdo de que para entrar siempre había que hacer como mínimo una hora de cola y de que adentro había un olor horrible. Pero uno se sentía como si caminara en el aire y ni hablar de los que daban mortales y caían perfecto.
Así, como la caminata lunar, estaba el parquet del escritorio, también con un olor horrible a humedad lo que nos hizo sospechar que el levantamiento tenía que ver con algún caño roto. Por suerte cuando lo vinieron a arreglar era solo que se había levantado, ya me imaginaba rompiendo todo el piso, perforando un caño cloacal o algún otro desastre doméstico similar pero no, era solo la madera levantada.
La rueda del auto: antes de irme a Quequén cambié las dos ruedas delanteras. La otra mañana estaba llevando a Maite a Cronopios y me tocan bocina unos chicos de un auto de al lado. Me señalaban la goma de adelante, no ha de ser tan grave pensé. Cuando estacioné y la vi estaba casi en llanta. Fuimos con Maite a una especie de entrevista donde nos evaluaron a ambas sobre nuestra capacidad de entender las consignas y nuestra voluntad de que la chica hiciera un sacrificio a lo largo del año. Lo primero creo que aprobamos, lo segundo no estoy tan segura. Salimos a cualquier hora, tenía que volver a casa, preparar el almuerzo y en el camino pasar por lo de la abuela a buscar un daguerrotipo de un congresista de Tucumán porque Sonsi tenia que llevar al cole “algo antiguo” Ya de vuelta en el auto, yo creia escuchar el ruido del metal rozando el asfalto pero no, se ve que a la rueda todavía le quedaba un poco de aire. Cambié de recorrido y fui para una estación de servicio pero se había roto el compresor. Encaré la barranca para llegar a Cabildo pensando que en cualquier momento empezaban las chispas. Llegué a otra estación, le dí aire, busqué la reliquia en lo de la abuela y llegaron todos y todas al cole a horario y almorzados.
A la tarde fui a la gomería en la que me mandaron subir con el auto a una plataforma que me hizo pensar una vez más en algún juego del Ital Park. En la que después de permanecer casi una hora, cuando me fui le dí un beso a la dueña y a una pobre mujer cuyo mayor problema en estos días era que iba a tener que cambiar las cuatro ruedas de su auto último modelo y que cuando me subí a esa especie de samba para autos me dijo “voy a rezar por vos”.
Como sea después de pasar por un montón de máquinas la rueda quedó arreglada. Las máquinas de las gomerías me llaman la atención, debería en algun momento escribir sobre ellas porque son diferentes a todo lo conocido.

Otros arreglos:
mi compu chiquita que ya hace casi seis años que la tengo y parece no dar más.
Las adolescentes de la casa, se arreglan, se desarreglan, se vuelven a arreglar y se vuelven a desarreglar. Saltando a veces más alto, a veces más bajo y a veces no cayendo del todo bien en una gran caminata lunar en la que hay que tratar de no dar vueltas en el aire.
Por suerte tenemos un colchón bien mullido para cuando se caen.