lunes, 31 de diciembre de 2018

Hambre






El sol de enero, sola en Montevideo. Mirando los edificios desde el río que nunca se hace profundo. Después la mujer que tomaba agua en la canilla de un parque mientras me contaba que se le había muerto un hijo y que por eso ahora caminaba todos los días hasta el Buceo.

Las cervezas de enero, en Olivos, después de los partidos de los viernes a la noche.

El sol de febrero en Quequén, el fin de semana largo que nos juntamos los 12, que nos sacamos una foto en la playa, que hacía mucho que no coincidíamos.

Las cervezas de marzo, las innumerables botellitas de mi cumple y las botellas de regalo.

El sol de abril, el de la Pascua en la isla Maciel, ese día que almorzamos con Noelia, las nenas y sus mellizos. El día que una de las nenas miró las Adidas de Sonsi y a mí me dio vergüenza. El sol que siguió brillando cada domingo arriba del Riachuelo cuando cruzábamos hasta el sábado pasado en el que terminamos con los ojos llenos de lágrimas. El abrazo fuerte con Luis, la sensación de ver cumplirse su proyecto.

El sol de mayo, en Montevideo, ahora con Luis, viendo a Eté y los Problems, yendo en bici a Carrasco.

Las lluvias de mayo, que hicieron que se suspendieran los partidos que no podía jugar porque una patada me había sacado el dedo de lugar.

El diluvio de julio en Montevideo, los tres días que recorrimos los 11 la ciudad bajo la sudestada y que conocimos lugares que nunca antes habíamos visitado.

Las cervezas de todos colores La Ipa negra que descubrimos con Coni el día que me agarró un ataque de tos. La que nos tomamos con Ceci una semana antes de ir a Luján para planear además de la caminata un futuro posible para todes después de haberme animado a abrir el garage de Plaza en el que encontré mi libro de Pinocho.

Las de los martes en Grun, las latas que nos regalaron cuando ascendimos y nos tomamos en casa cantando Cebollitas subcampeón. 
Las cervezas que siempre recuerdan que se puede cambiar de vida.

La lluvia que caía casi todos los sábados a la mañana, la que mojaba a Sonsi, a Manu y a Solange cuando se bajaban del auto y yo los despedía con un beso y les deseaba suerte.

El sol de la tarde que tirábamos las botellas de vino picado en el container de Plaza con mi hermano. Los primos y las primas que compartieron quince días como si estuvieran juntos todo el tiempo. Los trámites. Las risas.

Las cervezas que tomamos con Patricio antes de ir a dar clase y antes de tomar examen, que me dejaban con la sensación de que podríamos habernos quedado hablando veinte horas más porque seguimos compartiendo tanto.

Las cervezas que no nos tomamos con Xime, el viaje a las Altas Cumbres que nos quedó pendiente o que cambiamos por volver caminando del Instituto hasta nuestras casas algunas noches.

El diluvio que inundó los placares, que arrasó con la ropa de los chicos y con las carpetas del jardín.

Mis botines nuevos, mis guantes nuevos, mis rodilleras y mis coderas. Después, me desgarré. 
Los otros guantes, los de Yashin, que esperan el día que puedan salir a jugar.

El diluvio que empapó a las pibas el día que los senadores decidieron que siguieran muriendo mujeres que no pueden comprar el misoprostol en la farmacia de la esquina.

El sol de agosto, en San Nicolás. Subiendo una escalera caracol, con las botas que me pesaban cinco toneladas cada una, con el músculo que no terminaba de desgarrarse, con el hospital que nunca ví aunque le tuve que haber pasado por al lado. Con el hombre del juzgado al que le conté que justo iba ese día porque Felipe hubiera cumplido 18, porque había sol iluminando el Paraná y porque alguien me estaba cuidando. Y el del otro día cuando se volvió a desbocar el jabalí, con sus colmillos ensangrentados.

El diluvio que cayó la noche que fuimos a comer al Santa Evita con Paco, que mirábamos caer riéndonos los tres y bajo el que después Paco se fue en su moto.

El sol que nos pegó de frente toda la caminata a Luján, el que nos insoló un poco, el que quemaba el asfalto cuando hablaba con Enru de tantas cosas, el que nos encandiló cuando en La Reja nos abrazamos con María que nos estaba esperando espléndida para seguir con nosotras con su carterita de NY colgando del hombro.


Las cervezas que tomamos la otra noche con Patricia y con Meneca, cambiando nuestros almuerzos de los martes por un bar al atardecer.

Sol, lluvia, cervezas, Vero. El día que dejó todo lo que estaba haciendo porque la llamé llorando y una vez más se sentó conmigo a escucharme. Más todo el resto de los días que nos reímos tanto.

El sol que iluminó todo el año a mis hermosos hijas e hijos a pesar de la lluvia del día de la madre. Las banderas, los egresos, los dientes que se cayeron, Pili el día que fuimos a ver Petróleo, Valen cuando una vez más, como siempre, se puso las situaciones al hombro, Maite, su fiesta y su calma, Sonsi y su esfuerzo, Consu y Ruli en el Palmar, Estani el día de su clase abierta de cello, Octi y sus dibujos, Lolita y Toto que cerraron 18 años de jardín y que junto con Sonsi que terminó séptimo nos recordaron que este año nadie termina la secundaria.

Y, como me escribió Luis el otro día un verso de nuestro grupo preferido de 2018, después de haberlo visto ya no en Montevideo sino en Barracas, medio mareados porque nos dieron cerveza caliente: Al final será el hambre que nos ponga de pie.

Hambre de fútbol, de goles, de atajadas, de decisiones, de risas, de cambios de rumbo, de justicia, de amigos y amigas, de cervezas, de libros, de vida.
Que en 2019 el hambre nos ponga de pie
Ese es mi deseo.




jueves, 6 de diciembre de 2018

Dos días






Es martes. El cielo es casi un insulto, azul de tan celeste.
Otra vez caminamos entre los muertos. Otra vez miramos asombrados las cúpulas de las bóvedas, las esculturas, los ángeles, las cruces, las estatuas.
Llegamos.
Me siento en el cordón a esperar.
Los adoquines parecen pulidos por alguna máquina invisible o lavados, tal vez, por las espadas del olvido.
La espera me vuelve atrás en el tiempo.
Las memorias de otras mañanas de sol en esos pasillos me acribillan.
Enciendo el Boris, escapo a Salamina y a sus soldados.
El aire está inmóvil, vuelan los pájaros pero en silencio.
Por eso el ruido del camión cuando llega se escucha como un trueno, como un rayo que no cesa, como un heraldo negro.
Bajan los hombres con sogas que adivino inútiles, no necesitan levantar nada tan pesado ni tan grande.
En dos minutos está todo listo.
Me apoyo contra una pared que no es una pared, es la puerta de otra bóveda. A lo mejor lloramos, a lo mejor no. Solo siento que me tiembla un poco la cara.
Empezamos a caminar para irnos.
El camión retrocede, frena al lado nuestro. El chofer nos dice algo, pienso que nos mira con un poco de lástima, pero no lo sé con certeza. A lo mejor me lo estoy imaginando.
Luis se toma el subte y se va al centro.
Yo camino hasta casa. En alguna esquina me cruzo con el jabalí desbocado, con sus colmillos más ensangrentados que nunca.
A la tarde, vuelvo de Puan con Diego en el auto y así, de la nada, me cuenta una historia de Felipe.

Ahora es miércoles.
El cielo sigue furioso de azul pero no lo vemos, estamos adentro de una oficina.
Un olor a cenizas de todos los muertos del universo invade el aire.
Esperamos nuestro turno. Otra vez Salamina.
No sé por qué pienso en manos: las de Estani haciendo acrobacias en las cuerdas del cello para sacarle alguna nota, las de Loli deformadas de tanto chupárselas, las de Toto con las uñas largas y mugrientas, las de Octi dibujando mapas, escudos de fútbol y ciudades tipo Metrópolis.
Nos llaman desde un escritorio.
Mis manos dejan de ser mías.
Mis manos, las de los pulgares lastimados, las de los dedos golpeados por infinitos pelotazos, se me escapan como en un reflejo para alzar a alguien en brazos.
Pero es solo por un segundo, hasta que se dan cuenta de que no hay a quién alzar.
Nos vamos.






Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa. Caussidière por Dantón, Luis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a 1795, el sobrino por el tío. ¡Y a la misma caricatura en las circunstancias que acompañan a la segunda edición del Dieciocho Brumario!

Como farsa:

El olor insoportable, todas las personas esperando en esa oficina tapándose la nariz, abanicándose con lo que tenían a mano.
Une empleade cuyo género no pudimos descifrar pasaba de vez en cuando rociando el ambiente con un desodorante.
Una mujer que arengaba a los gritos a todos los que se llevaban las urnas con un “Ahora a hacerles una misa y en Navidad a festejar el nacimiento de Cristo y no a Papá Noel que es un invento de los gringos y de Coca Cola”.
El gobierno de la ciudad que repartía bolsas con su logo para todos aquellos que quisieran meter allí las urnas con cenizas.
El hombre que atendía al público que consideró oportuno explicarnos que los cuerpos de los chicos tardan más en ser incinerados que los de los grandes.
Una mujer que en lugar de una urna había llevado una lata de pan dulce.
Los empleados que salían de adentro del crematorio que imaginamos en un momento como zombis a cargo del lugar.
El aparato del alcohol en gel que nos poníamos a cada rato en las manos para no sentir el olor que nos quedó impregnado en la nariz durante todo el día.
Los ataques de risa que nos agarraban que nos hacía parecer unos irrespetuosos con todo el dolor de la gente ahí reunida y en realidad eran para tapar nuestro propio dolor.

De todas formas, como después le dije a mi hermano por wa, por suerte podemos seguir sacando de algún lado la capacidad de la risa.
O como le escribí a Vero, tal vez haya llegado el momento de debutar con el whisky.




viernes, 30 de noviembre de 2018

Puentes








El viernes nos encontramos con Vero. Era temprano, por eso habíamos decidido cambiar las cervezas por un té verde en un patio de Palermo lleno de plantas. Me confundí la dirección y dejé el auto a más de diez cuadras, crucé caminando la vía por Gorriti. Nunca me dí cuenta de que a la derecha el puente de Juan B Justo ya casi no existía más. Con Vero planeamos futuro, proyectos e investigaciones que, pese a la falta de cerveza, sonaron bastante convincentes. Hablamos también de Juli y Sonsi que cierran su año de esfuerzo y de exámenes.


El sábado fuimos con Luis a llevar a Sonsi al curso. Después seguimos viaje. Antes de cruzar el puente hacia la isla paramos en una panadería por la Boca y compramos unas medialunas; las calles esperaban la tarde llenas de banderas que después se volverían inútiles.
No eran todavía las nueve de la mañana. En el mejor lugar del puente, justo en el medio, donde tiene un piso que bajo las ruedas del auto suena como de chapas y donde los costados se quedan sin rejas se podía ver cómo el Riachuelo brillaba demasiado limpio debajo de un sol tranquilo que no parecía de noviembre.
En el lado opuesto al río, cerca de la costa llena de galpones, un bote inflable de la prefectura cortaba el agua con una espuma marrón cruzando por detrás de unos plásticos verdes.
Mucho Mankell pensé cuando los ví.
En la isla Maciel tomamos unos mates, comimos las medialunas y organizamos unas listas. Después nos subimos a una camioneta y fuimos a recorrer las obras.
Les pedimos a los albañiles una cinta métrica y anotamos las medidas para las camas y para los placares. Por el costado pasaba una ruta llena de camiones que demuestra que la isla no es una isla, porque por esa ruta se llega directo a Avellaneda, sin agua de por medio.
Me fui contenta; dentro de muy poco la casa va a estar terminada.
De vuelta en el puente, al atravesar la parte enrejada, se me ocurrió que la obra había salido menos dinero que lo que va a costar la fiesta de 15 de Maite.
Y la alegría de la solidaridad se me fue pasando. Siempre en algún lado todo sigue siendo injusto.


El domingo salí caminando del campo después de jugar un partido de mierda, trabado, perdido 1 a 0. Crucé por Cangallo y traté de imaginar ese lugar hace casi cuarenta años cualquier tarde de invierno cuando terminábamos de correr los doce minutos dando vueltas a la cancha grande.
A lo lejos se veía el puente de Viamonte, el que teníamos que usar como paso en segundo año porque el de Cangallo estaba cerrado. Con Coni hacíamos dedo con unos chicos que terminaban a la misma hora que nosotras. Una vez sola nos habíamos podido subir a una camioneta; la mayoría de las veces nadie nos paraba, teníamos que caminar entre los galpones, los camiones que esperaban para cargar y algunas ratas que de repente cruzaban corriendo por delante de nuestros pasos.
Me acordé también de que una vez el puente se había empezado a abrir, habíamos saltado para subirnos y llegar a tiempo a la clase y estuvimos a punto de caernos. Ahora dudo si eso habrá sucedido realmente.
El domingo el sol también iluminaba el agua pero como era casi mediodía lo hacia de una manera un poco más fuerte que la mañana del sábado. 
Por este año se acabaron los partidos en el cemento pensé mientras miraba algunos mensajes en la pantalla del celu; después, entre la gente que paseaba por puerto madero, volví a mi idea de que el tiempo lastima más cuando seguimos dando vueltas alrededor de los mismos lugares.


El lunes volviendo a casa crucé las vías por Córdoba. No me terminé de acostumbrar a que no hay ya puente, me acordé de mi viejo que cada vez que lo agarraba esa barrera baja volviendo de su consultorio o del Zamorano protestaba porque en vez de subir el tren habían subido Juan B. Justo. Pensé que a lo mejor ahora se hubiera puesto contento al ver que la barrera no lo iba a demorar más. O a lo mejor no.
Cuando llegué a casa tenía algunos mensajes de Vero. No eran sobre nuestros proyectos del té verde. Era una historia: Juli le había contado que se había hecho amiga de una nena. En la conversación se dio cuenta de que esa nueva amiga de Juli era la hija de Paula, una super amiga nuestra de esos años en los que había que caminar hasta Viamonte. Esos años que las tres pasábamos los veranos en IMOS, que invitábamos a los chicos que nos gustaban a ver videos casi todos los fines de semana, que íbamos a recitales en el Luna Park, que escuchábamos Abril en Managua en un cassete azul, años en los que la verdadera solidaridad no era donar dinero sino la revolución que ya venía.
Y dio la casualidad, el tiempo o qué se yo que estas dos nenas se hicieron amigas, sin saber que sus mamás habían compartido tanta vida juntas.

Entonces, los puentes.



miércoles, 14 de noviembre de 2018

Sueños








I
Anoche soñé que se moría Corina, mi profe de latín de la secundaria. Ni fue una pesadilla ni me desperté sobresaltada, ni nada.
Solo que alguien me avisaba y yo lo primero que pensaba era que tenía que mandarles un wa a Vero y a Ceci para que nos juntáramos.
Después, entraba como en un estado de lamento, no tanto por la muerte sino porque me daba cuenta de que no había visto más a Corina desde quinto año.
No entendía, en el sueño, por qué no me había hecho amiga de ella una vez terminado el cole, por qué no había aprovechado estos treinta años para pedirle libros, invitarla a mis cumples o salir a tomar cerveza, café, whisky o lo que fuera. Era haberme perdido eso, no su muerte, lo que me ponía más triste de toda la situación.
El sueño siguió. Alguien me contaba que Corina se había ido a vivir a otro país con los hijos de Jorge a quien, en mi lógica onírica supuse su marido. Ahí me empecé a dar cuenta de que algo venía mal, si había algo por lo que admiraba y quería tanto a Corina en mi adolescencia era por su fuerza de mujer sola. La historia se me empezó a desmoronar: ya no conocia con quién estaba hablando, ni entendía qué me estaban diciendo, ni siquiera empecé a estar del todo segura de lo que soñaba.
Sí seguía sintiendo intacta la pena por el tiempo. No porque el tiempo había pasado, sino porque yo lo había desperdiciado.
Todo se encaminaba a que esa sensación convirtiera el sueño en pesadilla; pero, un segundo antes de que eso sucediera me acordaba de que Corina se murió un domingo de octubre, hace treinta años, cuando estábamos en quinto.
Y ahí entonces me pude despertar un poco más tranquila.

