El sol de enero, sola en
Montevideo. Mirando los edificios desde el río que nunca se hace
profundo. Después la mujer que tomaba agua en la canilla de un
parque mientras me contaba que se le había muerto un hijo y que por
eso ahora caminaba todos los días hasta el Buceo.
Las cervezas de enero, en
Olivos, después de los partidos de los viernes a la noche.
El sol de febrero en
Quequén, el fin de semana largo que nos juntamos los 12, que nos
sacamos una foto en la playa, que hacía mucho que no coincidíamos.
Las cervezas de marzo,
las innumerables botellitas de mi cumple y las botellas de regalo.
El sol de abril, el de la
Pascua en la isla Maciel, ese día que almorzamos con Noelia, las
nenas y sus mellizos. El día que una de las nenas miró las Adidas
de Sonsi y a mí me dio vergüenza. El sol que siguió brillando cada
domingo arriba del Riachuelo cuando cruzábamos hasta el sábado
pasado en el que terminamos con los ojos llenos de lágrimas. El abrazo
fuerte con Luis, la sensación de ver cumplirse su proyecto.
El sol de mayo, en
Montevideo, ahora con Luis, viendo a Eté y los Problems, yendo en
bici a Carrasco.
Las lluvias de mayo, que hicieron que se suspendieran los partidos que no podía jugar
porque una patada me había sacado el dedo de lugar.
El diluvio de julio en
Montevideo, los tres días que recorrimos los 11 la ciudad bajo la
sudestada y que conocimos lugares que nunca antes habíamos visitado.
Las cervezas de todos
colores La Ipa negra que descubrimos con Coni el día que me agarró
un ataque de tos. La que nos tomamos con Ceci una semana antes de ir
a Luján para planear además de la caminata un futuro posible para
todes después de haberme animado a abrir el garage de Plaza en el
que encontré mi libro de Pinocho.
Las de los martes en
Grun, las latas que nos regalaron cuando ascendimos y nos tomamos en
casa cantando Cebollitas subcampeón.
Las cervezas que siempre
recuerdan que se puede cambiar de vida.
La lluvia que caía casi
todos los sábados a la mañana, la que mojaba a Sonsi, a Manu y a
Solange cuando se bajaban del auto y yo los despedía con un beso y
les deseaba suerte.
El sol de la tarde que
tirábamos las botellas de vino picado en el container de Plaza con
mi hermano. Los primos y las primas que compartieron quince días
como si estuvieran juntos todo el tiempo. Los trámites. Las risas.
Las cervezas que tomamos
con Patricio antes de ir a dar clase y antes de tomar examen, que me
dejaban con la sensación de que podríamos habernos quedado hablando
veinte horas más porque seguimos compartiendo tanto.
Las cervezas que no nos
tomamos con Xime, el viaje a las Altas Cumbres que nos quedó
pendiente o que cambiamos por volver caminando del Instituto hasta
nuestras casas algunas noches.
El diluvio que inundó
los placares, que arrasó con la ropa de los chicos y con las
carpetas del jardín.
Mis botines nuevos, mis
guantes nuevos, mis rodilleras y mis coderas. Después, me desgarré.
Los otros guantes, los de Yashin, que esperan el día que puedan
salir a jugar.
El diluvio que empapó a las pibas el día que los senadores decidieron que siguieran muriendo mujeres que no pueden comprar el misoprostol en la farmacia de la esquina.
El sol de agosto, en San
Nicolás. Subiendo una escalera caracol, con las botas que me pesaban
cinco toneladas cada una, con el músculo que no terminaba de
desgarrarse, con el hospital que nunca ví aunque le tuve que haber
pasado por al lado. Con el hombre del juzgado al que le conté que
justo iba ese día porque Felipe hubiera cumplido 18, porque había
sol iluminando el Paraná y porque alguien me estaba cuidando. Y el
del otro día cuando se volvió a desbocar el jabalí, con sus
colmillos ensangrentados.
El diluvio que cayó la
noche que fuimos a comer al Santa Evita con Paco, que mirábamos caer
riéndonos los tres y bajo el que después Paco se fue en su moto.
El sol que nos pegó de
frente toda la caminata a Luján, el que nos insoló un poco, el que
quemaba el asfalto cuando hablaba con Enru de tantas cosas, el que
nos encandiló cuando en La Reja nos abrazamos con María que nos
estaba esperando espléndida para seguir con nosotras con su
carterita de NY colgando del hombro.
Las cervezas que tomamos
la otra noche con Patricia y con Meneca, cambiando nuestros almuerzos
de los martes por un bar al atardecer.
Sol, lluvia, cervezas,
Vero. El día que dejó todo lo que estaba haciendo porque la llamé
llorando y una vez más se sentó conmigo a escucharme. Más todo el
resto de los días que nos reímos tanto.
El sol que iluminó todo
el año a mis hermosos hijas e hijos a pesar de la lluvia del día de
la madre. Las banderas, los egresos, los dientes que se cayeron, Pili
el día que fuimos a ver Petróleo, Valen cuando una vez más,
como siempre, se puso las situaciones al hombro, Maite, su fiesta y
su calma, Sonsi y su esfuerzo, Consu y Ruli en el Palmar, Estani el
día de su clase abierta de cello, Octi y sus dibujos, Lolita y Toto
que cerraron 18 años de jardín y que junto con Sonsi que terminó
séptimo nos recordaron que este año nadie termina la secundaria.
Y, como me escribió Luis
el otro día un verso de nuestro grupo preferido de 2018, después de haberlo visto ya no
en Montevideo sino en Barracas, medio mareados porque nos dieron cerveza caliente: Al
final será el hambre que nos ponga de pie.
Hambre de fútbol, de goles, de atajadas, de
decisiones, de risas, de cambios de rumbo, de justicia, de amigos y
amigas, de cervezas, de libros, de vida.
Que en 2019 el hambre nos
ponga de pie
Ese es mi deseo.