II

Otro sueño, no sé si la misma noche, fue que Toto tenía el pelo muy largo cuando se lo mojaba. Seco lo tenía corto como lo usa él pero al salir de bañarse le quedaba más largo que cualquiera de sus hermanas. Yo lo veía de espaldas y pensaba eso es porque es zurdo y va a ser un goleador. Pero en ninguna parte del sueño lo imaginaba con la vincha horizontal marcandole la circunferencia de la cabeza tipo el pájaro Caniggia en el mundial de Italia.
Después razonaba que Octi también quiere ser goleador y tiene el pelo corto y que Estani mientras sus hermanos van a fútbol practica cello y también lo tiene corto. O que Consu es crack, goleadora y es lo de menos cómo tiene el pelo.
Sumaba también a que no era un argumento del todo claro el del futbolista pelos largos porque ahora los futbolistas van rapados de un lado y las pibas también.
Y se me ocurría que me podía rapar yo un costado aunque sabía que no me iba a animar, como tampoco me había animado a tatuarme mientras había estado desgarrada y que ahora ya era tarde porque había vuelto al caucho y al cemento y tenía que jugar cuatro veces por semana y no me podían dar golpes en el tatuaje, más que me quería hacer la F en el muslo izquierdo donde ahora brillaba un moretón violeta, negro, verde horrible, es decir en una zona propensa a patadas y pelotazos.
De ahí pasaba a pensar que tampoco me animé a probar el whisky y que tenía aun la botella cerrada. Me acordaba que hablábamos del whisky en esos almuerzos de cumple que hacíamos antes. Ahí Meneca nos dijo que se toma puro, de un trago.
Pensé también que aunque no me animara al tatuaje, al whisky, al nuevo corte o a tantas otras cosas puedo por suerte seguir almorzando con Meneca muchos martes, aprovechando el tiempo.
Y cuando ya no me quedaba más nada que pensar, el sueño se congeló en la imagen de Toto de espaldas con su pelo empapado, larguísimo, sin ninguna vincha que lo atara hasta que vino Maite a despertarme para que la alcanzara a Tronador de la B.


viernes, 26 de octubre de 2018

Día de la madre

Empecé el día de la madre en un recital de Franny Glass, un uruguayo que le gusta a Luis.
Después tocó Niños envueltos, un grupo que tiene una canción que se llama Navarro Montoya. Cuando se terminó fuimos a tomar cerveza a la vuelta de lo de Vero, donde había ido yo con Vero el día que le dieron el diploma a Pili.
Para la entrega de diplomas Pili tenía un vestido hermoso que compramos un lunes a la tarde que hacía mucho calor. El sol reventaba el asfalto en la esquina de Superí y Pampa.
La noche del recital de Franny Glass no fuimos a The Oldest porque la última vez que había comido ahí con Luis yo me había largado a llorar.
Cuando volvimos Valen se había ido a una fiesta y Pili se estaba yendo con Clari y unas botellas de vino a la misma fiesta.
A la mañana temprano me fui a jugar un partido. En casa nadie se había levantado todavía. Perdimos.
El día de la madre ideal era victoria y todas mis hijas e hijos viendo el partido sentados en el borde del cemento.
En casa comimos pulpo.
El celu me estallaba de mensajes, más que en Navidad como me dijo Vero.
¿Más hijos e hijas te harían más madre, o mejor madre? Tal vez con menos sea todo más fácil, o más difícil.
Cuando terminamos de comer les dije a los más chicos que a veces me enojo demasiado, a las más grandes que a veces no me doy cuenta de que crecieron y de que las decisiones que toman no son las que yo tomaría.
Me escucharon sin decir nada.
De todas formas después hicieron entre los diez un reglamento de convivencia que pegaron en la heladera.
Es cierto que me enojo bastante últimamente.
Es cierto también que suceden cosas como Octi que lo manda a Toto a que le corte el pelo y el otro se lo corta. O Loli decide cortarse sola el flequillo. O Ruli busca algo filoso para sacarse una cosa del diente.
Y es cierto también que nada de lo que le digo a las más grandes parece interesarles. Y pienso si mi mamá no habrá sentido lo mismo conmigo.
Eso me pone triste.
Pero en general trato de hacer todo lo mejor posible.
Si decidimos ser madres entonces somos equilibristas, no nos sostiene casi nadie. Pero siempre hay alguna gente que nos escucha.
Así terminé el día, en el puente 5 de la terminal de Retiro, lloviznaba.

Volví a casa pensando que si no hubiera sido por Franny Glass, los niños envueltos, el pulpo, el cemento del cole y esa llovizna que paraba de a ratos hubiera sido un día de la madre olvidable.
Pero después me acordé de algo que nos dijo mamá algún día de la madre a mi hermano y a mí “Qué bueno haberlos tenido a los dos en el almuerzo”.
Y se me pasó un poco todo.



martes, 9 de octubre de 2018

Bancos




En el jardín tenemos dos bancos hechos por Gonza con la madera que recubría el túnel del tren fantasma del Italpark.
Un sábado de invierno a la mañana llegaron Gonzalo y Lucía cargados con ese regalo, de madera clara, con algunas vetas oscuras y con un detalle casi de poesía en las patas.
Esa misma noche los estrenamos con mis amigas de fútbol, una se dio cuenta de que eran de diseño. Tomamos cerveza y festejamos un segundo puesto de un campeonato en el que pude atajar los últimos partidos.
La segunda parte del año prometía acercarse a la perfección. Después me volví a lastimar.

El primer fin de semana de primavera, creo que llueve. Pasan demasiadas personas por casa, suben, bajan, vuelven. Valen, Pili y Clarita comen helado. Trato de poner un bidón de veinte mil litros en el dispenser y se me queda la espalda trabada. Siento que es para siempre, que soy una inútil, que todo el tiempo tengo a mis amigas corriendo por mí, que mientras la mayoría de las personas va por una autopista y a veces agarra algunos pozos, otras vamos por un camino empedrado con vidrios.
A la noche vamos con Luis a tomar cerveza. Después, me quedo despierta hasta la madrugada.
El domingo estoy un poco mejor.
Nos sentamos con María en el jardín, tomamos entre las dos una botella de champagne.
Cada vez que River mete un gol se escuchan los gritos de festejo.
Pienso que usamos los bancos cuando estuvo mi hermano, para que se sentaran los catorce primos y primas. Y pienso que a veces necesito tanto su tranquilidad al lado mío, su mirada Abelino de la vida.

El segundo fin de semana cenamos cebiche que prepara Luis, con un vino rosado riquísimo.
No me acuerdo mucho más.

El tercer fin de semana caminamos a Luján. Somos cuatro y después cinco, hace calor.
Contamos historias, cantamos Damas Gratis, los Charros, Vilma Palma, El viejo Matías; nos reímos; lloramos.
No puedo creer que hace quince días estaba deshecha, sentada en un banco,entre los azahares del mandarino que no terminan de salir.
Ahora, al costado de la ruta, en alguna casa o en algún puesto suena El ángel de los perdedores.
El dolor fue aflojando. Tengo como un pinchazo en la pierna desgarrada que de repente desaparece y me deja caminar tranquila.
Se hace de noche y empiezan los mensajes. Me propongo que en la próxima peregrinación también esté Vero con nosotras. A lo lejos aparecen las luces del primer puente, aprieto el denario que llevo en la mano desde la salida y eso me da fuerza para seguir.
Entramos a Luján y abrazo fuerte a Ceci, se nos mezclan las lágrimas. Cuatro años caminando juntas.

El domingo duermo hasta el mediodía. Almorzamos en el quincho. Después de comer nos quedamos un rato, ahí: Luis, Pili y yo.
Les cuento historias de Luján. También nos reímos.
Aparece un picaflor, se queda un rato larguísimo, lo miramos temblar entre unas flores violetas.
Vienen Octi, Estani y Toto a meterse en la pileta, se ríen porque los shorts del año pasado les quedan apretados.
Llega Valen y se sienta con nosotros. Contamos otras historias. Nos reímos un poco más.
Después las chicas se van a estudiar, Luis a ver a Boca y yo a dormir la siesta.
Perdiendo, ganando, aprendiendo a correrme del medio, a ser un poco menos egoísta.
Y con los bancos para sentarme por si me desarmo.
Sigo.



miércoles, 19 de septiembre de 2018

Ventana




Tengo enfrente una ventana gigante, veo un techo de chapas.
Me apoyo sobre una pared pintada de color claro, las personas hablan al lado mío pero no las escucho. Solo presto atención a la ventana gigante que tengo enfrente y al paisaje que me deja ver: un techo de chapas.
Hay un hombre parado sobre el techo, o casi acostado porque el techo tiene un declive bastante pronunciado. Me parece que el hombre tiene una garrafa.
Pienso que a lo mejor anoche, mientras nosotros comíamos con Paco, además de diluviar granizó y entonces se rompió el techo de chapas. Por eso ahora el hombre tuvo que subirse con la garrafa para soldarlo.
Me llama la atención el cielo porque más que celeste está azul.
La chapa a punto de oxidarse desafía ese celeste y yo no entiendo cómo si anoche llovió tanto ahora por esa ventana no veo ni una nube.

Me acuerdo de las otras veces que estuve ahí, en esa habitación. Hace muchos años contando un sueño, se caía un avión al agua y de repente salía mi hermano del agua con unos nenes en brazos.
Después, una noche volando de fiebre, otra vez a la madrugada con Luis, una tarde con Maite.
Los ruidos son siempre los mismos, pero nunca me dí cuenta de que la ventana dejaba pasar tanto el cielo.

Ahora me cuesta distinguir al hombre en el techo, la garrafa me aburre; la conversación no me interesa.
Busco otros puntos en los que fijar mi atención. Los encuentro en seguida: al lado mío una pileta blanca, de loza un poco cuarteada, una canilla que no cierra del todo bien.
La canilla gotea de manera acompasada, como un metrónomo.
Me acuerdo de la obra de teatro de la otra noche, que vimos con Pili y que después nos fuimos a comer hamburguesas. En esa obra el ritmo del ruido de un pozo de petróleo terminaba sonando como Ji Ji Ji de los Redondos y en el escenario todas bailaban.
Pero en ese gotear constante no puedo imaginarme ninguna canción, solo un sonido duro, seco, casi enemigo.

De repente sale una llama de la garrafa, el hombre tiene una máscara y está soldando algo.
Me imagino que el golpeteo de las gotas es el sonido del soldador, aumenta de a poco.
Termina aturdiéndome pero nadie parece escucharlo. La llama se apaga, el hombre se baja del techo. Se olvida la garrafa apoyada en la parte más alta. Por la ventana siento cómo la chapa quema. Seguro el hombre más tarde vuelve a subir a buscar su soldador, o a seguir soldando.
Ya no lo voy a ver porque me tengo que ir, la conversación terminó; nada me queda por hacer ahí, enfrente de esa ventana.

Salimos. 
Afuera, bajo el sol que debe estar golpeando en la garrafa como las gotas que pierde la canilla, la mañana se abre paso.



jueves, 13 de septiembre de 2018

Tiempo





Obviamente mientras hacíamos orden en Plaza aparecieron los albumes de fotos.
Pili los encontró, los trajo a casa y se los llevó a su cuarto. Son como ocho, algunos en blanco y negro, otros en color.
Cuando era chica me pasaba el tiempo mirándolos.
Hay fotos de la playa de Quequén en la que está papá trepado a la cubierta de un barco hundido. Ahora depende de cómo está la marea para poder ver alguno de los hierros oxidados de sus hélices sobresaliendo entre la espuma.
De todas maneras no es el mar, es el tiempo el que tapa los restos de los barcos.

El martes fuimos con Coni a tomar cerveza. Conseguimos una black ipa muy rica.
Yo no me había dado cuenta pero Coni me contó que no es tan fácil encontrar black ipa, que ella hace más de un año que la está buscando.
Por eso dudé entre la black y la red ipa y finalmente me convencí de elegir la difícil.
Coni me contó su viaje a Japón y me mostró las fotos.
Pero además estuvimos conversando mucho de nuestros padres, de nuestra relación con ellos y de las formas que tenían y tienen de decirnos cuánto nos quieren.
Después me agarró un ataque de tos que ni la más amarga cerveza negra logró conjurar y no pude decirle a Coni lo que a mí una vez me explicó Fabi: que las peores imágenes se terminan borrando, que después reaparecen las otras, las mejores.
Y eso también es el tiempo.

Hoy empecé el día temprano, kinesiología bien fuerte.
Mi kinesiólogo, que además es el kinesiólogo de Banfield, sabe que quiero volver a jugar lo más pronto posible. Y también sabe que quiero llegar a Luján. 
Después pasé por Plaza, ya quedan pocas cajas. De papá no queda nada. Igual lo extraño.

Al mediodía podría haber ido a la marcha pero no fui.
Me hubiera acordado ahí de él, de la cantidad de veces que íbamos juntos a actos, a marchas, a lugares; de una noche en un acto en Callao, en la puerta del Comité Capital; de un 1ero de mayo en la cancha de Atlanta que se agarraron todos a piñas y yo me asusté o de ese acto del Luna Park en septiembre del 86.

O podría ir a jugar al fútbol para imaginarme que el arco es el de hockey, que yo tengo treinta años menos, que me cagan a goles, que cuando termino, desconsolada, llega papá que había estado todo el partido atrás del alambrado, para decirme “¡Qué pelota que sacaste ahí en el palo, eh!”.
O para creer que tengo nueve años y que voy por primera vez a la cancha, que vamos a la de Almagro y que la voz del estadio me da un poco de miedo.

Como todavía no puedo atajar y no estoy dando clases en un rato me voy con Pili al teatro.
Cuando éramos chicos nos llevaban al teatro todo el tiempo.
No sé por qué en estos días me estuve acordando mucho de dos obras. Una, El cruce sobre el Niagara: dos equilibristas cruzaban las cataratas y terminaban animándose a volar. La otra La cal viva, un chico que jugaba al fútbol que no lograba entenderse con el padre. La obra terminaba con el hijo preguntando “¿te gustó el partido, papá?, pero creo que el padre ya no le contestaba porque se había muerto, o algo parecido, no sé si la entendí.

Y ahora elijo esta foto que encontramos en Plaza. Los dos mirando los patos ahí lejos, en el lago. ¿qué pensaríamos?
Por ejemplo, a esta bebita le voy a hacer escuchar Violeta Parra, la voy a llevar al Cosmos a ver El acorazado Potemkin, le voy a contar quién es Yashin.
Por ejemplo, tengo unos de los mejores papás del mundo, para siempre.



miércoles, 5 de septiembre de 2018

Desgarro





I
Una noche de martes, hace casi quince días, me desgarré. En la mitad del segundo tiempo paré una pelota en el palo derecho con la punta del botín y sentí un tirón tan fuerte que me caí al piso. La pelota rebotó en una delantera y entró al arco. Mientras las rivales festejaban el gol yo quedé tirada, comiendo caucho, llorando de dolor y de derrota. Vino una médica, me hizo parar lentamente y me recomendó ir a la guardia. No le hice caso, me fui a casa. Antes de dormir me pude parar en la ducha y darme un baño, me dormí con un pedazo de hielo atrás de la pierna. Después el hielo se fue derritiendo y empapó las sábanas.

II
El miércoles estaba un poco mejor, bien temprano a la mañana salí para San Nicolás. Manejé despacio, con el cerebro vacío, como si nunca hubiera hecho esa ruta. Cuando llegué, la gente caminaba bajo un sol tranquilo, fresco; soplaba un viento no demasiado fuerte ni demasiado suave, el río estaba azul. Recorrí la costanera buscando un lugar para estacionar mientras intentaba, afortunadamente sin éxito, reconocer lugares por donde ya hubiera pasado, huellas.
Me había olvidado un poco del tirón de la noche anterior, pero otros dolores me hicieron llorar bastante más de lo que había previsto.
De todas formas el viaje tuvo algunas cosas buenas, una de las mejores fue que, ya de vuelta, aprendí cómo entrar en el ACA de Río Tala, que queda del otro lado de la autopista. Le avisé a Xime que ya lo anote para nuestro incipiente viaje a las Altas Cumbres, porque si no siempre en nuestros regresos tenemos que parar a hacer pis en una estación de GNC en la que paran micros llenos de hinchas de Olimpia o de Cerro Porteño que no se sabe muy bien a dónde van o de dónde vienen.
Después pasé por una farmacia para comprar ibuprofeno para la pierna que me empezaba a molestar. Ya en casa, de a poco y con la ayuda de una cerveza se acabó el día.


III
El jueves a la mañana me encontré con mi hermano en el Santader de Naón y Pampa. Toda la estadía de él en Buenos Aires sirvió, además de para comer juntos los catorce primos y primas casi todas las noches, para hacer distintos trámites; algunos mejores que otros. Cuando terminamos en el banco, sin poder resolver nada, cada uno se fue por su lado. Yo había dejado el auto a una cuadra. Caminé.Casi llegando a la esquina de Sucre se me trabó el pie con algo y el tirón se me transformó en un cuchillo de diez mil filos que se me clavaba en la pierna y me producía un latigazo para mí inédito, no experimentado ni siquiera en el más doloroso de mis partos. Como pude llegué al auto y abrí la puerta de adelante, cuando me dí cuenta de que no iba a poder entrar me apoyé mientras alrededor se me ponía todo negro. A lo lejos pude ver el campanario de San Patricio y mientras trataba de administrar el dolor de un modo racional le pedí a los cinco mártires que me ayudaran a abrir la puerta de atrás. Después, me desmayé entre el auto y el cordón. Todavía tengo la cara negra del golpe. Muy despacio me levanté, subí por la puerta de atrás y me quedé ahí sentada casi una hora hasta que logré pasarme al asiento de adelante. Ahí, media hora hasta que me animé a manejar hasta casa.
A la tarde, sin poder casi caminar, Luis me llevó a la guardia. Me senté en una silla de ruedas, solo podía tener la pierna doblada. En la ecografía salió que tenía un desgarro chiquito. Vida normal pero tres semanas sin vida deportiva más diez sesiones de kinesiología. Con el kinesiólogo quedamos que les sumábamos también las que me faltaban de la mano así tenía más. “No tengo apuro en volver a jugar” le dije “Lo que sí, el 6 de octubre tengo que caminar a Luján.”


IV
Los días siguientes se fueron pasando tranquilos. Me armé un lugar en el sillón del living, me llevé la compu, los auriculares y algunos libros: La Araucana por si en algún momento empiezan las clases y la Historia de los clubes de fútbol para cuadricular la ciudad en busca de estadios desaparecidos y comenzar a escribir otra de mis ficciones que nadie lee. 
La pierna me siguió doliendo y un moretón gigante, entre negro y violeta empezaba a ocuparme toda la parte de atrás del muslo. 
El domingo a la mañana fuimos con mi hermano a Plaza, a ordenar un poco el garage. Es una actividad que había venído eludiendo sin nada de ánimo para llevarla adelante. Pero se volvió urgente porque se había tapado la cloaca y desbordaba por el garage con lo que muchas cajas que nunca había ni abierto estaban llenas de ese líquido podrido.
Al comenzar con el orden lo primero que encontré fue el mensaje de esta foto

 y me invadió un vértigo similar al del jueves. Al mediodía paramos para comer un asado, a la tarde volvimos. Como la pierna me dolía un poco menos consideré que podía manejar. Obviamente no pude frenar y me llevé puesto un taxi. No fue un golpe fuerte pero al taxi se le salió un pedazo y a mi se me hundió la rueda de adelante. Pili y Maite venían conmigo en el auto y la crónica del choque fue “Y mami terminó llorando y a los abrazos con el taxista”. 
Volvimos a Plaza. Como el auto no andaba del todo bien lo dejamos a una cuadra. En el camino nos quedamos un rato en la esquina viendo un árbol lleno de flores rosas que nunca habíamos visto antes. “Es un cerezo” me dijeron las chicas “Iguales a los del Jardín Japonés”. Era un rosa tranquilo pero vacío que no parecía poder durar mucho. De todas formas entre el cerezo florecido justo ahí en ese momento más Pili, Maite y mi hermano que todo logran transformar en risas se pasó el domingo.

V
En los días que siguieron el moretón se me fue achicando pero poniendo más oscuro. A algunas personas se los mostraba, a otras se los describía. El jueves nos empapamos y nos congelamos con Patricia y con Noelia en la marcha, mientras tanto mi hermano y su familia se volvían a Sevilla. Cuando nos despedimos les pedí que no tardaran mucho en volver a visitarnos.
Todo esto hizo que el viernes estuviera bastante dolorida. Otra vez a la cama. 
El sábado mejoré, salió el sol y fui a ver jugar a Aquelarre. Dos veces casi me meto en la cancha: la primera cuando el árbitro le preguntó a la arquera si estaba lista, contesté yo y la segunda cuando no cobró un penal a favor nuestro. Cuando se acabó el partido le fui a protestar y el hombre tuvo que darme la razón.
A Plaza volví un atardecer pero no a ordenar, seguiré dentro de unos días. Al cerezo ya se le secaron las flores, se arrugaron y se pusieron de color marrón claro. La terraza de los equilibristas estaba llena de luces de colores aunque no había nadie haciendo acrobacias. 
El domingo nos fuimos los doce a almorzar afuera, el lunes llevé el auto al taller y después me encontré con Vero que venía del ExMincyT, lucha que por un rato abandono.
Y ayer cerré estos tiempos de desgarros con un poco de fiebre.

miércoles, 22 de agosto de 2018

Dieciocho


La semana pasada hicimos unos trámites en el cementerio,
no estuvieron tan mal;
tuvimos que firmar unas cosas, mi hermano, Luis y yo.
El piso de la oficina me hacía acordar al de mi escuela primaria;
unas baldosas chicas, rectangulares, de color ocre con olor a kerosen.

Mientras, el sol de agosto esquivaba la parte de arriba de las bóvedas:
estatuas de ángeles, de mujeres arrodilladas, de águilas
y entraba por las ventanas haciendo los vidrios más transparentes.

El sol de agosto es siempre débil, un sol líquido, sin fuerza, sol de cristal.

El día en que nació Felipe, por ejemplo, frío y lluvia.
En realidad era de noche, salimos rápido y encima casi nos baja la barrera.
Pero llegamos.
Después siguió haciendo frío y lluvia hasta que volvimos a casa.
Creo que por eso no lo pelamos, ya me olvidé.

La semana pasada al día siguiente del de los trámites de Chacarita fui a donar sangre.
Otra cosa que puede hacer alguien a los dieciocho, donar sangre.
Roja, oscura, casi negra.
Como la que traen los hijos cuando recién nos nacen.
Como la que nos dejan.

Creo que en el papel de los trámites, los del cementerio, firmé con la misma lapicera que uso
cuando escribo a mano
porque quiero que las palabras me salgan perfectas,
en el cuaderno que tiene puntos en vez de renglones
o en el del gato que me regaló Xime.
Pero no, debe haber sido con otra porque a esa le compré cartuchos rojos
y el papel lo firmé con negro.

Ahora pienso en esos papeles
en vez de pensar dónde vamos a ir a comer hoy a la noche,
o en vez de protestar contra Valen que justo se le ocurre ir a New York cuando el
hermano cumple 18,
o en vez de pedirle a alguna de las nenas que haga una chocotorta.

No.
Solo pienso en la lapicera con la que firmé un papel que decía que
en diciembre nos dan una caja con las cenizas de Felipe.
Y no entiendo cómo no me estalla el cerebro en pedacitos
no entiendo tampoco cuándo yo que vivía cubierta por una almena de diamantes,
me volví tan de cristal,
tan débil
como el sol de agosto.



miércoles, 15 de agosto de 2018

Pibas






En algún momento de la tarde del miércoles pasado empezó a llover.
Al principio no eran gotas fuertes, sino una especie de polvo húmedo que caía mientras el cielo se iba poniendo de color cemento, entre la tarde que se acababa y la tormenta que venía.
Habíamos salido de casa cuando todavía asomaba un poco el sol entre las nubes. Estaba pesado.
Pili y yo.
Pili protestando porque se le hacía tarde, porque no sabía cómo cargar dos bolsas de dormir y porque el abrigo de jean con corderito parecía excesivo en esa humedad que pegoteaba el camino hacia el subte. Paramos en un carrefour express y le compré galletitas y agua. Después, nos separamos: ella siguió a un negocio de porquerías a comprarse brillos verdes y yo ya bajé al subte porque me esperaba Xime en la esquina de la Ópera. Antes de subir a la superficie compré dos pañuelos verdes, uno para Xime y otro para Ruli que me lo venia pidiendo hace bastante tiempo.
Con Xime dimos vueltas por todos lados. Ya estaba claro que hacia la noche no iba a haber mucho más que lluvia, lo que todavía no sabíamos era cuánto iba a refrescar.

Cuando ya nos estábamos por ir entra un ua en el grupo de fútbol de exalumnas avisando que estaban merendando en un bar por Corrientes.
El bar era La Paz pero, claro, ellas no tenían por qué saberlo.
Me senté un rato para tomarme un café con leche. Promedio de edad veinte años. Me enseñaron a jugar al UNO, me pintaron la cara con brillos verdes, la llamaron a Pili para contarle que estaban conmigo, lo que hizo que después no solo Pili sino también Clari se enojaran porque las había cambiado por las otras, discutimos las tácticas para el partido del domingo que teníamos que ganar o ganar, nos reimos, tomamos mate entre las tazas de café, nos sacamos fotos, nos volvimos a reír.
En la mesa de al lado una mujer de setenta años, de pañuelo arco iris, nos escuchaba con un gesto en la cara que pude traducir como “¡Ojalá me pudiera sentar con ustedes, a jugar al Uno, a que me pinten la cara, a pensar cómo nos paramos el domingo frente al Farça!”.
Además de hacer todo eso, en la hora y media que estuve entre ellas entendí que no hay derrotas que puedan con estas chicas, que además de toda la fuerza que están poniendo en la contienda nos están llevando más temprano que tarde a la victoria, a esa victoria a la que nosotras estamos tan poco acostumbradas.
Entendí también que cuando Vero me dice que el fútbol me cambió la vida, no es el fútbol lo que me cambió la vida, es la fuerza de nuestras hijas que nos está arrastrando a entender la vida de otra manera.

Me fui. Empecé a caminar por Corrientes, la lluvia además de ser mucho más fuerte lastimaba por lo fría. De las estaciones del subte salían cada vez más chicas mientras que otras trataban de entrar para ya volverse. Me dí cuenta de que iba a tener que seguir caminando, por lo menos, hasta Medrano. En la esquina de Riobamba dos nenas no más grandes que Maite que iban en dirección contraria a la mía me pararon y me preguntaron dónde estaba la estación de tren. Cuando vieron mi cara de desconcierto aclararon “el Sarmiento, a Ramos”. “Es para el otro lado” les dije pero estaban demasiado perdidas para dejarlas solas así que fuimos juntas hasta Pueyrredón, ahí les mostré a lo lejos las luces que iluminaban el edificio de la estación y las nubes que lo rodeaban. “No hay posibilidades de que se pierdan” las tranquilicé. “Es que vinimos bien, pero después se llenó tanto que tuvimos que salir por otras calles y nos perdimos” me explicaron. Nos despedimos con un beso. “Gracias, hasta la próxima” me saludaron. Me quedaban todavía casi cinco kilometros de caminata bajo la lluvia helada.

Ya en la esquina de casa, empapada y muerta de frío, escuché que una mujer desde una ventana me preguntaba si volvía de la marcha. “Sí” le contesté. “Ya se sabe que no sale” me dijo y siguió “Espero que no pase nada, mi hija está yendo para allá”. “La mía está ahí” le contesté. “Tengo cinco hijos” siguió la mujer que ya había abierto la puerta de su casa para que habláramos más cómodas; “Bueno, yo el doble” le contesté. “Es todo tan sencillo” siguió diciendo, “que no sé para qué lo complican”. También nos despedimos con un beso, también diciéndonos “hasta la próxima.”

Una última idea que no sé si tiene mucho que ver: con Xime vimos cómo muchas familias cruzaban del otro lado, pasaban corriendo asustadas entre la alegría verde. Dos mujeres envueltas en una bandera argentina llevaban una imagen de la virgen.
Yo también le rezo todo el tiempo a la virgen: a la misma que le rezan las madres que se les murieron los hijos, o las que nunca encontraron sus cuerpos para enterrarlos, o las que los tienen vivos pero se desesperan porque no tienen para darles de comer, para vestirlos; a esa virgen que debería cuidar a tantas chicas y a tantos chicos que se quedan sin madres.
A veces creo que María me escucha, otras no. Pero nunca se me ocurriría llevarla como bandera.



miércoles, 1 de agosto de 2018

Números






Once
Parí once hijos, ya no es un número sobre el que me detenga demasiado o que me llame mucho la atención.
Aunque en general para el resto de los seres humanos parece ser un dato que me define y que nos define como familia.
Ni siquiera registro ya, cuando me lo preguntan, las complicaciones que produce la desarmónica relación entre embarazos e hijas e hijos que me rodean. Eso sí a lo mejor es extraño pero ya tampoco lo percibo.
La otra noche después de comer nos quedamos hablando del tema que ocupa la cabeza de mis hijas mayores: la interrupción voluntaria del embarazo y su legalización.
Estaba con las tres más grandes y alguna, no sé cuál, preguntó si yo alguna vez había abortado a lo que respondí que no.
Pero después me preguntaron si en algún embarazo lo había considerado. A lo que les respondí que sí. Que lo había considerado por diversas razones todas las veces que quedé embarazada después de Consu.
Y que también había dudado con Valen.
Parecieron entender. Cuando ví las reacciones de todas frente a mis explicaciones confirmé algo que venimos hablando con Vero hace un tiempo: cómo nuestras hijas nos están cambiando no solamente los modos de pensar algunas cuestiones abstractas sino también la forma de entender nuestras propias experiencias.

Trece
Sonsi cumplió trece años. Está altísima, gigante. Siempre nos acordamos con Luis de la madrugada en la que nació, estábamos en la sala de pre partos viendo por la tele uno de esos programas de formar palabras. Fue un parto rápido, llegué con la bolsa rota. Igual que con Felipe.
Antes relataba mis partos, ahora me dejaron también de parecer historias interesantes. La última vez que hablé de esto fue con Noelia, la madre de Maxi y Mili, los mellizos de la isla Maciel mientras lavábamos los platos. Ella en total tiene seis: cuatro nenas y dos varones. Creo que además me contó que se ligó las trompas, pero no me acuerdo.
Sonsi festejó el domingo, invitó a algunas amigas y alquiló unos metegoles. Ese mismo día Pili se fue de casa rumbo a la 21 11 14 a las 9 de la mañana, después se hizo de noche sin que supiéramos nada de ella. Nos desesperamos; entre las hermanas y las amigas se activó una especie de red que la ubicó comiendo pizza en lo de alguien a las once y media sin tener demasiada noción de nuestras preocupaciones.

Dieciocho
Me propongo como ejercicio imaginar las cosas que hace un chico de dieciocho años.
Por ejemplo sacar el registro. Tendría que decirle a Enru, que necesito el Clío.
Comprar cerveza en los chinos, claro que en realidad el chino de la vuelta nunca pide documento.
Romper el permiso de los padres para salir del país, pasar solo en las ventanillas de migraciones como hizo Pili la semana pasada cuando fuimos a Montevideo.
Todo eso hace un chico de dieciocho años, entre otras cosas.

Y ahora, agosto. 
Siempre llega como una tromba, siempre engaña como un mes amigable, primaveral hasta que alguna mañana me despierto, helada y con la garganta llena de pus o de pena.
Nunca falla.
Mientras espero esa mañana, la de los dieciocho años de mi niño, pienso.
Pienso que ser madre es como encastrarnos para siempre en las barras de un metegol: que si te movés vos movés a los demás y que si los demás se mueven te mueven a vos, un metegol en el que no hay reglas y entonces hay molinetes que te dejan cabeza para abajo
Y pienso también que si las maternidades elegidas son tan difíciles no me quiero imaginar lo que son las impuestas.

lunes, 2 de julio de 2018

Jardines






Hoy fui al Campo, a jugar un partido que sabíamos que iba a ser una goleada segura, la incógnita era cuántos goles nos clavaban. Fueron 5, fueron un montón pero no fueron tantos.
Antes de entrar en la cancha de cemento corrí un rato por la cancha grande, donde dábamos el test de los 12 minutos y teníamos que gritar un número para que nos fueran contando las vueltas. Mientras corría respiré bien hondo: además de la niebla me entró en los pulmones el olor a pasto, el mismo de mis dieciseis años cuando perdía los zapatos en los lockers del vestuario y Coni me retaba pero me ayudaba a buscarlos.
Después vinieron los goles y el cemento me quemó la rodilla. Este fue mi primer jardín, o el último.

El miércoles terminamos con Patricia de dar el seminario de novela corta. En realidad la que terminó de darlo fue ella, no solo porque me fui antes porque si no llegaba tarde a mi fulbito de los miércoles sino también porque la mayor parte de las clases Patricia hablaba y yo escuchaba y aprendía, además de reforzar lo que sospeché desde siempre: que no me gusta nada explicar narrativa.
Creo igual que me salieron bastante bien esas lecturas alrededor de relatos disparatados, truculentos, moralizantes, graciosos, rodeados todos ellos por marcos que armaban otras historias en las que las personas se juntaban a divertirse, a contarse cuentos.
Gran cantidad de estos encuentros se llevaban a cabo en espacios al aire libre, en los jardines se narraban las historias, los jardines cobraban sentido en sí mismos.
Y algunas colecciones llevan la palabra jardines o algo similar en el título.

El jueves al mediodía preparamos polenta con Consu para todos los que se tenían que ir a la escuela. Ni yo ni Pili que estaba en casa porque tenía que estudiar, teníamos ganas de comerla, entonces la invité a almorzar afuera; Valen volvía de trabajar a las 2 y media, la invité también.
Fuimos a una hamburguesería cerca de casa que a las dos les gusta mucho y a la que yo había ido una sola vez: el día que le pregunté a Fabiana sobre las posibilidades de la morfina para mamá. 
Y el jueves, mientras esperaba el pedido sentada en el mismo banco que aquella vez, mientras Valen y Pili ocupaban una mesa en la vereda soleada, me imaginé que el lugar tenía un jardín. Imaginé también que en esa conversación acerca del fin de las vidas de las personas que queremos tanto, nos habíamos refugiado con Fabi entre plantas de hojas verdes a las que el otoño recién empezado aun no había logrado conmover en absoluto.
En ese mismo jardín imaginado comí el jueves con mis dos hijas mayores, ahora con el sol iluminando una versión de Valen similar a las de hace ocho o nueve años atrás. Ahí nos informó como si fuera lo más normal del mundo, que en menos de un mes se va de paseo a Sudáfrica.
Y yo después de un primer enojo solo quedé con la certeza, una vez más, de que son mujeres grandes, dueñas de sus vidas y de sus decisiones.
Por suerte.

El sábado pasado al mediodía me senté con los tres varones al borde de la pileta. El día anterior había venido el jardinero a cortar el pasto y a podar un árbol que ya estaba demasiado alto, tanto que llenaba el jardín de sombra en cualquier momento del día.
Ese mediodía de sábado, no sé si sería por el sol que pegaba en el agua ya verde, o porque se habían aburrido de que les leyera un libro de una bruja, me empezaron a preguntar cosas de Felipe: cuántos años tendría, si había ido a la escuela de ellos, si le gustaba dibujar.
Les conté todo de vuelta: que le encantaba 100% lucha, que una vez habíamos ido al canal a ver cuando grababan el programa, que jugaba con unos bloques que no eran legos, que no le gustaba dibujar tanto como a ellos, que había estado una semana internado, que Sonsi era bebita, que yo estaba embarazada de Consu.
Les dije también que cada uno de ellos tenía algo de él, que era cariñoso como Toto, inteligente como Estani y medio gruñón pero muy bueno como Octi.
Después, nos distrajimos mirando un pájaro que buscaba las ramas del árbol que le habían cortado y las hermanas los llamaron a los tres a poner la mesa.

Una más, pero del jardín de Loli y Toto. Una tarde que jugaba Argentina las maestras pidieron que fuéramos puntuales a buscar a los nenes y no cuando se acabara el partido, que era media hora después del horario de salida.
Ahí nos acordamos del Mundial de 2006, cuando Felipe vio el partido que Argentina perdió contra Alemania en una tele que había en la sala de música del jardín. Cuando salió le preguntamos si había estado divertido ver el partido en el jardín con sus amigos y sus maestras y nos contestó que sí, pero que los jugadores se veían dobles.
Siempre que hay mundial nos acordamos de las mismas historias de 2006: ese partido contra Alemania, los jugadores que venían con las tapitas de Coca que Luis buscaba en los chinos de Coghlan y de algunas cosas más. No muchas.

El Mundial me trasladó también hasta los jardines de San Petersburgo o Leningrado. Los del Palacio de Verano, los del Campo de Marte. Y con esos jardines a tantas historias que podría contar: una, por ejemplo, protagonizada por un mamut.
Pero me acuerdo de que contarlas no sirve casi para nada; ni siquiera para que me hagan menos goles y entonces me las olvido.

La canción porque me lastimé la rodilla, porque me animé a abrir el garage de Plaza y porque Uruguay sigue adelante.



miércoles, 13 de junio de 2018

Cándida







Cándida había venido de Paraguay, había dejado allá dos nenas chiquitas con su abuela.
Trabajaba en mi casa, yo tenía quince o dieciseis años y ella tendría seis o siete más que yo.
En el verano del 86 al 87 vino a quedarse unos días mi tía Hebe, que vivía sola y se había asustado porque unos hombres que arreglaban la vereda le pidieron agua. A la noche nos quedábamos las tres hablando, Cándida le preguntó una vez a mi tía Hebe si tenía un enamorado. Yo me acuerdo que me reí mucho de la situación. ¿Cómo iba a tener mi tía Hebe, vieja y sola, un enamorado? ¿Cómo Cándida le iba a preguntar eso?
Eran épocas en las que nos reíamos de todo.

En invierno nos fuimos de viaje a la URSS, Cándida se quedó cuidando la casa. Cuando volvimos me agarré una gripe fuertísima, Cándida me hacía compañia todas las tardes mientras mirábamos la tele y las fotos de la URSS. En esos días ella había conseguido un enamorado, un chico que no tenía más de dieciocho años. Además estaba juntando dinero para traer a sus nenas a vivir con ella.

En primavera Cándida volvió un lunes volando de fiebre, se quedó acostada en su habitación. Cada vez se ponía peor.
A la tarde entre mi mamá y mi hermano la cargaron en el auto y se la llevaron al Pirovano, ya deliraba.
En la guardia la inundaron de antibióticos, me acuerdo de mi mamá con su pedagogia habitual contándonos que le dijo “ Decinos si te hiciste un aborto porque mirá que te morís”. Pero ni la confesión ni los antibióticos surtieron efecto; la septicemia no cedió.
El martes cuando nos despertamos para ir al cole nos avisaron que Cándida se había muerto.
Cuando vino Andrés, su enamorado, a casa a buscar sus cosas, razonaba que seguro que fue el sábado cuando la vinieron a buscar para que fuera a la casa de no sé quién a ver no sé qué cosa; mamá le pidió que lo fuera a declarar a la comisaría, también le pidió que si le ponían una chapita o algo en el cementerio que nos avisaran.
Nunca más supimos nada, ni de Andrés, ni de las hijitas que se habían quedado en Paraguay, ni de la tumba de Cándida ni de nada.
No me acuerdo si le contamos a la tía Hebe lo que había pasado.
Igual después se murió Corina y el año se puso todavía más negro.

De mis siete hijas la única que no entiende demasiado es Loli, que tiene 5.
El resto lo tiene bastante claro: las grandes hoy vigilia, pañuelo verde hace más de un año, las del medio conversaciones con las más grandes, Ruli que cuando la maestra les hizo escribir qué ley no debería faltar en su constitución escribió Aborto seguro, legal y gratuito.
Sea lo que sea creo que la van a tener más fácil.

Hoy salen fotos de madres con hijas, de madres con hijos, de padres con hijas, de padres con hijos, todos de orgullo verde clase media.
A mí la foto me hubiera gustado con Cándida.

Por ella, por sus hijitas que se quedaron solas en Paraguay, por las nenas de la Isla Maciel, por las pibas de fútbol y por nuestras hijas que entienden que la lucha es esta.

#Quesealey

lunes, 28 de mayo de 2018

Arcos







I
Hoy hace exactamente seis semanas se me salió de lugar la segunda falange del dedo pulgar de la mano izquierda. No sé cómo fue, solo sé que paré un gol y que sentí un golpe un poco más fuerte que cuando los pelotazos me doblan los dedos. Tampoco sé si fue casualidad, destino o brutalidad de las rivales pero fue contra las mismas jugadoras que el año pasado me rompieron la cabeza.
Debí de haber hecho una mueca de dolor porque el juez me preguntó si necesitaba que paráramos para llamar al médico. Recién empezaba el segundo tiempo. Le dije que no y seguí jugando, nos golearon, no por mi dedo sino porque el otro equipo tenía una delantera que la movía mal.
Cuando terminó el partido ya me dolía toda la mano, me saqué los guantes nuevos, azules, preciosos que me regaló Vero y ahí ví que tenía la mitad del pulgar izquierdo doblada pero para arriba y que no la podía volver a poner en su lugar.
En la cancha había una médica y un médico que parecían tener dieciocho años y que en un portugués perfecto me dijeron que mejor fuera a una guardia a que me acomodaran el dedo porque podía tener algo roto.
Había ido en bici; como pude hice las veinte cuadras hasta casa. Me abrió la reja Pili que cuando le mostré el dedo me retó y me mandó a hacer terapia porque no podía ser que volviera siempre toda lastimada de jugar.

II
A la guardia fui tres veces.La primera ese mismo día, ahí me sacaron una placa y mientras el médico me mostraba en una pantalla que no tenía nada roto y me explicaba que me había luxado el dedo me colocó la falange en su lugar, sin anestesia ni nada. Pensé que con el dedo arreglado en dos o tres días iba a poder volver al arco. Pero empezó a vendarme la mano entera alrededor de una férula gigante que me envolvía todo el dedo. Y después me dijo lo que no quería escuchar: “En dos semanas vení a controlarte”.
A las dos semanas el mismo médico me sacó el vendaje, el dedo estaba negro, un poco más hinchado que antes y además no lo podía doblar. Le pregunté si me iba a quedar bien “No sé” me contestó, “es un esguince, control en dos semanas, ni se te ocurra jugar” y después mientras me iba por el pasillo lo escuché que me gritaba “Señora no vaya a jugar que tiene rotos los ligamentos”. No sé por qué había dejado de tutearme, supuse que para que me diera cuenta de que a mi edad ya no podía ni siquiera jugar. Pensé también que el hombre me había dado tres diagnósticos diferentes. Eso significaba o que no sabía realmente qué tenía o que entendió que el único modo de asustarme era decirme que tenía todas las patologías juntas.
La tercera vez me tocó otro doctor mucho más amable que me aligeró el vendaje y me mandó volver en dos días. Ahí un tercer médico me sacó todas las vendas, el dedo estaba un poco más deshinchado, pero seguía negro y me dolía. Muerto de risa me dijo "Por ahora no podés jugar eh"
Así pasaron cinco semanas. Al principio llovía y los partidos se suspendían.
Pero después se empezaron a jugar de vuelta, a definir los campeonatos.
Los primeros fines de semana iba a ver algunos, me paraba atrás del arco rival y gritaba como si estuviera adentro de la cancha.
Después dejé de ir; mis equipos siguieron ganando, empatando o perdiendo, a veces encontraron arqueras y otras no pero se fueron arreglando.
El arco no espera. Nadie es imprescindible. No hay ninguna épica nunca en nada.


III

El día de mi cumple además de regalarme los guantes Vero les contó a mis amigas de fútbol que el fútbol me había cambiado la vida.
La otra tarde llegando a Filologia me encontré con un amigo que cuando vio mi mano vendada me dijo “Ahora volvé a la academia”.
A veces pienso que no voy a poder jugar más, otras veces salgo con el bolso armado en el baúl por si pinta partidito.
Y la mayoría de las veces pienso que es una lástima porque me había creído lo de cambiar de vida, lo de ser la reina del arco.
Me mandaron diez sesiones de kinesiología. Voy por la segunda. Me ponen el dedo en una rueda blanca durante veinte minutos, me llevo a Bulgákov, el diablo arrasa en la Moscú soviética. 
Cuando termina el magneto viene un kinesiólogo jovencito que me agarra el dedo de un modo que me hace doler muchísimo pero que de a poco me lo va doblando para abajo. 
Termino la clase o lo que sea masajeando una pelota de goma.
Tengo como mínimo dos semanas más.
Cuando se acabe tendré que volver a aprender a volar abajo del arco, o por lo menos a parar alguna pelota con las manos.


IV
Hubo cosas buenas que pude hacer en el tiempo en el que debería estar jugando los partidos.

Pudimos comer casi todas las noches todos juntos en horarios normales.
Terminé la historia de la arquera soviética: una mujer mayor a la que el fútbol y la cerveza le van a cambiar un poco la vida.
Un martes a la noche nos fuimos con Xime a la Feria del Libro a la presentación del libro sobre Milagro. Nos sentamos en una mesa llena de moscas que Xime adjudicó a la mugre de mi vendaje, pero era que la mesa estaba medio sucia. Nos acordamos de que justo hacía un año que habíamos estado en Jujuy y nos pusimos a planear un viaje por las Altas Cumbres.

Un jueves del calor raro de mayo fuimos con Coni a tomar cerveza a un lugar espectacular, la segunda vuelta la fui a buscar yo y tuve que hacer malabares con la mano sana para poder llegar a la mesa con las dos pintas y las papas entre una multitud de gente parada alrededor de unas pantallas gigantes donde mostraban algún partido de la Libertadores que se estaba definiendo por penales.
Y mientras Coni me contaba sobre Japón, planeamos un viaje a San Nicolás.

Un sábado fui a Plaza porque se había roto el termotanque. Le llevé a Mariano 25 watts y ahí, en la vereda, me acordé de las tardes de sábado cuando era chica y salía a jugar a la puerta. En la esquina unos equilibristas practicaban en una terraza colgados de una estructura que se asemejaba a un arco de fútbol. Cuando se hamacaban para adelante parecía que iban a salir volando.

Para no extrañar demasiado las canchas ví Hoy partido a las tres una película que me recomendó Soledad.
Y la semana pasada nos fuimos con Luis a Montevideo a ver tocar a Eté y los problems pero ya son demasiadas historias.